I
Podría tomarme la licencia de iniciar esta crónica por el final. Experimentos literarios que le dicen. Después de todo una historia siempre tiene un principio, un medio y un fin, pero se dice que el escritor puede tomarse la licencia de acomodar estas etapas a su gusto. Sin embargo, me voy a resignar a la condición clásica porque si empiezo por el fin, la historia no deja mucho margen por contar; o lo que se puede contar ya lo contaron otros y con mucha mejor información de la que yo dispongo. Entonces, empecemos por el principio. Por lo pronto, la fecha: 20 de noviembre de 1970. Lugar: ciudad de Santa Fe, casi al borde del verano, pero ya con los calores tórridos y humillantes que distinguen a nuestra ciudad. Antes y ahora. Yo vivía entonces en una casa de estudiantes ubicada en 4 de Enero, casi llegando a las vías. Un pasillo largo y el departamento al fondo. Éramos cuatro o cinco (era una casa de puertas abiertas y nunca se sabían con exactitud cuántos éramos los residentes) que nos repartíamos en dos dormitorios y un bulincito de lata en el patio siempre dispuesto para que algún visitante inesperado o en la mala pase la noche allí dando reposo a sus huesos en el catre de campaña que durante meses y tal vez años dispuso de las mismas sábanas que nunca nadie intentó cambiar, ni siquiera las inesperadas noviecitas que de vez en cuando honraban con su presencia al modesto pero cálido cuarto cuyas virtudes oscilaban entre los arrullos de “Cuartito azul”, los arrebatos reos de “El bulín de la calle Ayacucho” y un toque imaginario de “Y todo a media luz”.
II
Esa mañana del 20 de noviembre de 1970 se inició con sus rutinas habituales. Yo salí de la cama más o menos temprano (ocho de la mañana) porque para esos días venía mi compañero de estudios, un sanrafaelino riguroso que de lunes a domingo llegaba con sus libros y su paquete de bizcochos con grasa. Si la memoria no me falla, estábamos preparando Civil I y si mal no me acuerdo el titular de la cátedra era el viejo Rovere, quien para esa fecha debía sumar cinco o seis años menos de los que yo tengo ahora, lo que no impedía que con absolutas impunidad nosotros lo calificáramos de “Viejo”, esa alegre y altiva impunidad con el tiempo que suele honrar a los muchachos de veinte años. Lo cierto es que estudiamos hasta cerca del mediodía. Esfuerzo vano —lo digo ahora- porque para el turno de diciembre yo me “filtré”, aunque mi riguroso compañero de estudios se presentó y aprobó con nota. ¿Por qué me filtré? No me acuerdo. Tal vez porque no estaba en condiciones de sostener medio minuto de examen o, lo más seguro, porque en esos tiempos participaba en un curso muy exigente sobre la lectura de “El Capital” de don Carlos Marx. Y en aquellos tiempos, estaba más que claro que entre Marx y Rovere, me quedaba toda la vida con Marx, lo cual visto a la distancia me parece una de las tantas desmesuras de aquellos tiempos.
III
Alrededor de la una de la tarde fuimos al Comedor Universitario que funcionaba en bulevar entre 4 de Enero y 1º de Mayo. Hacía calor y estaba algo nublado. Según anticipaba la radio, se anunciaban lluvias para la tarde, pero ese detalle no tenía demasiada importancia —por lo menos eso creíamos- porque los informativos meteorológicos nunca la aciertan por motivos que Juan José Saer nos explica muy bien en su novela “Cicatrices”. El comedor entonces era, como su nombre lo indica, el lugar donde los estudiantes de todas las facultades de la UNL nos reuníamos a comer, pero también a compartir chismes políticos y de los otros. Tengo presente las mesones largos y las bandejas de metal. Y tengo presente que ese viernes nos servían una suculenta milanesa acompañada con puré y un huevo duro partido por la mitad. Como era habitual, hubo un acto político. Un flaco rubio y de voz algo ronca se paró en una silla y propuso recordar los 125 años de la Vuelta de Obligado. Eran peronistas por supuesto, más algunos nacionalistas con zeta que siempre se entusiasmaron y se entusiasman con esa fecha que recuerda una derrota militar de las tropas porteñas para beneplácito de las provincia del litoral. Hablaron un rato. Hubo dos o tres oradores, El acto concluyó con un “Viva Perón” y “Viva don Juan Manuel de Rosas”. No sé de dónde se escucharon los acordes de una música bizarra acompañada de la voz de Rimoldi Fraga.
IV
A la siesta estaba, como siempre, en el bar de la facultad de Derecho tomando un café, leyendo el diario, sentado a la mesa ubicada al lado de la puerta y conversando con los amigos de entonces. Vicente, el concesionario del bar, solía sumarse a esa mesa. Vicente estaba al tanto de todo. De lo que ocurría en la facultad no se le escapaba nada ni nadie. Ya para entonces se decía que los decanos en la facultad pasan pero Vicente se queda. Cuando salí de la facultad, cerca de las cinco, cinco y media de la tarde, estaba nublado y los pronósticos del tiempo parecían cumplirse. Llegué a casa porque había una reunión con los muchachos de la agrupación. Precisamente, el sábado a medio día estaba convocada en la facultad de Medicina de Rosario una reunión de Junta Ejecutiva de FUA, reunión peliaguda porque hacía apenas dos semanas la FUA terminaba de dividirse entre su fracción La Plata y su fracción Córdoba.
V
De aquella caída de la tarde de noviembre de 1970, tengo presente la cocina de casa: un salón amplio con puertas a un patio y a otro; una mesa grande, con libros y apuntes repartidos por todos lados, incluido un tablero de ajedrez. Apenas llegué a casa se largó la lluvia con todo. No recuerdo con exactitud si empezó la tormenta con relámpagos y truenos, o esto se produjo después. ¿Después de qué? Después de la tragedia. Lo que recuerdo es que en algún momento se cortó la luz; lo que recuerdo es la luz de las velas, porque si bien eras las seis y media o siete de la tarde, ya estaba oscuro. Y finalmente lo que recuerdo —y seguramente a ese momento lo recordamos todos- la voz de la radio de LT10 anunciando que en Arroyo Leyes acababa de ocurrir una tragedia.
VI
Reitero la escena. Lluvia, relámpagos y truenos. La cocina apenas iluminada por dos lámparas. No digo que teníamos miedo, pero la furia de la tormenta acongojaba. Y en medio de ese clima la noticia de la tragedia en Arroyo Leyes. Un ómnibus que había saldo de la terminal rumbo a Helvecia acababa de precipitarse al río con toda al gente adentro. Al arroyo, para ser más preciso, pero un arroyo de más de doce metros de profundidad. No voy a pecar de sentimental pero realmente la noticia nos impresionó. No era para menos. La lluvia, el viento y los truenos contribuían a darle a la noticia un toque más siniestro. A lo largo de las horas de ese noche llegaron más novedades. No había sobrevivientes, murieron todos. Se decía que al chofer le había dado un infarto; se decía que se había reventado una goma; se decía que hubo una maniobra inesperada. No sé si fue a última hora de esa noche (cincuenta años después la memoria no suele ser muy minuciosa con los detalles, lo que confirma el principio sostenido por los historiadores de que nunca hay que confiar demasiado en ella) que nos enteramos que había algunos sobrevivientes y en particular de la bebé que flotó gracias a su bombacha de goma. Pero en lo que quiero detenerme es en esa jornada del 20 de noviembre de 1970, jornada que tengo presente en la memoria incluidos algunos detalles que carecen de importancia, pero vaya uno a saber por qué secretos designios la memoria los incluye). Sentimentales o no, las asociaciones son inevitables. A la hora en que nosotros tomábamos mate con tortas fritas y hablábamos de política en la hospitalaria cocina de casa, a esa misma hora se precipitaba la tragedia. No sé si esa sintonía tiene alguna importancia, pero cincuenta años después a esa jornada la tengo presente, a ese momento, el momento exacto en que conversábamos muy sueltos cuerpos acerca de las intrigas de la FUA, un ómnibus con más de sesenta personas se precipitaba al inferno de Arroyo Leyes.
Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/279936-aquel-20-de-noviembre-de-1970-cronicas-santafesinas-opinion-cronicas-santafesinas.html]