Se llama Cristina Elisabet Fernández. O Cristina Fernández de Kirchner. O sencillamente, Cristina. Después vienen los apodos: algunos agradables, otros desagradables. Precio a pagar por la fama. Fue dos veces presidente de la Nación. Fue primera dama y algo más que primera dama. Fue diputada, fue senadora, ahora es vicepresidente de la Nación. Su cuñada es gobernadora de Santa Cruz. Su hija, pareciera que no se interesa por la política pero ejerció uno de los roles institucionales más importante de una nación: en acto solemne entregó a una presidente electa, su madre, el bastón de mando. Su hijo es en la actualidad presidente del bloque de diputados del peronismo sin otro título que su condición de hijo y sin otra pretensión que heredar el poder político, porque pareciera que todo liderazgo populista tiende a inclinarse hacia modalidades monárquicas con sus herederos, su corte, sus bufones; con sus luces y con sus sombras; con sus algarabías y con sus episodios escabrosos, a veces sombríos, a veces siniestros.
¿Liderazgo populista, nacional, popular? Difícil saberlo. Si una identidad política contiene a Cristina es la del peronismo y si una fe la moviliza es la que posee en ella misma. Sobre su cultura general puede habilitarse algunas dudas, pero lo que parece estar fuera de discusión es que del poder sabe y mucho
¿Liderazgo populista, nacional, popular? Difícil saberlo. Si una identidad política contiene a Cristina es la del peronismo y si una fe la moviliza es la que posee en ella misma. Sobre su cultura general puede habilitarse algunas dudas, pero lo que parece estar fuera de discusión es que del poder sabe y mucho. Sabe en primer lugar que el poder se concentra y que todo límite es un fastidio. Sabe que el poder incluye un relato cuya relación con la supuesta verdad en el mejor de los casos puede ser una coincidencia. Sabe que el poder tal como ella lo concibe no tiene otra alternativa que «ir por todo». Ser Batista en Santa Cruz y Fidel Castro en Buenos Aires puede ser una bribonada, pero es también un ejercicio práctico de brutal virtuosismo político. Desentenderse de los derechos humanos en los años difíciles para luego transformarse en adalid de la causa e incluso subordinar a su imperio a algunos de sus principales protagonistas, puede ser un acto de dudosa moralidad, pero es al mismo tiempo un ejercicio supremo de maestría política. Encarnar la causa de los pobres mientras se acumula una fortuna cuya cifra aproximadas amenaza con ser uno de los grandes misterios de la humanidad, puede ser considerado un acto privado, pero es en primer lugar el beneficio previsible que los titulares del poder disfrutan en nombre de lo que se consideran prerrogativas necesarias.
Cristina sabe que no hay poder sin una relación de mando y obediencia. Esa relación puede expresarse con buenos o malos modales, pero nunca es una relación horizontal. Por el contrario, lo que suele abundar es la humillación porque el poder descarnado dispone de sirvientes, no de colaboradores. El episodio tal vez más ejemplificador es la frase que ella le dirigió a su colaborador inmediato: «Soy yo, pelotudo». He aquí una clase de poder breve y magistral en la que se establece con solo tres palabras quién manda, quién obedece y qué concepto posee el titular del poder respecto de sus sirvientes.
Cristina sabe que el poder se gana o se pierde. Y sabe que la mesa en lo que simbólicamente se lo disputa suele estar integrada por tahúres duchos en el manejo de naipes marcados. De Santa Cruz a la Casa Rosada se traza un itinerario que incluye su épica, sus euforias y sus fraudes con sus correspondientes cuotas de farsa y tragedia. En una temporada histórica en la que abundaron los chubascos, las emboscadas, las adhesiones incondicionales y las inesperadas deserciones, y en un país del que alguna vez se dijo que era, políticamente, una máquina de picar carne, ella puede jactarse de haber sobrevivido, lo cual según se mire puede ser un mérito o una desgracia.
Todo titular del poder es por definición incomparable en su singularidad. Cristina puede disponer de algunos de los privilegios de Imelda Marcos, de ciertos encantos de Evita y de la acechanza del ridículo que siempre merodeó alrededor de Isabelita. Pero para bien o para mal es Cristina. Si el poder habilita beneficios, también incluye pesadillas. Pesadillas que desvelan a los poderosos desde la noche de los tiempos. De lady Macbeth a Elena Ceaucescu, la tragedia está siempre abierta, aunque más no sea como desvelo. No revelo nada nuevo si digo que jugar con el poder es algo así como jugar con el diablo. Y también sabemos que tarde o temprano el diablo se cobra las cuentas.
Del poder, Cristina sabe que su aspiración es continuar siendo poder. De este drama conocemos los protagonistas, pero no conocemos los posibles desenlaces. Por lo pronto, sabemos que la señora Cristina puede ser la dirigente política con más poder en la Argentina, sabemos que además lo ejerce, pero sabemos que el poder absoluto le está negado o no está a la altura de sus pretensiones. Su última o su penúltima jugada maestra fue haber designado a un candidato a presidente de la Nación. Una jugada maestra que exhibe su talento y sus límites. No cede el sillón de Rivadavia por generosa sino porque sabe que ella no está en condiciones de sentarse allí.
El poder que hoy ejerce está limitado, pero sigue siendo eficaz en tanto el peronismo mayoritariamente se somete a él. Por lo menos hasta ahora así lo ha hecho. Alberto Fernández no es Cámpora y Cristina no es Perón. Pero me temo que por la lógica misma de los acontecimientos la relación de Cristina con Alberto sea similar a la que Perón mantuvo con Cámpora, lo cual no quiere decir que el desenlace vaya a ser exactamente el mismo, porque si bien hasta el momento no sabemos mucho de la inteligencia política de Alberto, sí nos consta que dispone de esa astucia adquirida en el tráfico farragoso de las operaciones políticas que suele ser tan valorada en el universo peronista.
¿Alcanza? Me temo que no. El presente de Alberto Fernández pareciera depender del de Cristina. Y el futuro de ella depende de la calidad de la gestión del Presidente. Convengamos que no le han tocado buenos tiempos. A los rigores de una prolongada crisis económica se suman las inclemencias de una impiadosa pandemia posiblemente mal gestionada.
Cristina Elisabet Fernández. Vicepresidente de la nación y jefa política del peronismo. Sus fortalezas están a la vista; también sus debilidades. Conocemos su pasado, sabemos de su presente pero el futuro, su futuro, me temo que dependa de los fallos de la justicia. Si así fuera, su lugar en el mundo no sería El Calafate sino un sitio un tanto más incómodo. Para que ello no ocurra hacen falta resultados económicos favorables porque, digan lo que digan, los éxitos económicos lavan todos los «pecados», los pasados y los actuales. Pero cuando esto no ocurre, solo quedan los «pecados» y en política los «pecados» no se suelen perdonar. Mucho menos los inconfesables.
Mientras el poder se ejerce las sumisiones permanecen. Los problemas se presentan cuando el poder comienza a perderse o a debilitarse. Entonces es cuando los espectros del drama inician su ronda sombría y se abre espacio para la sospecha de que el tigre se transformó en un tigre de papel. «Sinceramente» no me consta que Cristina haya adquirido la condición de tigre de papel, pero presiento que no son pocos los que han comenzado a ser inquietados por esa insidiosa pregunta.