Debemos admitir que la palabra “Derechos humanos” se ha transformado desde hace tiempo en un concepto conflictivo, por lo que no está de más una breve pero precisa mención histórica a las instituciones que se propusieron sostener estos valores: la Liga Argentina de los Derechos del Hombre fundada en 1937 y la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos creada en 1975.
Importa destacar estas dos experiencias para establecer algunas afinidades que estuvieron presentes desde sus inicios: carácter amplio y pluralista de la convocatoria y afirmación de la libertades civiles y políticas.
Lo que estas experiencias enseñan, es que los derechos humanos no son patrimonio de una facción política o religiosa. La segunda enseñanza, es que la iniciativa institucional proviene de la sociedad civil y no del Estado.
En este punto una pregunta se impone: ¿Se justifica una institución estatal de defensa de los derechos humanos? Supongo que sí, porque si bien la experiencia histórica nos dice que estas iniciativas nacieron desde la sociedad impugnando los abusos del Estado, corresponde agregar a continuación: del Estado autoritario.
Dicho con otras palabras: el Estado democrático no puede ni debe desentenderse de un tema decisivo como son los derechos humanos como derechos jurídicamente reconocidos.
No es un debate sencillo. Y, como la experiencia nos enseña, su implementación práctica incluye tensiones propias como hemos podido apreciar en los últimos tiempos; tensiones nacidas de la pretensión política de manipular los derechos humanos en nombre del interés de una facción.
Un orden democrático y una sociedad democrática reclaman de instituciones que estén a la altura de estos objetivos, pero sobre todo reclama de ciudadanos decididos a que las instituciones que (conviene tenerlo presente) no son edificios o “cosas” sino relaciones sociales históricamente constituidas que reclama ser controladas.
Esa tensión entre concepciones diferentes respecto de los alcances y contenidos de los derechos humanos estuvo presente desde 1976. Como bien recordamos, el terrorismo de Estado dio lugar a que desde diferentes posiciones y percepciones se fundaran numerosas instituciones de derechos humanos.
Esas instituciones fueron la expresión más visible y más virtuosa de la resistencia a la dictadura militar en un tiempo en que muchos callaban o preferían cerrar los ojos. Importa señalar, a continuación, que derrotada la dictadura militar el debate acerca de los contenidos y alcances de las políticas de derechos humanos se intensificó hasta colocar en un primer plano diferencias que en su momento fueron consideradas menores, pero que en la actualidad incluyen visiones en más de un caso antagónicas acerca de la sociedad, el Estado y las personas.
Más allá de controversias y desbordes, interesa insistir en que los derechos humanos son una de las causas nobles de la humanidad; una causa que se nutre de las mejores tradiciones religiosas y laicas fundadas en el principio universal de amor al prójimo.
Importa detenerse en el concepto de universalidad. Importa hacerlo porque esa universalidad es su virtud esencial, decisiva. No hay derechos humanos parciales o locales. No hay derechos humanos exclusivos para la izquierda o para la derecha.
Como no hay torturadores buenos y torturadores malos, o asesinos buenos y asesinos malos. Insisto en el principio de universalidad. Insisto en ello porque es el valor que ciertos defensores de los derechos humanos no admiten o no practican. Pinochet y Videla son unos déspotas, pero Fidel Castro y Hugo Chávez son ángeles celestiales. ¿Cuesta tanto asumir que o los derechos humanos son para todos o en su defecto no son más que una burda manipulación política?
No nos engañemos. La defensa parcial de los derechos humanos la practica hasta el déspota más primitivo. Nadie quiere que lo maten, nadie quiere que lo torturen. Ni Nerón, ni Calígula, ni Hitler, ni Stalin hubieran aprobado que los maten o los torturen. Pero ellos se sentían autorizados a matar y torturar.
León Trotsky fue, en nombre de los intereses sagrados de la revolución, un masacrador de obreros y campesinos, pero cuando cayó en desgracia y Stalin pidió su cabeza a cualquier precio, se acordó que el derecho a la vida y las despreciables garantías burguesas con sus libertades civiles y políticas eran valiosas.
Anastasio “Tachito” Somoza nunca creyó en los derechos humanos; siempre consideró que eran una mascarada comunista, hasta que lo derrocaron, se exilió y entonces advirtió que sus derechos humanos estaban en riesgo.
Los Montoneros que consideraron que Aramburu, Rucci o Mor Roig no eran dignos de ser titulares de derechos humanos, advirtieron cuando debieron exiliarse que esa “engañifa liberal” alguna importancia tenía, motivo por el cual iniciaron un curso acelerado de derechos humanos para defender sus derechos humanos. No los de todos, sino los de ellos.
En definitiva, éste es el debate que hoy mantiene una rigurosa actualidad en materia de derechos humanos. Lo que diferencia a un defensor de los derechos humanos de otro, es la mayor o menor extensión que le otorga al concepto: o son para algunos o son para todos.
Defender los derechos humanos propios, o los de los amigos, o de los parientes de primer grado es lo habitual desde los tiempos de Gengis Khan y Atila; lo novedoso, lo disruptivo es defender los derechos humanos de todos.
Todo lo demás es política de facción, solidaridad de banda, fraternidad de tribu.