Crónicas santafesinas

 

I

Lo que cuento debe haber ocurrido en 1978 o 1979. Escribo con la exclusiva ayuda de mi memoria y ya se sabe que esa señora a veces no es demasiado puntillosa con las fechas. Era un día de semana, calculo que de mediados de año porque estaba nublado y hacía frío. En aquellos años yo me encontraba todas las mañanas con Paco, Ricardo, Jorge a tomar un café, leer los diarios y ponernos al día sobre los chismes del ambiente. El lugar de la cita era el bar de La Bolsa, sobre calle Salta, casi al frente del viejo bar El Cabildo, el bar que comparte con El Torino el lugar donde seguramente más veces vi salir el sol desde mi mesa. No estoy en condiciones de asegurar si todavía estaba el Mercado Central, me parece que sí, pero una vez más insisto en las fallas de la memoria, y como estas crónicas no son históricas sino personales, no voy a agotarme consultado fuentes documentales o verbales. Mis imprecisiones son las imprecisiones de mi memoria que puede fallar en un dato pero no en las circunstancias.

 

II

Me gustaba el bar de La Bolsa. Me gustaba juntarme con los amigos en una mesa cuya ventana daba a la calle; me gustaba almorzar allí, me gustaba la discreción de los mozos. Mis amigos de esa mesa eran muchachos algo complicados. Si es cierto que existen el Cielo y el Paraíso, estimo que tendrían muchas dificultades para convencerlo a San Pedro de que los deje pasar. Eran divertidos, ocurrentes, más cerca de la picaresca que del delito, pero está claro que no eran muchachos para aprobar el examen no de una suegra sino de una suegra compasiva. ¿Qué hacía yo con ellos? A esta altura de mi vida, casi medio siglo después, tampoco lo sé. «Locuras juveniles, la falta de consejos», como dice el tango. Tal vez, pero no alcanza para explicar todo. Tampoco me queda claro si ciertas cosas que uno hace en la vida pueden explicarse o sirve de algo explicarlas. Un viejo amigo, que también frecuentaba esos ambientes, pero con el que además compartíamos la lectura de los mismos libros, alguna vez me dijo: «Me parece que nosotros nos tomamos muy a pecho las novelas de Roberto Arlt». Algo de verdad había en su diagnóstico. Yo me limité a agregarle que alguna verdad había con Roberto Arlt, pero yo sumaría a estos consejeros del mal, «El sueño de los héroes», de Adolfo Bioy Casares o «Alias Gardelito» de Bernardo Kordon. O películas como «Rififi», «Mientras la ciudad duerme» o «Casta de malditos».

 

III

Lo cierto es que esa mañana estábamos en el bar hablando de bueyes perdidos cuando en algún momento entró Cabo, se acomodó en la mesa, se acomodó el enorme bigote y antes de pedir su copita de ginebra nos dijo con cierta mirada desolada pero sin alterar su tono de voz que la policía había encontrado el cuerpo de Charlie F. tirado a orillas del Salado. Con cuatro o cinco tiros. Muerto, definitivamente muerto. La noticia no la esperábamos y está claro que no nos cayó bien. Con Charlie habíamos estado por ejemplo, la semana pasada jugando a la villa en el bar de Los Japoneses, frente a Plaza España. Siempre nos veíamos en algún bar o en algún club. En el Chanta Cuatro, en el Español, en el Sirio Libanés, lugares donde siempre había una mesa de loba o una mesa de villa. Charlie había llegado hacía cinco o seis meses de Italia. No viene al caso decir que había estado haciendo allí durante seis o siete años; mucho menos voy a decir de qué o con qué se ganaba la vida, basta con saber que no lo hacía dentro de la ley. Tampoco en aquellos tiempos y en ese ambiente nadie se dedicaba a indagar cómo se ganaba la vida la persona que compartía la mesa. No me acuerdo los comentarios que hicimos esa mañana apenas nos enteramos de la noticia. Supongo que habían sido los de ocasión. Lo que pasa es que a Charlie no se lo había llevado el cáncer o el infarto o la cirrosis, sino una ráfaga de plomo.

 

IV

La policía no dio mucha información de lo sucedido. Según nos enteramos unos días después un comisario explicó en voz baja que se trataba de un ajuste de cuentas entre ellos, es decir, entre delincuentes. Prometieron investigar, pero todos sabíamos que eso no iba a ocurrir o que no iban a perder el sueño por hallar a los culpables. Me acuerdo de una mesa de amigos en un bar que ya no está frente de la terminal de ómnibus. Era a la hora de la siesta y desde la ventana veíamos la fila de taxis esperando pasajeros. Sin proponerlo deliberadamente nosotros hicimos algo así como una investigación sobre las probabilidades de lo sucedido. Charlie era un tipo de pocas palabras. Discreto, no sé si buen amigo pero correcto. Había nacido en barrio Candioti. Hijo de laburantes ferroviarios. Alguna vez le dijo a Ricardo: nada contra mis viejos, pero yo no voy a vivir como ellos. Era bueno con el taco y con el naipe. También tenía suerte con las mujeres, porque como se decía entonces tenía «pinta y labia». Un amigo de Paco le comentó que en Europa le fue bien, pero en algún momento tuvo problemas con gente pesada, motivo por el cual regresó a Santa Fe lo más rápido posible. La sospecha que la orden de su muerte haya llegado de Europa era casi evidente. Tengo presente otra mesa en La Cabaña, el bar de bulevar, el bar donde durante muchos años se hicieron célebres bailables donde más de un amigo o amiga se enamoró o por lo menos se puso de novio. La muerte de Charlie seguía siendo el tema de los muchachos. Menciono ese bar porque fue allí cuando don Chucho, un veterano que se ganaba la vida levantando quiniela, recordó que alguna vez, casi como al pasar, Charlie le comentó que se iba a ir de la ciudad. No dijo más nada, pero para nosotros eso era suficiente. Si Charlie, que nunca largaba prenda, hizo ese comentario es porque sabía que corría peligro.

 

V

Charlie no era un tipo de arrear fácil. Era desconfiado, ligero y habitualmente andaba armado. Discreto y callado, pero siempre alerta. Fue otra vez don Chucho el que nos dijo una tardecita del sábado en el bar Cristal, el de bulevar y 25 de Mayo, ese bar que risueñamente un amigo alguna vez lo calificó como «cabaret sin minas» por la sencilla razón de que el ambiente de muchachos que allí se citaban era muy parecido al que frecuentaba las madrugadas del cabaret, que un amigo común lo había visto a Charlie alrededor de las once de la mañana caminando por las inmediaciones de Tribunales. Lo que se comentaba es que, atendiendo a los datos disponibles, era muy posible, casi seguro, que a Charlie lo hayan levantado más o menos a esa hora y por esa zona de la ciudad. Todos compartimos esa hipótesis, pero nos costó más aceptar sus consecuencias. Charlie, ya lo dije, era muy desconfiado, además, sospechaba que corría peligro. En cualquier circunstancia Charlie no hubiera subido voluntariamente a un auto porque alguien le hiciera señas; mucho menos lo hubieran subido de prepo, porque sabiendo el destino que lo esperaba se hubiera defendido y, además, sabía hacerlo. ¿Entonces? La conclusión era tan inquietante como desoladora. Charlie subió al auto de un amigo, es decir, de alguien de su confianza que se ofreció llevarlo a su casa o a donde fuera. Dicho de una manera más directa: a Charlie lo entregó un amigo. ¿Pero quién?

 

VI

No era fácil hacerse esa pregunta. Los amigos de Charlie éramos nosotros, y por lo tanto el que lo entregó era alguien de los que en cualquiera de los bares de la ciudad, de esos bares los que abren de día, de noche o de madrugada, compartía la mesa con nosotros. Ese capítulo yo no lo vi escrito en las novelas de Roberto Arlt o de Bioy Casares o de Bernardo Kordon. Mucho menos en las películas de John Huston. Tampoco lo escuché o leí en alguna letra de tango. No es fácil hacerse cargo de que el entregador o de alguna manera el asesino de Charlie era alguno de los amigos que compartía la mesa con nosotros todos los días. A Charlie lo llevaron al cementerio a los dos o tres días. Creo que los únicos que estaban allí eran sus viejos, muy viejitos, muy pobres y decentes y muy leales, esos viejos a los que Charlie alguna vez prometió hacer todo lo que sea necesario en la vida para no parecerse a ellos. Yo no fui al cementerio. Y por lo que tengo entendido ninguno de los amigos se hizo presente. Todo muy previsible. Sabíamos que en esa ceremonia iba a haber más policías que tumbas. Y ninguno de nosotros en esos años teníamos ganas de alternar con ese ambiente.

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/282272-la-suerte-de-charlie-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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