Leo mucho, soy desordenado con mis lecturas, recorro temas diversos y me dejo llevar por los entusiasmos del momento. No sé si es lo aconsejable, pero no escribo estas líneas para dar consejos. De todos modos, entre tanto desorden algunos cuantos momentos de placer disfruto. A veces una novela, a veces un ensayo, a veces un relato o un poema. Si es verdad que el fin de año es el momento de los balances, a un lector compulsivo como yo le corresponde hacer el suyo. ¿Qué libros me gustaron en 2020? Empiezo por el último de la lista: “El infinito en un junco”, de Irene Vallejo. Un ensayo en el que la calidad de la prosa se conjuga con la calidad de la investigación. ¿Tema? La historia del libro, desde los tiempos de Alejandro hasta los tiempos modernos, pasando por los egipcios, los griegos y los romanos; desde los tiempos de las tablillas, el papiro y los pergaminos hasta el papel; desde los tiempos de los copistas hasta la revolución de la imprenta. La escritura de “El infinito en un junco” es magnífica, como es magnífico el tono de Vallejo para transmitirnos su amor por los libros. “El infinito en el junco” es un cálido y conmovedor homenaje al libro y a la lectura, un tributo digno y oportuno que pudimos leer en este 2020 atravesando por una insólita pandemia y cuando no faltan los agoreros que hablan, como en la pesadilla de Bradbury, del fin de la lectura y el fin de los libros . Dicen que el título original era “Una misteriosa lealtad”, frase de Borges en la que agradece que en el mundo haya libros y haya lectores. Y que gracias a los libros la humanidad ha podido conservar la memoria de los tiempos, los saberes adquiridos, las pasiones y los momentos de felicidad y de desdicha que nos acompañaron y que de alguna manera constituyen nuestra identidad histórica.
Debate inconcluso y en algún punto estéril discurrir acerca de si a un buen libro lo definen los primeros párrafos, pero en “El infinito en un junco”, esos primeros párrafos son maravillosos y en algún punto conmovedores. Vallejo nos relata el asombro de campesinos, aldeanos, gente del pueblo, hombres rústicos y mujeres agobiadas por la pobreza y los rigores de la vida contemplando a columnas de soldados que atraviesan pantanos, selvas, ríos, padecen las inclemencias de la naturaleza, son víctimas de enfermedades y ataques de bandas de saqueadores, riesgos corridos no para conquistar territorios, someter esclavos, obtener metales preciosos sino para recuperar libros abandonados en viejas ciudades o en viejas fortalezas. Increíble. Ejércitos de conquistadores integrados por mercenarios despiadados pero cuyo botín en este caso es el libro, libros que Alejandro Magno ha ordenado a sus tropas que recuperen como sea y contra quien sea y trasladen a la ciudad que después vamos a conocer para la historia de los tiempos con el nombre de Alejandría, la ciudad de los amores de Marco Antonio y Cleopatra, la ciudad que inspiró a Lawrence Durrell el célebre cuarteto, la ciudad donde Constantino Cavafis escribió sus mejores poemas.