Crónicas santafesinas

 

I

 

Compartía un café con Luis Brandoni en el bar del Teatro Municipal. Esto ocurrió hace un año y medio, no más, y sin embargo, pandemia mediante pareciera que estoy hablando de un tiempo que se confunde con la eternidad. Conversábamos de teatro, de algunos actores que él conoció en otros años, de algunas obras que se representaron en la ciudad. En algún momento se acordó de la primera vez que vino a Santa Fe y visitó el diario El Litoral. Fue allí cuando conoció a Jorge Reynoso Aldao, entonces crítico de teatro del diario y según Luis, uno de los mejores que ha leído. Brandoni no exageraba. No importa establecer una tabla de posiciones acerca de quién es el primero, el segundo o el tercero, porque lo que importa, más allá de detalles, es que Jorge, o Jorjote, como le decíamos los amigos que lo queríamos, era excelente en lo suyo, esa excelencia que nace del talento, la sensibilidad y el conocimiento.

 

II

 

A Jorge lo conocí a principios de los años ochenta. Yo andaba por los treinta años y el me duplicaba en edad y en unas cuantas cosas más. Nos conocimos en un bar de la galería Colonial. Me lo presentó un amigo que ya no está. Fue una reunión ocasional. Muchos años después le recordaba el episodio y él no lo tenia presente. Obvio. Me correspondía a mí acordarme. El personaje era él, no yo. Pero después llegaron otros encuentros, otros bares, otras mesas, otros pocillos de café. Alguna vez compartimos un programa de radio en LT10 donde él tenía su columna de teatro. Conclusión, fuimos forjando una amistad con todas las dificultades que están presentes en una amistad con tantos años de diferencia. La amistad suele ser una de las felicidades que nos brinda la vida. No es fácil forjarla, pero siempre es posible. Con Jorge nuestra amistad se fue forjando alrededor de las afinidades. Nos gustaban las mismas novelas, los mismos autores, compartíamos una mirada histórica en la que Sarmiento, Alberdi y Mansilla ocupaban roles centrales. Detestábamos a Rosas y desconfiábamos de las caudillos. Acerca del peronismo pensábamos más o menos lo mismo, lo cual en la Argentina es toda una toma de posición ante la vida. Pero sobre todo, compartimos el gusto por los detalles, por las pequeñas historias, las anécdotas menores, los chismes de la política, de la literatura, de la historia. Amábamos a Borges y a Victoria Ocampo. A Mujica Lainez y a Bioy Casares. No pensábamos lo mismo de Saer, pero esa diferencia no afectaba para nada nuestra relación. Por supuesto, Tennessee Williams, Eugene O`Neill, Arthur Miller o Edward Albee expresaban un amplio espacio de acuerdos.

 

III

 

Cuando lo conocí a Jorge hacía doce años, más o menos, que vivía en Santa Fe. Conocía la ciudad, pero mis conocimientos no iban mucho más allá de la ciudad universitaria, los bares de bulevar, las pensiones de estudiantes, el mundillo de la militancia política de izquierda y algo de la vida intelectual. Digamos que no era un forastero en Santa Fe, pero sin duda que, como lo pude apreciar después, lo más importante de la ciudad me faltaba conocer y esa importancia no era un barrio, una calle, una esquina, sino eso que podría decirse la vida íntima de la ciudad, su historia privada, la historia de sus familias, de sus personajes, con sus dramas y comedias. Pues bien, esa ciudad, esa ciudad profunda, esa ciudad con sus historias singulares que trazan de alguna manera su rostro exclusivo, la conocí gracias a Jorge. Y el conocimiento se desplegó a lo largo de años, en cordiales charlas informales donde Jorge derrochaba su encanto, su sutileza y su ironía, su afilada ironía.

 

IV

 

Jorge disponía del don del relato, del relato oral. Escribía muy bien, era cuidadoso con su escritura, trabajaba muy bien las frases, era observador, coloquial, pero su encanto era la oralidad. Nunca conocí a alguien con ese talento para narrar una historia. Las palabras justas, el tono de voz necesario, las pausas adecuadas, la sonrisa fugaz, la mirada de asombro, la sonrisa más que burlona pícara. Nunca levantaba la voz, nunca pretendía imponerse, pero en alguna momento de la reunión él era el centro de la atención. Su territorio ideal escénico eran las reuniones pequeñas: cinco o seis personas cuanto más. En algún momento de la charla iniciaba el relato de alguna historia alrededor de una situación o un personaje. Pausado, detallista, pero por sobre todas las cosas, ameno. Jorge me recordaba a esos cantantes que en una reunión siempre se las ingenian para que el público les solicite que canten. Algo parecido ocurría con él, pero en este caso su arte no era el canto, sino el relato. Creo que todos hemos conocido y hemos padecido personajes que sin que nadie se los pida empiezan a contar historias de su vida o anécdotas que nadie le importan. Ninguno de estos oprobios alcanzaban a Jorge. No era un charlatán, era un contador de historias, minucioso y exquisito en los detalles, en recrear escenarios, en describir personajes. Ese don se sostenía en su respetuosa y envidiable capacidad para escuchar. Otro de los encantos de Jorge era su disposición genuina en interesarse por todo lo que ocurría a su alrededor. Además no disimulaba su curiosidad su asombro. Entonces preguntaba. Recuerdo que alguna vez le hablé de las principales familias nobiliarias de España, los «grandes» de España como se dice. Estaba encantado. Y preguntaba con la curiosidad de un chico o de un sabio. Alguna vez dirigí una revista y en esa revista Jorge colaboraba con sus relatos. Pasaba por su casa a la noche y me entregaba los textos escritos a mano. Vuelta a vuelta iba por el diario para compartir un café y ponerse al día con los chismes. En los últimos tiempos compartimos una mesa de amigos en el Club del Orden. Cenas que no se prolongaban hasta muy tarde, pero que disfrutábamos celebrando el mito de la amistad.

 

V

 

Por supuesto, tenía sus temas preferidos. Las historias de las familias tradicionales de la región, por ejemplo. O algunos episodios que vivió en Santa Fe, como esa jornada vibrante en la Alianza Francesa, con estrofas de La Marsellesa incluidas, cuando Paris fue recuperado por los Aliados en 1944. Cuando escuchábamos siempre decíamos que esos relatos deberían grabarse. Pero no. Ese encanto estaba destinado a evanecerse en el aire. Hay entrevistas a Jorge. Yo mismo le hice muchas en el diario, en la radio, en la televisión. Pero delante de un grabador, una cámara o un micrófono el encanto no era el mismo. Siempre fue ameno, agradable, pero no era lo mismo. Esos tesoros verbales se esfumaron como se esfuman las voces, como se esfuma el tiempo. En todo caso, nos queda a nosotros, a quienes lo conocimos y fuimos sus amigos, el privilegio de haberlo disfrutado. ¿Cómo definirlo políticamente? Supongo que es una tarea imposible porque Jorge excedía los límites de una ideología exclusiva. Seguramente fue liberal en el sentido clásico y humanista de la palabra; liberal por su adhesión a los principios de la libertad, su rechazo a toda forma de opresión, pero sobre todo liberal por su visión de la historia argentina. Fue progresista, pero al mismo tiempo conservador y esa tensión contradictoria él la resolvía con el encanto de su personalidad. Políticamente, por lo menos desde 1983, fue radical. No sé si afiliado o no, pero era radical, a su manera y sin disciplina partidaria. A lo Jorjote. Fue también un hombre de fe. Sospecho que no era un católico de misa diaria, pero me consta que creía en Dios y que rezaba. Su condición de católico también la ejercía a su manera.

Innecesario decir que lo extraño. Que algo muy íntimo, muy encantador de esta ciudad se ha perdido con su ausencia.

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