Lunes 28 de diciembre 2020

Más allá de fraudes, manipulaciones y operativos oportunistas, los derechos humanos siguen siendo una causa noble, una causa que la humanidad fue construyendo con dolor, con esperanza, con afán de justicia. Una causa que los hombres libres no debemos renunciar porque en ella se juega no sé si el destino de la humanidad pero sí un estilo, una calidad de vida sin la cual la misma vida nos resultaría muy penosa, muy desdichada y, sobre todo, muy injusta.
Ante todo una aclaración o advertencia: Puede que los derechos humanos sean una bandera o una causa o un ideal, pero en todos los casos comprometen a la condición humana y se afirman en dos principios decisivos. Primero: la vida es sagrada y ninguna coartada del poder, de derecha o de izquierda, puede justificar la muerte. Segundo: los hombres y las mujeres somos libres, merecemos ser libres. Sin estos dos principios: la vida y la libertad, no hay derechos humanos. O si los hay declarativamente, están mutilados o son banderas de una facción que se escuda en el indudable prestigio que el término ha ganado en la historia para ejercer el poder y someter y explotar en su nombre. Tan injusto y tan perverso como la violación de los derechos humanos es su manipulación. Y al respecto no avanzo más porque ustedes saben muy bien de lo que estoy hablando.
Alguna vez, hace muchos años, di una clase en la que me propuse reflexionar desde la literatura sobre las causas que dieron nacimiento a garantías y libertades destinadas a asegurar la vida y la libertad. Intentaré recuperar desde la memoria de un hombre de setenta años aquellas palabras que dijera en clase una tarde de lluvia que hacía frío, los pasillos de la facultad estaban casi desiertos, pero en el aula había esa calidez que se crea cuando las personas conversan sobre temas que les importan.
Hablamos entonces sobre tres o cuatro novelas, todas leídas en mi adolescencia y por lo tanto inolvidables, como son inolvidables los lugares de esas lecturas, porque en estos casos la memoria se parece mucho a una fotografía. Recuerdo, por ejemplo, esas siestas de enero en el comedor de casa, recuerdo la penumbra y el sillón y yo con el libro en la mano. O aquellas noches desveladas, cuando todos duermen y la única luz de la casa es la de mi lámpara.
La primera novela que menciono es “El conde de Montecristo”, de Alejandro Dumas, novela que supongo que todos en algún momento leyeron. Me detengo en el primer capitulo y el primer párrafo. La mañana luminosa del 24 de febrero de 1815, cuando llega al puerto de Marsella desde Esmirna el bergantín Faraón. En ese barco regresa el personaje central de la novela, Edmund Dantés, joven, generoso, noble, valiente y buen mozo. Dantés es además un “puro”; ama y cree y por esa pureza pagará un precio altísimo. En el puerto lo esperan una novia enamorada, padres que lo aman y amigos leales. Dantés supone que la felicidad más que una promesa es una realidad. Lo quieren, lo respetan, lo reconocen. Y de pronto el infierno. Una suma de intrigas, de mal entendidos, de canalladas, cobardías y casualidades trágicas transforman al joven luminoso en un personaje turbio, en un reo al que se le asigna el más duro de los destinos, la pena carcelaria más prolongada y despiadada. Los mecanismos de la dominación y el poder se cierran sobre su vida y el que parecía tenerlo todo ahora no tiene nada. Ni siquiera la libertad. Jueces, policías funcionarios, “amigos”, incluso su amada, se confabulan de una manera u otra, por ambición, por perversidad o por cobardía para condenarlo a la muerte civil. Sabemos el desenlace: Edmundo Dantés padecerá más de diez años de cárcel en un presidio levantado en una isla en medio de la nada. Más que un presidio, un infierno.
Acá me detengo porque el objetivo no es contar la novela o cómo Dantés se transforma en el Conde de Montecristo e inicia su venganza, venganza cuyo dato más importante no es tanto si la cumple o no, como todos los dilemas morales que se le presentan para poder realizar lo que considera una causa noble. Precisamente, el encanto de la novela son estas contradicciones que presenta la vida para hacer justicia.
¿Qué tiene que ver todo esto con los derechos humanos? Lo primero que hay que decir al respecto es que en esa sociedad en la que vive Dantés no existen estos principios que hoy se conoce como garantías individuales, presunción de inocencia, derecho a la defensa en juicio. No existen y además no existen las instituciones encargadas de hacerlos cumplir. Dantés es condenado por la arbitrariedad del poder, por una suma deliberada de intereses y pasiones que se conjuran en su contra y nada puede hacer para eludir esa encerrona.
Entonces, cuando en la actualidad nos fastidian las trabas procesales, la lentitud a veces exasperante de la justicia o notorios abusos que en nombre del derecho realizan delincuentes convictos y confesos, nunca perdamos de vista que esas garantías se instituyeron en su momento para impedir que un hombre libre, valiente y bueno como Dantés sea condenado.
Ahora vamos a José Mármol y su novela “Amalia”, una de las grandes novelas de la literatura argentina más allá de ciertos excesos retóricos. “Amalia” también tiene un punto de partida fechado. Y ese inicio es uno de los grandes logros literarios de Mármol. “El 4 de mayo de 1840, a las diez y media de la noche…” dice la primera frase. Ya tenemos el año, el día y la hora. Impecable. También nos enteramos en el acto que un grupo de hombres se prepara para salir de una casa. Estamos en Buenos Aires en los años más difíciles de rosismo. Estos hombres han decidido exiliarse en Montevideo. Son opositores a Rosas y suponen que no hay otra alternativa que luchar desde el exterior para liberar a Buenos Aires de la tiranía, una suposición que Daniel Bello, uno de los principales protagonistas, no comparte pues considera que a Rosas se lo debe combatir en el país, una diferencia que da cuenta de matices pero que también incluirá desenlaces dramáticos. Una advertencia. No viene al caso debatir ahora si la causa de estos hombres que se preparan sigilosamente para salir de la casa y marchar al exilio, es o no justa. Admitamos literariamente que por ahora lo es. Mientras se trasladan de un cuarto al otro, uno de ellos advierte: “Todavía una precaución más”. Extraordinario. En el arranque de la novela ya tenemos desplegado las principales escenas, el nudo de los conflictos y el suspenso. ¿Por qué esas precauciones?, se pregunta el lector? ¿Qué pasa?. Después empiezan a insinuarse algunas respuestas. Se exilian y esa decisión puede llegar a costarles la vida si la Mazorca se entera. O si alguien los traiciona. Conocemos ese desenlace. Cuando estos seis o siete hombres llegan a las orillas del río de la Plata, una partida de mazorqueros los ataca y se inicia la matanza en la que degüellan a los desdichados opositores. Solo uno de ellos resiste. Se llama Eduardo Belgrano y es sobrino del general. El héroe romántico clásico: pálido, valiente, buen mozo, viste de negro y sus hermosos ojos oscuros están marcados por profundas ojeras. Belgrano pelea con coraje peor en algún momento es herido y cuando los dos mazorqueros están a punto de degollarlo, aparece Daniel Bello, que mata a un mazorquero mientras el otro huye. Dije que Daniel Bello es un gran personaje de la literatura. Opositor a Rosas pero desde el interior del rosismo, lúcido, enamorado fiel y amigo leal. Daniel tiene una prima. Se llama Amalia. Es joven, hermosa y viuda. Pertenece por linaje a la alta sociedad tucumana de donde salieron Alberdi, Lamadrid, Avellaneda. Amalia vive sola, asistida por el personal de servicio, en una lujosa residencia de la mítica Calle Larga, “Barracas al sur”. Después de salvar de una muerte cierta a su amigo Belgrano, Daniel lo trasladará herido a la casa de su prima. Y allí se inicia el romance -trazado con las líneas del romanticismo- entre la hermosa tucumana y el gallardo joven que lucha contra la tiranía de Rosas, romance que habrá de concluir trágicamente porque la Mazorca no perdona y su red de confidentes, alcahuetes y corrompidos es poderosísima. Y porque el romanticismo los héroes siempre mueren.
¿Y la relación con los derechos humanos? Esta presente de manera visible e invisible a lo largo de toda la novela. Por un lado hombres que luchan contra el tirano en defensa de la libertad de la patria. Por otro lado, un régimen donde todas las decisiones las toma el dictador, incluida la decisión de matar al disidente. El puñal de la Mazorca ejecuta, pero detrás de la Mazorca está Juan Manuel y su siniestra cuñada.
En esa Buenos Aires de 1840 no hay libertades ni estado de derecho, lo cual en la novela es evidente desde el principio. Pero al mismo tiempo hay una conciencia política para luchar en defensa de esas libertades perdidas, libertades que incluyen el derecho a la vida, a no morir degollado como una res, pero en un plano más elaborado, el derecho a tener derechos. Quiero decir, a modo de cierre, que el otro personaje formidable pintado por Mármol es Juan Manuel de Rosas, un personaje que Mármol detesta, pero por esos efectos contradictorios que influyen en los grandes escritores (pensemos en el Facundo de Sarmiento) ese Rosas adquiere los tonos de un personaje fascinante.
Aquella tarde y para reflexionar sobre los derechos humanos hablé de Camila O’Gorman, de “Oliverio Twist”, de Charles Dickens y de “Germinal”, de Emile Zola. Pero esos capítulos lo dejamos para mejor ocasión.

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