Postulo que en la Argentina gobierna una coalición política de signo peronista. En esta coalición la gravitación del kirchnerismo, concebido como una corriente interna del peronismo, es evidente, pero ello no habilita a suponer que el kirchnerismo es la izquierda real de la Argentina.
Sabemos que en su origen el peronismo eludió identificarse con los rótulos clásicos de la modernidad: derecha o izquierda. Y prefirió pensarse con la categoría de “Movimiento Nacional”, concepto afín a las corrientes políticas nacidas en Europa en los períodos de entreguerras.
Sin embargo, en los años 60 y 70, y el contexto de la denominada “Resistencia peronista”, se fue perfilando una corriente que podría denominarse “izquierda nacional” o “socialismo nacional” cuya expresión política real, más allá de diferencias, lo expresó la denominada “Juventud maravillosa” de la campaña electoral de 1973.
De los debates ideológicos de aquellos años, siempre estuvo presente por parte de los críticos a esta radicalización de signo peronista el contraste visible entre los objetivos “revolucionarios” de esta “Juventud maravillosa” y la identidad “burguesa” en clave militar del viejo general.
Y como era de prever, esta contradicción entre el peronismo de Perón con sus jóvenes radicalizados estalló en aquellas célebres jornadas del 1º de mayo de 1974, cuando el viejo líder los expulsó de la Plaza. Operativo que luego continuó con las faenas de exterminio perpetradas por las Tres A en un juego perverso con quienes en nombre de la “Patria socialista” se volcaron decididamente a la práctica del terrorismo en sus versiones más impiadosas, una práctica que, a decir verdad, estuvo presente desde sus orígenes, por lo menos desde los orígenes de Montoneros.
Esta contradicción setentista entre una dirección política “burguesa” y una “tendencia” radicalizada mantiene cierta “afinidad” con lo que sucede entre la movilización juvenil kirchnerista y sus actuales conducciones. En ambos casos, lo que parece imponerse es una suerte de “mal entendido” que resulta políticamente funcional a unos y a otros, en tanto ambos supusieron y suponen que ese “mal entendido” los beneficia.
Por supuesto, las diferencias entre los años 70 y la actualidad son más que evidentes. Por lo pronto, no está presente el terrorismo de un lado y del otro. El otro contraste digno de destacar es que mientras los jóvenes setentistas cuestionaron a Perón y le disputaron espacios de poder, sus actuales seguidores mantienen hacia Cristina una lealtad sin fisuras visibles.
¿Es tan así? Si hay diferencias, ellas no se manifiestan con la intensidad con que lo hicieron en los setenta, pero para el observador atento es evidente que hay una contraste entre las prácticas sociales reales de los principales dirigentes del kirchnerismo, empezando por Cristina y esa confusa base social y política con centro en el Conurbano y con capacidad para movilizar corrientes juveniles relacionadas con lo que se denomina el “mundo de la cultura”. Estas diferencias se disimulan a través de “las trampas” del lenguaje y de aquello que contemplado desde una perspectiva más amplia parece ser constitutivo de una cierta manera de concebir la identidad peronista: el “mal entendido”.
Por lo tanto, más que una calificación de izquierda, el kirchnerismo debería ser concebido como una variante interna del peronismo en el que algunas de estas expectativas de izquierda se despliegan en tensión con una dirigencia cuya relación con los tradicionales reclamos de izquierda tendrían más que ver con el cálculo oportunista y la manipulación.
Los pretendidos ataques a la propiedad privada hipotéticamente alentados por sectores del kirchnerismo, tampoco alcanzan para identificarlo con una izquierda que en sus versiones seculares del siglo veinte consideró que toda propiedad privada era un robo o una relación basada en la explotación del hombre por el hombre. Más allá de que las enseñanzas de la historia han establecido el carácter utópico, cuando no disparatado y en todos los casos autoritario de esa propuesta, en homenaje al rigor teórico es necesario admitir que no todo gobierno que ataque la propiedad privada es izquierdista, porque de ser así merecerían ser calificados de izquierdistas los clásicos dictadores bananeros de América latina al estilo Somoza, Duvalier o Trujillo, quienes a lo largo de sus mandatos se dedicaron alegremente a expropiar propiedades de sus adversarios políticos no para establecer el reino de la igualdad sino para acrecentar sus propias fortunas.
Sin ir más lejos, en la Argentina el paradigma de estos ataques a la propiedad privada los estableció quien además de ser un déspota por excelencia fue el terrateniente más poderoso de la provincia de Buenos Aires y cuya efigie ilumina el despacho del joven gobernador de la provincia de Buenos Aires. Me refiero a Juan Manuel de Rosas, quien durante sus veinticinco años de ejercicio absoluto del poder se dedicó a confiscar las estancias de sus enemigos para repartirlas entre sus incondicionales, sin que a nadie se le ocurriera por ello imputar al poderoso Restaurador de las Leyes la condición de izquierdista o de enemigo de la propiedad privada.