El 6 de diciembre de 1872, José Hernández publica su primera edición del Martín Fierro. Siete años después publicará «La vuelta». Según se cuenta, estuvo encerrado tres semanas en el Hotel Argentino, con ventana a Plaza de Mayo, escribiendo un poema del que seguramente nunca pensó que llegaría a ser nuestra versión criolla de la Odisea. Otro rumor habla de una estadía en Santa Ana, en la frontera de Uruguay con Brasil, donde se había refugiado luego de la derrota de las tropas de López Jordán en Ñaembé. Lo que a los críticos más le sorprende de Hernández es que nunca antes y nunca después escribió algo parecido. Fue poeta de un solo poema, y, la verdad sea dicha, a juzgar por la calidad no hizo falta nada más. ¿Para qué ensayar otras experiencias si lo que hizo era magnífico? Por lo menos esa es la opinión autorizada, entre tantos, de Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges. Lo que más sorprende de este poema es como «la musa» interviene y le dicta al autor las palabras necesarias. No se equivoca Borges cuando dice que en principio Hernández, político y periodista de signo federal, más habituado a las derrotas que a las victorias, quiso escribir un poema para denunciar las desgracias de los paisanos condenados a ser arreados a la frontera. Digamos que se trataba de un alegato vibrante, tal vez un panfleto, contra el Ministerio de Guerra, pero en el camino nació el personaje y el poema más formidable de nuestra historia. Hernández retomó la tradición poética gauchesca que había iniciado Bartolomé Hidalgo, (es su Homero, le escribió Mitre en respuesta al obsequio que Hernández le hizo de un ejemplar a pesar de sus manifiestas diferencias políticas). «Hidalgo es su Homero», escribió Mitre, pero a diferencia del fundador de la literatura gauchesca, Hernandez en lugar de valerse del lenguaje de los paisanos del campo para divertirse o componer personajes pintorescos, creó una voz, un hombre y un destino con su épica y su tragedia. ¿Cómo fue naciendo Martín Fierro? Misterios de la creación poética. Lo que sabemos es que Hernández no lo tenía «guionado», Fierro fue creciendo al ritmo de las estrofas de seis versos de ocho sílabas, el segundo verso rimando con el quinto y el sexto; el tercero, con el cuarto; el primero, siempre libre; los dos últimos versos habitualmente sentenciosos porque una de las riquezas del Martín Fierro son los aforismos. Para entonces, Hernández tenía alrededor de 40 años y una historia de batallas, excursiones guerreras, campamentos levantados en la soledad del campo. Sus ojos se habituaron a contemplar la tragedia humana, hombres valientes que morían sin quejarse, soldados que peleaban sin pedir ni dar cuartel, victorias guerreras con sus euforias y derrotas con sus costos de sangre y sufrimientos. Charlas al lado del fogón o del improvisada fuego en medio del campo, con gauchos sufridos acompañadas de un cigarro, una botella de caña y confidencias discretas confiadas horas antes de una batalla. Es probable que todas esas imágenes se le hayan presentado mientras escribía su alegato y, como se dice en estos casos, Dios y el Diablo le fueron dictando las palabras. Hay que volver siempre al Martín Fierro, disfrutar de esa amistad estoica y leal entre hombres, como fue la de Cruz y Fierro, amistad nacida en esa noche que tal vez sea la noche más importante de nuestra literatura nacional, la noche en la que el sargento Cruz abandona la partida y decide pasarse al lado de Martín Fierro. «Tal vez en el corazón/ le tocó un San Bendito/ a un gaucho que pegó el grito/ y dijo «Cruz no consiente/ que se cometa el delito/ de matar ansí a un valiente». O esa escena que John Ford o Tarantino hubieran pagado para filmarla, como es el momento en el que Fierro salva la vida de la cautiva trenzándose en un duelo mano a mano con un indio que acaba de degollarle al hijo. ¿Qué pasó después entre la cautiva y Fierro? ¿Hubo algún amorío mientras regresaban desde el desierto? Lugones, Rojas y Gálvez lo discutieron en una mesa redonda. Dijeron muchas cosas, pero pasando en limpio, Lugones aseguró con su estilo cortante que el héroe es siempre un caballero y jamás le faltará el respeto a una dama. Más relativista Rojas, sugiere que el héroe puede permitirse una licencia amorosa consentida pero jamás la va a contar, porque es discreto. Gálvez estima que Hernández prefirió dejarnos con la duda. ¿Y la amistad entre Cruz y Fierro? Es una de los grandes logros del poema. Esa amistad entre hombres, como la de Tom Swayer y Huckleberry Finn, o la de Sancho y el Quijote, o la de Holmes y Watson. Hay que volver al Martín Fierro. Divertirse y reflexionar sobre nuestra condición de argentinos leyendo los consejos del Viejo Vizcacha. O esa breve descripción del indio con su coraje y su lanza: «Tiemblan las carnes al verlo/ volando al viento la cerda/ la rienda en la mano izquierda/ y la lanza en la derecha/ donde enderieza abre brecha/ pues no hay lanzazo que pierda». O simplemente disfrutar leyendo uno de los grandes momentos de la literatura nacional: «Cruz y Fierro de una estancia/ una tropilla se arriaron/ por delante se la echaron/ como criollos entendidos/ y pronto sin ser sentido / por la frontera cruzaron./ Y cuando la habían pasao/ una madrugada clara/ le dijo Cruz que mirara/ las últimas poblaciones/ y a Fierro dos lagrimones/ le rodaron por la cara».