La señora Alicia Castro señalando con el dedo a un funcionario del gobierno porque no aplaudió a Cristina, o por lo menos no lo aplaudió con el entusiasmo que ella considera que se debe aplaudir a una jefa. He aquí un gesto que Bioy Casares y Borges hubieran deseado incluir en ese notable relato titulado «La fiesta del monstruo». He aquí una frase que describe no solo una posición política, sino una visión de la vida, del mundo y, muy en particular, una concepción del poder fundada en el verticalismo, la idolatría, la sumisión y la renuncia a la libertad. He aquí una frase que sintetiza una ideología con sus prejuicios y sus atavismos, con sus promesas de paraíso y sus temporadas en el infierno. Siempre sospeché que el populismo suele expresarse en escenas donde lo grotesco se confunde con la farsa y en algunos casos con la tragedia. No hay populismo sin «fiesta». Y esa «fiesta» evoca la gesta viscosa de la Corte de los Milagros. Como toda visión «totalizante», el populismo se expresa a través de una estética, una de cuyas manifestaciones preferidas son estas «fiestas populares» en la plaza con el líder o la jefa arengando desde el balcón » a las masas», para quienes la única libertad que les está autorizada es vivar al líder o a la jefa. La misma señora Castro que fisgonea acerca de la mayor o menor intensidad de los aplausos, es la que defiende a capa y espada la dictadura de Venezuela. ¿Contradicción o coherencia? Y mientras pondera a Maduro, Castro, el Che Guevara, Perón, Evita y Cristina, no se priva de exhibir un vestuario cuyo valor supera generosamente el sueldo anual de un trabajador. Y para que no queden dudas de quién es y desde dónde habla, vive en uno de los edificios más caros y paquetes de la ciudad de Buenos Aires, confirmando con cada uno de sus actos cotidianos (que son algo más que una anécdota porque nada en la estética populista es inocente o está librado al azar) que su identificación con Cristina es absoluta e incluye desde la política a los detalles, desde los alineamientos internacionales a la elección de un vestuario que define -a contramano de la verborragia igualitaria- un sentido de clase y establece la distancia que hay entre los que mandan y los que obedecen, entre la retórica y el compromiso real, la misma distancia «geográfica» que existe entre Puerto Madero y las villas miserias del Conurbano que dicen representar y donde, para curiosidad y asombro de sociólogos, los votan con inocente y ruidoso desparpajo.