Soy argentino y además no sabría ser otra cosa. Ni patriotero ni chauvinista, pero hay lazos visibles e invisibles, tradiciones, imágenes, memorias, afectos, y si se quiere frustraciones, que constituyen una identidad. Ser argentino no debería ser un privilegio y tampoco una maldición, sino una manera particular de estar en el mundo. Más allá o por debajo de los relámpagos, los refucilos, los truenos de la política, se despliega una vida cotidiana que a veces no sabemos apreciar por ser tan cotidiana, tan “natural”, cuando en realidad es una construcción laboriosa de generaciones.
Si la Argentina sobrevive a pesar de todo, y si en la Argentina la palabra esperanza aún tiene sentido, es por la persistencia de esa vida cotidiana, de esa manera de vivir todos los días en la que hombres y mujeres reproducimos las condiciones de nuestra existencia. Mi relación con los vecinos en el barrio, en el club, en la vecinal; las reuniones con mis amigos, mis afectos de tantos años, mis relaciones con el mundo del trabajo, con sus incertidumbres, incluso con sus inclemencias, constituyen un modo de vida forjado en costumbres, tradiciones, hábitos de convivencia. Esa Argentina, y en particular esos argentinos que son millones y que cada día en su casa, en el barrio, en el trabajo, con los amigos y en cada una de sus actividades practican el ejercicio de la convivencia, es lo que está salvando al país
Siempre supuse que, más allá de los rumores, de la espuma y de las campanadas de la política y de lo que denominaríamos por comodidad el mundo del espectáculo y los arabescos del poder, hay un plano de lo real en el que las sociedades reproducen de manera discreta sus condiciones de existencia, como si por debajo de los trazos gruesos y visibles de la superficie transcurriera una trama que es la que efectivamente sostiene el orden social, lo sostiene, le da vida y de alguna manera lo justifica y lo salva. Sería deseable que estos tiempos de pandemia, cuando todas las incertidumbres parecen conjurarse y se hacen visibles las virtudes más nobles y los vicios más detestables, la clase dirigente y cada uno de nosotros reflexionara sobre aquello que persiste a pesar de todo y cuya persistencia constituye el signo de esperanza más vigoroso.
Me animo a postular que el poema “Los justos”, de Borges, es, además de su manifiesto político más lúcido, el que da una respuesta embellecida por los dones de la poesía a estos dilemas. Según sus palabras, al mundo lo están salvando un hombre que cultiva su jardín como quería Voltaire, el que agradece que en la tierra haya música, dos empleados que en un café del sur juegan un silencioso ajedrez, una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto, el que justifica o quiere justificar el mal que le han hecho, el que acaricia a un animal dormido o el que prefiere que los otros tengan razón.
Contra la creencia tan habitual y difundida de que al mundo lo salvan los poderosos, los héroes o los mártires, Borges postula que a la sociedad la salvan las personas comunes, aquellas que desde las rutinas de su vida diaria practican todos los días una callada y solidaria cortesía. Lo que Borges nos quiere decir es que la sociedad real funciona por esa invisible, secreta pero efectiva convivencia entre los justos, es decir, entre las personas corrientes a través de sus actos cotidianos.
La hipótesis más divulgada que postula que la política se debe pensar exclusivamente desde el poder es interpelada en este caso por los anónimos y sensibles actos cotidianos a través de los cuales la sociedad reproduce sus condiciones reales de existencia. Con el discreto resplandor de la imagen poética, Borges reivindica el valor y la gravitación de la vida cotidiana que durante mucho tiempo fue subestimada, cuando no despreciada. Aburrida, monótona, conservadora, la novedad, las emociones residían en los valores opuestos: el riesgo, la aventura, el culto al héroe, el desafío al peligro. Para la extrema izquierda como para el fascismo, la vida de los hombres comunes fue considerada el lugar de la alienación, del conformismo, de la cobardía moral. Los modelos debían ser D’Annunzio, el Che Guevara, Rimbaud o Céline, pero jamás quien por ejemplo dijera para sí: “Una mediana vida yo posea/ un estilo común y moderado/ que no lo note nadie que lo vea”. Demasiado opaco y gris como programa de vida. Lo cotidiano por lo tanto se parecía mucho a ese “sentido común” que precisamente las ideologías heroicas pretendían cambiar.
Después los años fueron brindando sus lecciones. El heroísmo seducía la imaginación, pero fue más de una vez la coartada para el fanatismo; los desbordes de la vida pública y las hechicerías de la fama se correspondieron con las adulonerías y sus miserables vanidades, cuando no con la manipulación de las masas vivando a un payaso sonriente o histérico.
Se dirá que Borges en “Los justos” no hace más que reivindicar el repliegue al egoísta mundo privado, y en sintonía con las ideas más divulgadas de cierto liberalismo conservador reclamaría la absoluta privatización de las relaciones sociales. Es posible que el universo de lo cotidiano incluya el egoísmo más necio o el conformismo más mediocre, pero la observación importante a hacer es que para Borges quienes salvan al mundo son las personas que han renunciado a dominar a los otros y que han desplazado la agresividad por la tolerancia, la comprensión y la amistad.
Borges nos dice que esas personas que están salvando al mundo no se conocen entre ellas. Hay algo en esa frase que evoca la mano invisible de los viejos liberales humanistas. El orden deseable no es el resultado impuesto por un jefe, un dictador o un caudillo, el orden es y debe ser el producto no deliberado del desarrollo creativo de nuestras facultades individuales. El orden de los justos. Un orden imperceptible en el bullicio de la cultura del espectáculo, tan evanescente que casi no se parece a la palabra “orden”, porque tal vez le repugne la sospecha de clausurar sus posibilidades con la palabra “orden”.
Es a la vida de todos los días a la que hay que prestar atención política. Un hombre que ayuda a una anciana a cruzar la calle, ese camionero que se detuvo en la ruta a las dos de la mañana para darme una mano sin pedir nada a cambio, el mozo del bar que pronuncia tu nombre al momento de atenderte, el chacarero que trabaja la tierra y regresa a su casa y comparte la mesa con su mujer y sus hijos, los hombres y mujeres que un sábado o un domingo se reúnen en un templo, una sinagoga o una iglesia a celebrar a Dios. La sociedad se forja con esos hábitos, la patria se constituye alrededor de esa convivencia laboriosa, pacífica, creativa. Claro que hay conflictos, violencia y crímenes, pero si el país no estalla en guerra o no se somete a la ley de la selva es por ese cotidiano que de tan “normal” que nos parece no sabemos reconocer. No sabemos admitir que lo que permite apreciar la sabiduría y sensibilidad de una política que merezca ese nombre será aquello que fortalezca y amplíe esos lazos trenzados por nuestros abuelos y nuestros padres, para que los continúen trenzando nuestros hijos y nuestros nietos.