¿Es posible entender la política a través de los “sentidos”? Tal vez lo sea. Por lo menos en el lenguaje cotidiano se habla del “olfato” político, de la “mirada” política, del “oído” político, del “tacto” político, como recursos en más de un caso decisivos para entender la política o para tomar decisiones. Si esto fuera así, ¿por qué no mencionar también el “gusto” político? El gusto y el disgusto. Preveo las objeciones. Se dirá que los sentidos apenas alcanzan para apreciar las apariencias. Es posible, aunque Oscar Wilde no hubiera estado de acuerdo. Superficial o no, la opinión pública, ese actor decisivo de las sociedades modernas y democráticas, se constituye desde un saber no académico, sino cotidiano. Los ciudadanos que con su voto constituyen y legitiman el poder político lo hacen desde sus intereses, desde sus ideologías, pero también, y a veces en primer lugar, desde sus juicios y prejuicios. Burke algo sabía de esos menesteres. Y Gramsci algunas líneas escribió al respecto.
No se me escapa que esa suerte de sentido común adolece de límites. Otorgarle al pueblo la capacidad de decidir qué gobierno nos merecemos es un acto de esperanza y de escepticismo. La esperanza de una progresiva perfección de la condición humana, y la relatividad de esa afirmación, ya que, como dijo Churchill con su descarada ironía, una breve consulta al hombre de la calle acerca de los motivos de su voto derrumba las aspiraciones más optimistas que podemos elaborar acerca de la democracia. Es acerca de esa ambigüedad que importa reflexionar. La ambigüedad que por un lado le otorga a cada ciudadano el derecho a elegir y ser elegido y, al mismo tiempo, admite que el voto no es un principio absoluto de verdad, sino un derecho y, en todo caso, una opinión que como toda opinión puede ser refutada o contradicha en los próximos comicios.
La política, se sabe, dispone de un componente racional, pero nunca sería tal sin el otro componente pasional, emotivo, al punto de que para más de un politólogo este componente suele ser más importante o, mejor dicho, sus efectos tienden a ser más efectivos que aquella racionalidad que, como alguna vez dijo un caballero español, sabio, atormentado y exquisito, en algunas ocasiones fabrica monstruos. Valgan estas consideraciones, incompletas y controvertidas, para intentar establecer desde las sensaciones –mis sensaciones– aquello que “me gusta” o “no me gusta” en nuestro actual escenario político, “gustos” que, importa advertir, nunca son tan espontáneos o arbitrarios, en tanto expresan en su inmediatez una cultura política constituida alrededor de la oscilación entre el sentido común y el buen sentido.
Digo entonces en esta Argentina de los primeros meses del año 2021: no me gusta que en un país que suma más de cincuenta mil muertos por la pandemia, la vacuna sea un privilegio de los poderosos o de los amigos de los poderosos. No me gusta que la vacuna se venda o que la vacuna sea un insumo de campaña electoral. No me gusta que los más elementales principios de decencia sean avasallados por una subcultura política del arribismo, el privilegio y el “sálvese quien pueda”. No me gustan los comportamientos canallas, miserables, porque no de otra manera merece calificarse a quienes en medio de una tragedia colectiva privilegian su beneficio individual, de facción o de banda por encima del dolor y de las necesidades de un pueblo cuya paciencia está cercana al asombro. No me gusta cómo se está gestionando la vacuna. No me gusta que se manipule emocionalmente una desgracia sanitaria para concentrar poder. No me gusta que desde el poder se le exijan a la sociedad comportamientos excepcionales mientras los gobernantes se toman licencias de todo tipo. No me gusta un gobierno que supone que los gobernados son tontos.
No me gusta que a delincuentes condenados en juicios por escandalosos actos de corrupción los presenten como presos políticos. No me gustan los razonamientos que arriban a la conclusión de que un país no puede detener a una expresidenta multiprocesada por una cuestión de imagen, cuando es precisamente en nombre de esa imagen que un país serio debe aplicar el principio de igualdad ante la ley. No me gusta que los mismos que alentaron arrojar toneladas de piedras contra las instituciones tres años después, impávidos e impertérritos, les metan la mano en el bolsillo a los jubilados. No me gusta que los juicios contra funcionarios corruptos se eternicen. No me gusta la impunidad. No me gusta que el presidente de la nación amenace con meterle mano a la Justicia violentando principios republicanos. No me gusta que el ciudadano Fernández diga que a Nisman lo asesinaron y el presidente Fernández replique luego que Nisman se suicidó. No me gustan los indultos y las amnistías, sobre todo cuando parecen estar orientados a dejar en libertad a delincuentes. No me gusta que los delincuentes juzgados y condenados estén en la calle.
No me gustan la prepotencia política y los privilegios que ostentan ciertos funcionarios de cuyos nombres no quiero acordarme, entre otras cosas porque todos sabemos quiénes son. No me gustan Insfrán y Moyano. No me gusta el descaro de Moyano para justificar las vacunaciones de él y su familia. No me gusta Justicia Legítima, porque creo en la justicia legítima. No me gusta Putin y no me gusta que sus opositores estén acechados por el veneno o el puñal. No me gusta que funcionarios argentinos legitimen a la narcodictadura de Maduro. No me gusta lo que está pasando con YPF. No me gusta que en el país de la ley 1420 se diga que abrir las escuelas es un operativo criminal. No me gusta cómo está hoy la Argentina y mucho menos me gusta el futuro que se avizora.
Me gusta vivir en la Argentina. Me gustan sus tradiciones culturales, su historia, su vida cotidiana, sus gestas, sus leyendas. Me gusta aquella Argentina del trabajo y la inteligencia que estuvo entre los seis grandes países del mundo. Me gustan Belgrano, San Martín, Sarmiento, Mitre y Alberdi. Me gusta volver a Facundo, leer los versos de Hernández y las causeries de Mansilla. Me gustan Alicia Moreau de Justo, Victoria Ocampo y Sara Gallardo. Me gustan Arlt, Borges y Cortázar. Me gustan José Luis Romero, Halperín Donghi y Ezequiel Gallo. Me gustan Gardel, Piazzolla y Martha Argerich. Me gustan Spinetta y Soda Stereo.
Me gusta nuestra clase media por más denostada que esté y por más intentos que hagan para liquidarla. Me gusta esa pasión, esa gesta atravesada por el dolor y la dicha, el coraje y la resignación de nuestras clases populares tantas veces engañadas y sometidas. Me gusta Mafalda por lo que fue y por lo que es. Me gustan Brandoni y Darín. Me gusta saber que muchos argentinos son respetados y admirados en el mundo por su inteligencia y su sensibilidad. Me gusta saberme argentino. Me gusta esa Argentina abierta al mundo, a la curiosidad y el asombro y, al mismo tiempo, íntima y entrañable como un recuerdo o como una esperanza. Me gusta la Argentina, a pesar de todo. Y me gusta pensar para ella un futuro más digno, más despejado, más justo y más libre que este presente teñido de ruinas, espectros y despojos.