Tabaré Vázquez marchó al silencio después de dar su última batalla contra el cáncer. El mejor oncólogo de Uruguay anunció en una conferencia de prensa que padecía cáncer y sin dramatismo dio a entender que el resultado era previsible. Digamos que hasta en su último acto Tabaré se preocupó por dar la cara, aunque ello incluyera la peor noticia respecto de su vida. El actual presidente de Uruguay, Luis Lacalle Pou, lo despidió con palabras cálidas y limpias. Ni indiferente ni sentimental: sobrio y justo. Como corresponde. Brindando una lección de humanismo y una lección de calidad democrática. Tabaré se lo merecía. Fue un excelente profesional, un político honorable y quienes lo conocieron aseguran que fue un gran tipo. Su familia reclamó que el velorio sea íntimo por respeto a la pandemia. Lo destaco sin dar más detalles ni hacer comparaciones porque estimo que son innecesarias. Tabaré Vázquez había nacido en 1940 en el barrio popular de La Teja. No pasó hambre en su infancia, pero la suya no fue la niñez de un chico rico. Su padre era un trabajador orgulloso de su condición. Alguna vez le dijo a su hijo: no te puedo dejar una fortuna, pero te voy a dejar dos cosas: educación y un apellido limpio. Ochenta años después Tabaré le deja lo mismo a sus hijos: educación y apellido limpio. Como le gustaba decir: soy un hombre de códigos. Los códigos para él no eran los de los mafiosos, sino los de los hombres de bien: honradez, rectitud en los procedimientos, respeto a la gente y, sobre todo, respeto a la palabra empeñada. Como oyeron: Tabaré era un hombre de palabra. Se podía o no estar de acuerdo con él, pero lo que nunca sus adversarios pudieron decir es que alguna vez traicionara su palabra. Socialista, laico, masón, presidente de Uruguay por una coalición política que mayoritariamente apoyaba el aborto, advirtió desde el primer día que él estaba en contra, no por razones religiosas sino como profesional de la medicina. Y cuando tuvo que decidir vetó la ley, sabiendo que la gran mayoría de sus compañeros de coalición estaban en contra. Pero eran sus convicciones y las cumplió cuando hubiera sido mucho más cómodo sumarse a la mayoría. En lo personal, yo estoy a favor de la despenalización del aborto. Y en principio la decisión de Tabaré «me hizo ruido», como se dice. Pero jamás puse en dudas su honorabilidad, porque a esta altura del partido prefiero a un político que cumpla con su palabra aunque yo esté en contra, que un político que antes de decidir mira las encuestas para decidir o, lo que es peor aún, se someta a los humores del poder de turno y hoy dice una cosa y mañana dice exactamente lo contrario. Los códigos éticos de Tabaré eran otros. Todos los conocían: sus amigos y sus adversarios. Sus convicciones no contradecían sus preferencias por el acuerdo, el respeto puntilloso a las opiniones políticas de los otros y su fe en los beneficios de la libertad. Como los viejos socialistas argentinos, Tabaré se jactaba de ser un político de manos limpias y uñas cortas. Cuando una manifestación lo interpeló en la calle le dijo a los cabecillas: «Saben que puedo abrir la boca porque soy honesto». Nadie lo contradijo. Estaban enojados, pero Tabaré era Tabaré. Como le gustaba decir a nuestros mayores: un hombre de bien. Y esa virtud a la corta o a la larga se reconoce. Y pareciera que más allá de aciertos y errores, suele ser la virtud preferida por la historia. Es verdad, Tabaré fue un político decente, pero para completar la semblanza hay que decir que fue un intendente y un presidente con sensibilidad social, preocupado por todos, pero en particular por los más débiles, por aquellos a quienes el destino, la sociedad o incluso sus propios errores los dejó en la intemperie de la pobreza. Hace unos cuantos años conversé con él en un bar de Santa Fe. Hablamos de política, por supuesto, pero después nos quedamos conversando sobre la vida de algunos uruguayos que son mi debilidad. Me refiero a Carlos Quijano, el fundador de esa revista extraordinaria que fue «Marcha», y a quien juzgo uno de los grandes escritores del Río de la Plata: Juan Carlos Onetti. Conversar de literatura con un presidente no suele ser lo más habitual, pero ocurre que Tabaré no era un presidente habitual. O, me pregunto: ¿Acaso no será al revés? ¿No será acaso que Tabaré, Sanguinetti, Mujica, Lacalle (con todos ellos alguna vez hablé) son presidentes «habituales», pero nosotros, los argentinos, a ese hábito lo hemos perdido? Vaya uno a saber.