Hubo un tiempo en que la señora Cristina hablaba desde la tribuna y el atril y se suponía que el país entero se detenía extasiado a escucharla. Hubo un tiempo en que la Señora bailaba en los escenarios, mientras en otras ciudades la policía apaleaba trabajadores. Ahora parecería que ese pasado, algo tropical, algo caribeño, se confunde cada vez más con leyendas o con pesadillas cargadas de brumas y sombras. La Señora ahora no habla, o no habla tanto, pero, como madame du Deffand o la marquesa de Merteuil o, por qué no, alguna sugestiva heroína de Manuel Puig, escribe cartas.
Parece que detrás del jolgorio, de las manifestaciones de idolatría, de los aplausos tan espontáneos como obligatorios, hay algo que se insinúa, algo que merodea, algo que ni las más prolijas puestas en escenas alcanzan a disimular. Puede que la Señora no haya sido atravesada por el aguijón de la duda, pero me temo que el «miedo», ese sentimiento frío y oscuro que lady Macbeth, por ejemplo, en algún momento llegó a presentir, acecha a su alrededor.
¿La Señora tiene miedo? Una buena pregunta para quien concibe la política como el ejercicio impiadoso del poder. ¿En verdad tiene miedo? Supongo que cualquiera lo tendría en su lugar. Ella, por supuesto, no es «cualquiera», pero lo cierto es que en cierto tono de sus palabras, en ciertas expresiones de su rostro, ese escalofrío por algún lugar parece asomarse.
Imaginemos El Calafate, su lugar en el mundo. Sola. Afuera es noche cerrada y desde su cuarto los árboles parecen sombras y detrás de las sombras presiente que hay más sombras. Y más allá, guardias armados. Es la hora del reposo, la hora inmensa y solitaria cuando las preguntas se quedan sin respuestas, las palabras parecen despojadas de sonidos y los silencios se prolongan insomnes a lo largo de los laberintos de la noche. ¿La Señora tiene miedo? No es el presente, no es el pasado, es el futuro el que tal vez la acongoje. Un futuro cada vez más inmediato, inevitable como la llegada del alba, el paso implacable de las horas, la salida pálida del sol detrás de los glaciares. ¿Cómo escapar a la fuerza de las cosas? ¿Cómo eludir las celadas del destino, las zancadillas de la suerte?
¿La Señora tiene miedo? ¿Por qué no? En el bullicio de la mañana, en el estrépito de los actos públicos, rodeada de una corte de serviles, todo parece consistente, sólido, eterno como las nieves de la montaña o como ese viento que sopla impiadoso en la Patagonia despojada y lejana. Y, sin embargo, a veces un rumor, un murmullo, algo así como un helado estremecimiento parecido a un temblor, el leve anticipo de una pesadilla que impide conciliar el sueño, la sobresalta o la estremece. Cuánta oscuridad, cuánto silencio, cuánta soledad, cuánto frío.
¿La Señora tiene miedo? No lo puede gritar, tampoco puede contarlo o escribirlo, pero sospecha que está allí, agazapado entre las sombras del cuarto, insinuándose en la vacilante luz de los espejos, palpitando como un animal dormido entre las tinieblas, implacable y tenaz, sólido como una roca, como un muro, como el cerrojo de una puerta que se cierra para siempre, imponente como las espaldas de una multitud que de pronto ha decidido retirarse y dejarla sola, rodeada de fantasmas y de espectros. Lo peor de todo es la oscuridad y el silencio; la soledad y el vacío. Donde antes había luz, ahora hay sombras; donde antes había risas y voces, ahora hay lágrimas apagadas y sollozos invisibles; donde había multitudes, ahora hay desolación, como si la tierra se hubiera transformado en una estepa helada o en un planeta desierto.
¿La Señora tiene miedo? A la palabra no la nombra, pero sabe muy bien que el miedo sigue allí, empalagoso, empecinado, paciente. Está a su lado, muy cerca suyo, tal vez dentro suyo. No lo ve, no lo percibe, no lo escucha, pero Ella sabe que sigue allí como un centinela, como un perro de presa, silencioso y amenazante, sigiloso como un ofidio y real como la náusea. La fiesta terminó y hay que pagar los gastos. Todos. Los de Ella, los de Él y los de los otros. Familiares, amigos, hijos y entenados. Todos. Lo sabía, siempre lo supo, incluso en medio del jolgorio, mucho antes de que la orquesta iniciara el baile. Nada es eterno. Mucho menos el poder y la gloria. Ella y Él lo sabían. O por lo menos lo presentían. Pero ahora Él no está. Y Ella se quedó sola. Ahora entiende cuando alguien que no recuerda le sugirió que a veces lo peor no es la muerte. Él se fue, pero sonríe feliz desde las estatuas, los monumentos, las avenidas y autopistas que lo honran. Su nombre resplandece luminoso y radiante en los edificios públicos. ¿Para qué? ¿Por qué? No lo sabe; no tiene respuestas, salvo la certeza de saber que la que se quedó sola fue Ella. Sola y perdida como un astronauta en la noche inmensa.
¿La Señora tiene miedo? ¿Miedo por su hijo, miedo por su hija, miedo por los amigos de su hijo, miedo por los amigos de Él y miedo por los socios que Él y Ella eligieron? ¿Miedo de quedarse sola? ¿Miedo de rendir cuentas por lo que pasó con un señor llamado Lázaro, por otro que responde al nombre de Amado y otros a quienes se los conoce con los nombres de Cristóbal, Julio, Ricardo, José? ¿Miedo porque el poder va y viene? Y porque en el juego del poder Mandinga maneja el naipe y las traiciones están a la orden del día.
¿La Señora tiene miedo? Ha intentado leer para distraerse, pero sucede lo de siempre: los libros aburren, cansan, resultan demasiado complicados. ¿Para qué leer si hay gente pagada para eso, para que le transmitan un rato antes de los discursos, en palabras sencillas y breves, las citas oportunas, las referencias a episodios que desconoce o en los que estuvo ausente? ¿Para qué? No. No hay verdad en los libros. Zapatos stiletto dan más satisfacciones. Ni hablar de una cartera de Vuitton. ¿Libros? Opacos, monótonos, feos. Todo lo contrario a un reloj de oro. O un collar de perlas. En estos temas no hay vuelta que darle: un cambio de vestuario es siempre superior a un cambio de relato, o a un cambio de domicilio, o a un cambio de lectura. Claro que no estaban equivocados los compañeros cuando en los buenos tiempos cantaban a voz en cuello: «Alpargatas sí, libros no». ¿Alpargatas? No para Ella, por supuesto.
Y mientras tanto las horas caen como plumas, se deshacen como copos de nieve, revolotean débiles en el viento, se escurren entre el césped del parque de la mansión, entre el follaje de los árboles. Es la hora de la melancolía y la tristeza; de la soledad y el desvelo; del insomnio y la culpa. Drummond de Andrade dice que es la hora de la tristeza de Dios, pero a nosotros nos alcanza con saber que podría ser la hora en la que el poder se revela impotente y la riqueza, inútil. Es la hora en la que se presienten la rendición de cuentas, las explicaciones sin coartadas, sin justificaciones, sin recursos retóricos.ß