Jorge Ricci

 

I

Estoy en el bar de siempre, en la mesa de siempre al lado de la ventana que da a calle San Martín. Hace un rato me enteré de la muerte de Jorge Ricci. Un correo o un WhatsApp trajeron la noticia. No voy a decir que no pude creerle porque lamentablemente uno se va acostumbrando a sostener relaciones con la señora muerte y se habitúa o se resigna a su presencia cotidiana, pero sí digo que me costó mucho escribir que Jorge había muerto. Puede que mi relación con las palabras sea complicada, pero en algún momento sentí que traducir a palabras la noticia de su muerte transformaba el acto en irreversible. Y dolió. Claro que dolió. Con los años uno se habitúa a convivir con la muerte y con todos los interrogantes que ella suscita. Sin embargo, ni los años, ni la fe, ni el escepticismo terminan de darnos la respuesta definitiva, tal vez porque esa respuesta nos está vedada, tal vez porque esa respuesta no existe.

 

II

Todas las especulaciones que podamos hacer respecto de la muerte no iluminan el misterio y mucho menos alejan el ángel de la tristeza. Jorge ha muerto y para quienes lo conocimos y lo quisimos no hay consuelo. La muerte separa y lo que la muerte separa no hay manera de unirlo después. Por lo menos para los que no disponemos del don de la fe, esa unión en «otra vida» no es posible. Somos impotentes ante la muerte y esa impotencia se traduce en recurrir a los lugares más comunes que nos brindan una desolado consuelo. Mientras escribo estoy sentado en la misma mesa donde muchas veces conversamos en largos «mano a mano» con Jorge. Estuvo sentado en esa silla. Pedía su café con un vaso de soda. Entraba al bar por la puerta de calle Hipólito Yrigoyen. Con un libro y una carpeta.

 

III

Exageraría si dijera que Jorge fue un íntimo amigo. Pero fuimos amigos. Nos gustaba estar juntos, conversar, recordar amigos comunes, momentos vividos en esta ciudad, libros compartidos. La charla fluía. Y eso pasa entre dos personas que tiene afinidades, que poseen una sensibilidad parecida, es decir, eso pasa entre amigos. Conversábamos largo. El bar se cerraba y entonces yo lo acompañaba hasta el auto estacionado sobre 25 de Mayo y seguíamos conversando. Media hora, una hora más. Siempre había temas. Algunos más recurrentes que otros. La política estaba presente, pero no era el tema central. Con Jorge hablábamos de literatura, de los escritores nuevos y los escritores viejos. Alguna referencia al tango era inevitable, porque para los dos el tango fue siempre importante. En una de las ultimas «tenidas» hablamos del teatro independiente de Santa Fe. Quedó que me acercaría algunos apuntes. Si alguien podía hablar y escribir de teatro en esta ciudad era Jorge. Y podía hacerlo en su condición de actor, dramaturgo, director y lector de teatro. Esa charla quedó pendiente.

 

IV

La última imagen que tengo de él, la imagen que me acompañará siempre, es en el bar. Me resulta asombroso confirmar lo vivo que estaba. Siempre con planes, proyectos. Un relato, un poema, una obra de teatro. Jorge disponía de la virtud y el talento de forjar a su alrededor un mundo propio. Un actor maravilloso. Hablaba y los personajes que mencionaba cobraba vida; los lugares que mencionaban se iluminaban. Era discreto, lejos de la euforia o la elocuencia liviana. Discreto y sutil. Su sentido del humor era exquisito. Y le gustaba reírse y las cosas que ocurrían a su alrededor lo divertían. Al mismo tiempo percibía con intensidad el dolor y la pena. Quería a sus amigos y me consta que sus amigos lo querían. Alguna vez me contó detalles de aquella noche del 30 de octubre de 1983. La noche que Raúl Alfonsín ganó las elecciones. Participó de los festejos, pero en algún momento se subió a su auto y recorrió algunos lugares de la ciudad. Solo. Detuvo el auto frente a la terminal de ómnibus. Y lloró. Un llanto solitario. Un llanto en el que la alegría se mezclaba con la tristeza. Había ganado Alfonsín y había ganado la democracia, pero al mismo tiempo dejábamos un tiempo de dolor y muerte. Dolor y muerte de amigos. Jorge era así. Por tanguero, por actor o por lo que sea, no tenia reparos en decir que había llorado, que era capaz de llorar, que lo que ocurría a su alrededor no lo dejaba indiferente. Y que la risa y las lagrimas podían marchar juntas.

 

V

Muchas veces hablamos de cuando nos conocimos. Hablábamos de la jubilación de su madre, en un tiempo en que yo trabajaba en la Caja de Jubilaciones y lo único que hice fue hacer lo que correspondía, pero que en nuestra burocracia estatal se parece a un favor. Pero yo a Jorge lo recordaba de antes. Y él a esos momentos no los tenía presente. Recordaba mi amistad con Daniel y Buda. Y recordaba una noche calurosa de 1969 en una casa de estudiantes de calle Crespo que llegaron ellos y me presentaron a un Jorge Ricci que no tenía mas de 24 años. Los tres ya eran actores. Actores de Santo Tomé. Era un asado, celebrado para festejar que uno de los habitantes de la casa había aprobado una materia. No éramos muchos: ocho o nueve personas, tres o cuatro mujeres. En algún momento Jorge, Buda y Daniel improvisaron algo así como un sketch. Nadie se los pidió, pero todo salió como si hubiera sido una función teatral de gala. Nunca me olvido. Y nunca me olvido porque nunca me reí tanto. Reírse sin parar, hasta que se te mojan los ojos. Eran geniales. Jorge y Daniel interpretando a dos cantores que recorren los pueblos de la zona con la guitarra para ganarse la vida. No tienen un mango, tampoco tienen talento musical y mucho menos vergüenza, pero poseen la chispa del atorrante. Dos atorrantes sin un mango en el bolsillo, que no saben dónde van a dormir esa noche, si van a comer el otro día o en qué momento la policía puede meterlos en cana por irse sin pagar del hotel. Buda era su representante. Y más sinvergüenza y descarado que sus cantantes. Todo improvisado. Aseguro que no hubo libreto, ni ensayo previo. Pero fue perfecto. El momento en que Jorge se guarda un pedazo de pan en el bolsillo mientras discute con un empresario imaginario dueño del boliche más importante del pueblo; o cuando Buda les consigue que se trasladen a cantar a otro pueblo en una zorra del ferrocarril, pero eso sí, a palanquear con fuerza porque no muy lejos viene el Rápido. Así lo conocí a Jorge. Riéndonos a más no poder. Con Daniel y el Buda. Creo que desde aquella noche nunca nos dejamos de reír.

 

VI

Fue secretario de Cultura de la Universidad Nacional del Litoral en un momento decisivo de Santa Fe. Fue, como se dice, el hombre indicado en el momento indicado. Recuperó el pasado, lo mejor de nuestro pasado cultural, alentó el presente y supo imaginar el futuro. Sin discriminaciones, sin censuras, sin soberbia. Hablaba con todos, pero no era complaciente. El funcionario y el actor pudieron convivir, pero con inevitables tensiones. Jorge entendía la importancia para una ciudad y una región de una buena gestión cultural, pero siempre quiso ser actor, nunca quiso alejarse del teatro, de las tablas, de las giras con sus colegas. Nunca dejó de pensar y de experimentar como actor y dramaturgo. De sus representaciones, las que más recuerdo es Woyzeck, El Jorobadito y el Clásico Binomio, obra de la que sospecho haber sido el primer crítico en una nota publicada en el viejo Hoy en la Noticia, creo que en 1986.

 

VII

Jorge amaba a su familia. Amaba a su mujer, a Maruca, como le decía; y a sus hijos: Paulo y Maura. Amaba la ciudad de Santa Fe. Caminar por la calle con Jorge era una alegría, la alegría de reconocer lugares: una casa vieja, una esquina, una plaza. Jorge era, entre tantas virtudes, muy santafesino. Al otro día de la noticia de su muerte un mozo se acercó a la mesa y me preguntó si la noticia de su muerte era cierta. Le dije que sí, que era cierta, que Jorge se había muerto. No se derramó en exclamaciones, ni lloró, ni se prodigó en efusiones sentimentales. Apoyó la bandeja en la mesa y se limitó a decirme: «Lo voy a extrañar; siempre conversábamos; entre café y café conversábamos». ¿Y de que conversaban?, pregunté. «De la ciudad, de algunos amigos comunes. Muy respetuoso, muy gaucho, muy sabedor». Levantó la bandeja y se fue. Estaba oscureciendo y hacía calor. Me gustó la última palabra: «Muy sabedor». Me dije o lo pensé, para el caso es lo mismo: «A Jorge esta pequeña historia vivida por el mozo de un bar, le hubiera encantado conocerla».

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/283384-jorge-ricci-cronicas-santafesinas-opinion.html]

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