Crónicas santafesinas

I

No sé si el que atiende en Buenos Aires es Dios o Mandinga, lo que sé es que me gusta visitar esa ciudad y, salvo detalles menores, por lo general la paso bien y muy bien. Desde fines de los años sesenta viajo a Buenos Aires como provinciano decidido a viajar la ciudad para beneficiarme con su cine, su teatro, sus librerías y conciertos. Me gusta hacerlo. Y mientras pueda lo seguiré haciendo. Mis mayores santafesinos lo hacían y lo hacen. O disponen de hoteles o departamentos, pero la visita a Buenos Aires para un santafesino es una costumbre, una buena costumbre. Y yo venero esa costumbre, porque esta semana estuve allí después de un año de ausencia. No me da el cuero para ser propietario de un departamento, pero tengo mis hoteles, o mis hotelitos, a los que frecuento desde hace años.

 

 

II

En los últimos tiempos me alojo en un hotel de calle Ayacucho que no es precisamente “El bulín de la calle Ayacucho” que escribió el Negro Celedonio Flores. El barrio creo que se llama Recoleta, el hotel está a cinco o seis cuadras del cementerio y a cinco cuadras exactas de uno de mis bares preferidos: La Biela, donde cuando estoy en Buenos Aires me instalo todas las mañanas para desayunar, leer los diarios, escribir lo que tenga que escribir y reunirme con amigos. Mi hotel en la Recoleta debe ser uno de los más modestos, el que puedo permitirme pagar. No es una fonda o un aguantadero, pero no tiene nada de suntuoso. A propósito, advierto que si me sobrara la plata tampoco me alojaría en hoteles lujosos. Prefiero lugares más austeros, menos ostentosos, más discretos. Dos, tres estrellas me alcanzan y me sobran; hoteles con las comodidades mínimas y, en este caso, con un bar excelente, un bar que da a la calle, a la esquina para ser más preciso, y que por sus comodidades, la consistencia sobria de sus mesas y la luz de sus ventanas, es muy superior a las comodidades de los cuartos. Me gusta ese hotel y me gusta el barrio. Me gustan los restaurant de las inmediaciones y me hice amigo y cliente del peluquero de una peluquería a media cuadra del hotel, un peluquero de 86 años, conversador y amable, un peluquero que lee novelas de Pérez Reverte. Me gusta que el hotel esté a tres o cuatro  cuadras de avenida Santa Fe y de una de las librerías más lindas de la ciudad: El Ateneo, la librería que hace un par de años visitó el presidente Macrón, pero también la librería donde en el fondo, en el lugar que alguna vez fue el escenario del teatro hoy reciclado a librería, hay un bar donde en dos ocasiones compartí un café con Sebreli.

 

 

III

En la ciudad de Buenos Aires dispongo de mi territorio. Mis recorridos habituales, mis caminatas diarias, se extienden desde Corrientes y Callao hasta Callao y Posadas. Y desde Callao hasta Pueyrredón. Recorro otros territorios, Palermo, San Telmo…pero mi zona es la mencionada.  Y mis calles: Juncal. Arenales, Las Heras. En ese territorio están mis dos bares preferidos: La Biela y La Ópera. Pero también mis lugares sagrados, esa suerte de templos que miro desde afuera con el encanto de un hombre de fe. Me refiero al depto de Discépolo en Callao al 765; o el piso de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en Posadas, muy cerca de Palais de Glace, el piso en el que alguna vez visité a Adolfo y conversamos de literatura y me confió que cuando se siente solo o triste sale al balcón a disfrutar del sol de Buenos Aires. Por calle Presidente Quintana rindo mi homenaje al piso en el que alguna vez viviera Ortega y Gasset, sin olvidar que en la esquina de Quintana y Callao se produjo en 1909 el atentado contra el comisario Ramón Falcón protagonizado por el gran santón del anarquismo del siglo XX: Simón Radowitsky. A pocos metros de allí, esta el Alvear Palace, el hotel señorial y distinguido en el que durante años vivió Horacio Ferrer. Y en homenaje a la curiosidad histórica, el otro día me detuve un instantes a recuperar el tiempo perdido frente al edificio de departamentos de Callao 1944, el piso donde alguna vivió Juan Duarte hasta el día que lo encontraron muerto, no se sabe si por su voluntad o a manos sicarios.

 

IV

Buenos Aires es una ciudad magnífica para visitarla, No sé si viviría allí, a esta altura del partido me parece que ya es algo tarde para tomar una decisión de ese tipo entre otras cosas porque amo a Santa Fe, pero las visitas a Baires me gustan. Me gusta caminar por calle Corrientes y recorrer las librerías de usados, un hábito que practico desde antes de los veinte años. Me gusta, o me gustaba, tomarme un café en el bar La Paz. Y digo me gustaba, porque está cerrado y no se sabe si alguna vez se abrirá. El bar La Paz. Lo frecuento desde toda la vida. Allí nos citábamos en los sesenta y los setenta con amigos, compañeros de militancia o santafesinos paseanderos. En el bar La Paz nos amanecimos más de una vez planificando revoluciones donde tomábamos el poder, fusilábamos a los burgueses y después nos terminaban fusilando a nosotros. El bar La Paz no está. Y tampoco está el Pipo, el comedor donde los estudiantes pobres de entonces matábamos el hambre con un plato de tallarines que en la memoria los recuerdo como los mejores tallarines que comí en mi vida.

 

 

V

La Academia es otro de mis lugares preferidos. Sobre Callao casi esquina Corrientes. Allí compartí con amigos muchos momentos. Y alguna vez, una tarde de otoño de 1981, entró la policía y me metieron preso por mis antecedentes “subversivos”. Estaba compartiendo un café con Darío Macor y hacíamos tiempo para asistir a una reunión de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos. Estuve más de un día preso, y les aseguro que no eran tranquilizador en 1981 y con los milicos en el poder estar en cana en Buenos Aires. Recuperé la libertad gracias a las gestiones de Darío que habló rápido con Simón Lázara y éste se comunicó con monseñor Jaime de Nevares que habló donde había que hablar para que saliera. En La Academia, una mañana desayuné con Jorge Obeid. Un encuentro casual y el café en un bar donde el ruido de los tacos de billar llegaba desde el fondo. Obeid entonces era el gobernador de la provincia y yo periodista, pero en ese bar fuimos dos amigos y de alguna manera dos santafesinos conversando en Buenos Aires, en un bar más porteño que el Obelisco y la calle Corrientes.

 

 

V

Al lado del bar La Paz, en la planta alta, sobre calle Montevideo, había un salón de billares donde durante años todos los viernes se juntaban Pinqui, Daniel, Raúl, Jorge. Hablo de treinta años atrás. Jugábamos a la carambola y a la villa y después salíamos a trajinar por el Buenos Aires nocturno hasta la madrugada. Esos tiempos pertenecen al pasado. Ahora estoy en la cama apenas pasada la medianoche. A los bares los frecuento a la mañana o a la tarde. Mis caminatas son largas pero a la luz del día. Y mis hábitos las de un señor mayor que disfruta de la serenidad, la luz y la contemplación. En Santa Fe o en Buenos Aires soy un hombre de hábitos. El hábito de escribir y leer en los bares; el hábito de caminar sin rumbo; el hábito de frecuentar los mismos lugares; el hábito de reunirme con amigos que conozco desde hace años para hablar de política, de literatura o sencillamente ponernos al día con los chismes.

 

 

 

VI

Un provinciano en Buenos Aires. Así me gusta presentarme ante mis amigos porteños por nacimiento o por asimilación. Presentación que, además, es verdadera y que la traduzco con más precisión: un santafesino en Buenos Aires. Perdón con las comparaciones pedantes, pero recuerdo que alguna vez Borges, para referirse a su amigo Carlos Mastronardi, decía que si bien el autor de “Luz de provincia” vivía desde hacía años en Buenos Aires, nunca había dejado de ser un entrerriano en Buenos Aires y que esa distancia con el pago matizada en estadías hasta la madrugada en los bares porteños de Avenida de Mayo, no era más que un pretexto, una coartada para extrañar a Entre Ríos y  Gualeguay. Yo no soy Mastronardi, cuya poesía admiro y disfruto, pero en ese punto, en el punto de la nostalgia, me siento muy identificado con esa consideración de Borges. Disfruto mucho de Buenos Aires, pero ese placer en el fondo no es más que un pretexto para extrañar mi ciudad, esta Santa Fe caliente, húmeda y poblada de mosquitos, pero mía, tan íntimamente mía que cada vez que estoy lejos la extraño con la intensidad con que se extrañan las personas y los lugares que se aman.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *