Para alguien que ha decidido hacer de la escritura el motivo más inspirador de su vida, un balance del año que se va incluye necesariamente una evaluación acerca de lo que hizo y dejó de hacer. El 2020 fue un año desgraciado por los motivos que todos conocemos, pero en un plano muy personal debo admitir que la cuarentena más larga del mundo me permitió escribir mucho más de lo que hago habitualmente. Previo a la llegada del maldito virus concluí la novela “Tucho y Macoco”, es decir, la parte segunda de “Derecho Viejo”. La primera persona de la novela es Macoco, un señor muy elegante, residente en el muy patricio barrio sur de la ciudad, como le gusta decir, y orgulloso de su linaje familiar. Macoco es un caballero conservador porque así lo fueron sus padres y sus abuelos, solterón a pesar de las presiones de sus tías para que se case con una niña que ya ha dejado hace rato de ser niña. Desde hace por lo menos veinticinco años se desempaña como Jefe de Protocolo y Ceremonial de la facultad. Tucho por su parte es el concesionario del bar, pero es en realidad el hombre más importante de la facultad, el que decide todo aquello que los decanos, los profesores, incluidos los dirigente estudiantiles y los sindicalistas “no docentes” no saben o no pueden hacer. La novela trata de esa relación alegre, frívola, amena, pero en algún punto trágica entre estos Tucho y Macoco, aunque como en “Derecho Viejo”, la protagonista central de la novela es la facultad.
En febrero estuve casi todo el mes en La Cumbre y allí escribí una novela de no más de cuarenta mil palabras que se titula “Mala suerte”. Un gangster “retirado” reflexiona acerca de su pasado, desde sus inicios en los suburbios, sus primeras incursiones en el delito, hasta su consagración como “gerente” del juego y la prostitución en la zona y sus conexiones con Buenos Aires y Europa. Inteligente, impiadoso, cínico, en algún momento de su vida este jefe del hampa se entera de que es padre de una joven, hija de la única mujer que quiso en su vida y que tuvo un fin trágico. Nuestro gangster, solitario y desengañado de todo, desea establece alguna relación con su hija, pero ella lo rechaza en principio porque conoce sus antecedentes. El otro problema es que la chica pertenece a una organización guerrillera de izquierda, una decisión política que a nuestro gangster no le va ni le viene porque n o cree en nada y recela de todo, pero sí le preocupan los riesgos que su hija puede correr en un emprendimiento que para él, además de ser lo más parecido a una locura solo la puede conducir a la muerte. El gangster a lo largo de la novela moverá desde las sombras influencias legales e ilegales para que esto no ocurrra aunque, como él ya lo presiente: “Podré salvarla una vez, dos veces, tres veces, pero no podré salvarla siempre”. No cuento el final por cábala.
En la última semana de febrero viajé a Granada donde me “agarró” la cuarentena y estuve casi cuatro meses encerrado en el Colegio Mayor más antiguo de la ciudad y de España, un edificio construido a fines del siglo XVI. No la pasé mal, dispuse de comodidades y tiempo para estudiar, leer, escribir y conocer nuevos amigos. Viajé a Granada para realizar una investigación sobre el asesinato de García Lorca y la pandemia me “ayudó” a consultar más libros y folletos que los que habría consultado si me hubiera tocado vivir tiempos normales. En el Colegio donde pasé mi temporada de encierro alguna vez estudió García Lorca y en una columna está su nombre tallado con su navaja. Pared de por medio, está el edificio de la facultad de Derecho que en 1936 fue la comandancia a la que fue trasladado Federico antes de que lo asesinaran. Al frente del Colegio aún existe la funeraria donde velaron a su cuñado, alcalde republicano de Granada, fusilado el misma día a que a Federico lo detuvieron. A dos cuadras del Colegio Mayor se levanta la casona de la familia Rosales, la misma en la que estaba alojado Federico cuando fue detenido “a las cinco de la tarde” de un domingo de otoño de 1936. A la vuelta la plaza Santísima Trinidad donde Federico paseaba y compraba cigarrillos en un almacén que ya no está. Quiero decir que en esa Granada silenciosa, desierta, triste, me sentí muy cerca de Federico. Leí mucho libros, tomé apuntes, hice consultas a viejos granadinos que no vivieron aquellos episodios de agosto de 1936 pero los conocen de primera mano porque se los contaron sus padres y sus abuelos. El ensayo sobre las diferentes hipótesis de la muerte de Federico está escrito, pero en el camino escribí una novela que titulé “Triste y dulce resplandor de Granada”. Una pareja de jóvenes argentinos, Natalia y Miguel, llegan a España un par de semanas antes de que se desate la pandemia. Miguel está becado para investigar la sobre la caída de Granada en manos de los reyes católicos y Natalia viaja con él porque se suponen que están enamorados, pero al mismo tiempo dispuesta a hacer gestiones con editoriales españolas porque en Santa Fe ella es dueña de una librería. Los sorprende la pandemia, la luna miel programada se viene abajo, a Natalia la llaman desde Santa Fe porque su madre está sola y muy angustiada. Él decide quedarse una semana más para resolver algunas cuestiones académicas pero cuando decide regresar los vuelos están suspendidos. Miguel se quedará en Granada hasta que alguna vez la pandemia le permita regresar. La situación de ellos se complica porque por un lado Natalia recién termina de separarse de su marido por lo que cuando vuelve a Santa Fe y se declara la cuarentena no le queda otra alternativa que compartir la casa con él con quien mantiene una relación “civilizada”. Por su lado, Miguel vivirá en el Colegio compartiendo el retoro con una amiga de muchos años, la misma que en su momento le gestionó desde Granada la beca. Una pareja: Natalia y Miguel. Un viaje a Granada. La pandemia que los separa. Y las alternativas no queridas de esa separación: Natalia con su ex marido y Miguel con su amiga. Pasan cosas que no las voy a contar y colorín colorado este anticipo ha terminado.
Ahora estoy escribiendo la cuarta novela sobre Pablo Cerdán, el periodista santafesino que ya fue protagonista de “Quién mató al Bebe Uriate”, “Una bala para Tomás Andrada” y “La novela del rector”. Como se podrá apreciar, varias novelas escritas, más algunos cuentos y canciones que improvisé en mis caminatas diarias por las galerías del Colegio Mayor de Granada. Mucha escritura y ninguna publicación. Pero como me dijera alguna vez un amigo: el problema del escritor es la escritura, no su publicación. Tiene razón. Escribirlas me llevó tiempo pero debo admitir que disfruté mientras lo hice. Si se publican o no, no es cosa mía. Están escritas y están archivadas. Me gusta pensar que dentro de unos cuantos años, cuando yo no esté, mis hijos, mis nietos o las novias o los novios de mis nietos en algún momento encontrarán esos papeles y disfrutarán con la lectura de los libros del abuelito que ya está en mejor vida. No es un final malo para un agnóstico.