Nunca se sabrá si el delito privado es el que articula asociaciones con el poder político o, a la inversa, el poder político es el que se conecta con el delito privado para hacer buenos negocios. Lo que sí se sabe es que la sociedad existe: que narcotraficantes, contrabandistas, piratas del asfalto o lo que sea, cuando adquieren cierto nivel de desarrollo necesitan de jueces, fiscales, estudios jurídicos y contables, además de políticos, para consolidar y ampliar sus redes delictivas que ahora empiezan a adquirir el tono de redes de poder. Esta suerte de maridaje entre delito y política incluye a los rufianes de la Zwi Migdal, la mafia de Chicho Grande, las andanzas de Yabrán hasta el reciente escándalo que sacude a la provincia de Santa Fe protagonizado por fiscales, jueces, políticos, tahúres de la noche y la ya mítica banda de Los Monos que, como los hechos lo demuestran, son algo más que una familia villera y marginal dedicada a negocios ilegales, porque si alguna vez lo fueron, hace rato dejaron de serlo, por más que algunos comedidos se empeñen en reducir las redes del narcotráfico a inofensivos ladrones de gallinas. La relación entre delito y política no es nueva y mucho menos original. Gracias a esta «creación» social hemos podido disfrutar de excelentes películas, atrapantes novelas y obras de teatro, incluido canciones bizarras y poemas épico. Agradecidos los lectores, pero como la realidad más de una vez se empeña en ser superior a la ficción, descubrimos para nuestro desconcierto y temor que la más truculenta novela o película comparado con lo que ocurre, según nos cuenta el ex fiscal Ponce Asahad, adquiere el tono cálido y apelmazado de Caperucita Roja. Por lo pronto algunas lugares comunes nos conmueven: ajustes de cuentas en casinos, ejecuciones en la calle, reuniones con protagonistas del hampa en despachos judiciales y políticos, cálidos nidos de amor en eróticas cabañas isleñas. Con insumos parecidos en Colombia o en México se filmaron taquilleras series televisivas. Lo sucedido en estos días en la provincia de Santa Fe son apenas los primeros capítulos de una historia que promete ir creciendo en suspenso. Retornado a las monotonías de lo real, lo que contemplamos no es nada diferente a lo que ocurre cotidianamente en El Calafate o en la Recoleta porteña. Nada diferente, pero con matices que merecen destacarse. En las trapisondas de El Calafate o Puerto Madero los responsables -por lo menos durante la denominada década ganada- suelen ser las máximas autoridades del poder político, mientras que en Santa Fe, nobleza obliga, el gobernador de la provincia no aparece ni como jefe ni como protagonista, lo cual no es una diferencia menor. Lo que sí se repite es la clásica estrategia del poder K para relativizar sus culpas: «Nosotros somos ladrones, pero todos son ladrones». En efecto, también en Santa Fe los políticos involucrados lo primero que dijeron a través de sus voceros visibles e invisibles que se trata de responsabilidades «transversales», una creación geométrica destinada a fortalecer el principio básico: todos somos ladrones, principio que alienta la siguiente conclusión: si todos somos ladrones todos somos inocentes. Pues bien, en Santa Fe, y hasta tanto se demuestre lo contrario, los políticos involucrados pertenecen a un exclusivo tono político. No son todos, claro está, incluso es posible que sean una minoría, pero su filiación política es «monocorde» ¿Es necesario nombrar esa identidad política? Supongo que no. Que no es necesario. ¿Para qué? Si todos lo sabemos.