«Te lo digo por tu bien»

 

I

Si Alberto Fernández hiciera un repaso de sus nueve meses de gestión política, arribaría a la conclusión de que cada vez que decidió ser el presidente de todos los argentinos y cumplir en líneas generales con los preceptos de su discurso inaugural alrededor del estado de derecho, la racionalidad económica y el pluralismo, creció su imagen política. Y, a la inversa, cada vez que decidió privilegiar su relación con Cristina, cada vez que impuso lo faccioso, lo sectario e incluso lo injusto, su imagen política se vino abajo. Admitamos, por ejemplo, que el presidente es un político experimentado, con capacidad para interpretar los humores sociales y con deseos de sostenerse en el poder que le dio la ciudadanía con su voto. ¿Por qué entonces no advierte estas relaciones oscilantes de poder que hasta el observador más ligero reconocería en el acto? Seguramente no hay una sola respuesta a este interrogante, pero la conclusión que parece imponerse es que el presidente tiende a privilegiar las necesidades y presiones de la lucha interna de su espacio político que las necesidades reales de la nación.

 

II

 

Es más que evidente que hay una contradicción flagrante entre el presidente que admite que su modelo ideal de sociedad son las democracias escandinavas mientras toma decisiones económicas y financieras propias de una republiqueta bananera. ¿Miente el presidente? ¿Está sometido a las formidables presiones de su frente interno? ¿O sencillamente es un señor que no cree en nada y por lo tanto está dispuesto a hacer todo lo que su instinto de animal político le señale? Las respuestas que le demos a estos interrogantes nos permitirán saber si estamos ante un estadista o un vulgar tramoyero político preocupado en favorecer a una facción o directamente sometido a una facción. Otra variante interpretativa sería la de postular que el presidente es prisionero de su pacto con Cristina, que no sabe o no puede independizarse de ella, y en consecuencia se hace realidad el principio que sostienen los adversarios más duros del presidente: no es un jefe de estado, es un títere.

 

III

 

Admitamos que por razones de poder o de preservación del poder el presidente considera que no tiene otra alternativa que privilegiar las relaciones de poder interno. Admitamos que habla y decide para dejar satisfecha a la hinchada peronista y en particular a la hinchada K. ¿Es consciente de los costos políticos de esa decisión? ¿Es consciente de que en esa línea su poder se reduce peligrosamente? Sinceramente no lo sé. Sí creo que en ese contexto es válido pensar que más allá de maniobras, de juegos tácticos y embustes, es posible pensar que el presidente cree en lo que hace. Al respecto, importa tener presente que en el peronismo la imagen o el mito del «conductor» es muy fuerte. El «conductor» en el peronismo es el líder, pero es también el jefe político que «conduce» la diversidad o, gracias a su genio, compone, emparcha, lo que a primer golpe de vista parece ser una contradicción insalvable. Para bien o para mal no hay peronista con aspiraciones políticas que no crea en ese paradigma. Desde ese punto de vista, y atendiendo a sus intenciones, el presidente reúne los atributos clásicos de un peronista histórico o los de un discípulo aventajado del jefe histórico.

 

IV

 

Alguien podrá decir que después de todo Perón probó que esa concepción carismática del ejercicio del poder era posible y deseable. La primera refutación que se me ocurre a esta consideración se ajusta al más elemental sentido común: no cualquiera es Perón. Acto seguido agrego que ni siquiera a Perón, por lo menos al Perón de los últimos tiempos, ese juego de reconciliar lo irreconciliable le dio resultado. Y la dialéctica perversa de Montoneros y Tres A fueron algunas de las consecuencias de esa concepción, tal vez la más siniestra, pero no la única. Está bien: no estamos en 1975 y agradezcamos a los dioses que así no sea. Pero una vez más insisto que en las actuales condiciones sociales políticas más temprano que tarde Alberto Fernández deberá decidir si es el presidente de todos los argentinos o el presidente de una facción. No es una decisión fácil y mucho menos liberada de consecuencias. Queda pendiente saber si el presidente dispone de margen para cambiar, si efectivamente tiene ganas de cambiar, o si por el contrario está dispuesto a seguir jugando a un equilibrio en un escenario donde todos los datos señalan que resulta imposible porque la sociedad no lo acepta y porque Cristina no lo quiere.

 

V

 

Supongo que el episodio del diputado Juan Emilio Ameri no merece más consideraciones que las que ya se hicieron a partir de que se hicieron públicas las escabrosas escenas eróticas que lo tuvieron como protagonista. Sinceramente no creo que besar a una mujer en el pecho sea un pecado mortal, mucho más si el besuqueiro supone que se cortó la sesión y lo que está haciendo es expresar una señal de cariño a la mujer que supuestamente quiere. Sin embargo, hay un sin embargo. Lo que en Ameri resulta repudiable no es tanto el acto en si mismo como el hecho de que ese gesto está en sintonía a la imagen, los juicios y los prejuicios que un sector importante de la población tiene acerca de cierta «moral cotidiana» que suele adornar a ciertos legisladores. Lejos de mí defender la moral ortodoxa en materia sexual, pero admitamos que la defensa de Ameri, ya denunciado por acoso sexual a una menor, flaquea por muchos lados, entre otros porque tengo derecho a sospechar que en realidad Ameri no está con su mujer o su novia como dice, sino con ese personaje que los prejuicios populares suponen que son reales en los pasillos y despachos del Congreso: el «gato». Y el «gato» designado como asesora legislativa titular de una intervención quirúrgica a la que los «gatos» suelen ser afectos. ¿Es así? Las imágenes parecen corresponderse con la realidad. Y la imagen que lo instlaal a Ameri en la antología de las historias escabrosas del Congreso no es la de un novio enamorado sino la de un «fiestero». ¿Es un delito ser «fiestero»? No, no lo es, pero a Ameri no se lo sanciona por haber cometido un delito, se lo sanciona por ser el protagonista de un acto que más que indecoroso es obsceno. Un acto realizado en plena sesión legislativa.

 

VI

 

De todos modos, convengamos que en el Congreso se suelen cometer «pecados» peores. ¿Qué es un beso en la teta al lado de un diputado que al otro día de asumir el poder se cambia de banca o vende su voto por un favor o, lisa y llanamente, por «un puñado de dólares»? ¿Qué es un beso en la teta comparado con el acto «inocente» de habilitar leyes que aseguran la impunidad a la corrupción? ¿Qué es un beso en la teta al lado de diputados que levantan la mano porque el referente o el gobernador capanga de turno les ordena hacerlo, aunque ese voto consolide privilegios, sea una moneda de cambio para otros beneficios? Lo que ocurre es que atendiendo a la biografía de Ameri, el caballero parece reunir todos los atributos morales y políticos que se le atribuyen a lo peor de la «corte» legislativa. E insisto con lo de «peor» porque no se me escapan dos cosas: que el Congreso es una institución central de la democracia, al punto de que no hay democracia sin Congreso; y en segundo lugar, porque más allá de críticas algunas de buena fe y muchas de mala fe, me consta de la existencia de muchos legisladores que honran sus cargos.

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/260564-te-lo-digo-por-tu-bien-cronica-politica-opinion.html]

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