“Ser usado para fines innobles es la única tragedia”. La frase pertenece a Bernard Shaw, pero muy bien puedo tomarme la licencia de imaginar que esas palabras tuvo presentes Beatriz Sarlo cuando en un programa televisivo le informó al legislador kirchnerista Mariano Recalde: “Me ofrecieron la vacuna por debajo de la mesa y dije: ‘Jamás, prefiero morirme ahogada en Covid’”. Esta escena ocurrió en los primeros días de febrero. Semanas después estallaba el vacunagate, precipitaba la renuncia de un ministro y se extendía la sospecha de que las escasas y mal distribuidas vacunas desde algunos centros de poder se ofrecían por debajo de la mesa, es decir, violando los protocolos sanitarios establecidos. En marzo, Sarlo clausuraba el capítulo abierto en febrero presentándose ante la Justicia para decir quiénes ofrecían vacunas por debajo de la mesa. Puedo coincidir o disentir sobre las opiniones políticas e incluso las opiniones estéticas de Beatriz Sarlo, pero no puedo menos que reconocer que su comportamiento honró la condición de intelectual, y en una realidad minada por desenfadados realismos ella afirmó la ética de las convicciones y aquel principio kantiano que cito por su precisión conceptual y belleza: “El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón”.
Importa saber que Sarlo no asistió al programa A dos voces para denunciar el supuesto tráfico ilegal de vacunas. Los panelistas fueron invitados para hablar de la corrupción y de alguien que pareciera ser su paradigma: Amado Boudou. En un momento del debate, Recalde desliza una opinión que incluye una insinuación hipotética, pero cargada de sentido. Dice el legislador peronista: “Los medios de comunicación no deben condenar, y si Beatriz Sarlo, Marcelo Bonelli o quien sea cometen un delito, deben ser juzgados por el Poder Judicial”. La frase incluye un lugar común y una celada. El lugar común es la monótona insistencia del kirchnerismo en imputar a los medios de comunicación la pretensión de transformarse en jueces. La celada se manifiesta a través de un recurso retórico orientado deliberadamente a colocar a Sarlo y a Bonelli en el lugar hipotético pero sugestivo de autores de la comisión de un delito. Es entonces cuando Sarlo recoge el guante y menciona el episodio de la vacuna ofrecida por debajo de la mesa, sin dar nombres ni apellidos. Fin del primer capítulo.
Se sabe que en un Estado de Derecho si alguien dice tener conocimiento de un delito de carácter público, está obligado a hacer la denuncia ante la Justicia. Puede hacerse el distraído o mirar para otro lado. O invocar el secreto de sus fuentes. Sarlo optó por hacerse cargo de sus palabras. ¿Qué otra cosa puede hacer una intelectual que merezca ese nombre? Cuando Sarlo se presenta en Comodoro Py, la sociedad argentina está al tanto de las maniobras que desde el poder oficial se cometen con las vacunas. La denuncia de Sarlo, la anticipada denuncia en un programa televisivo, actúa en un contexto muy diferente. Lo que en su momento pareció una opinión dicha al pasar se transforma en una suerte de predicción. Ahora, quien aparece involucrada es la esposa del gobernador de la provincia de Buenos Aires. Fue precisamente Soledad Quereilhac quien, luego de destacar que ni ella ni sus parientes están vacunados, admite que realizó gestiones informales para producir un hecho político que permitiera persuadir a la sociedad acerca de las bondades de la vacuna Sputnik V. Se trataba de una convocatoria a intelectuales para que se vacunaran, demostrando que sus vidas no corren riesgos. ¿Entonces las palabras de Sarlo fueron imprudentes, injustas? ¿Acaso denunciar que le propusieron vacunarse y calificar ese episodio como corrupto no fue una exageración, cuando no un afán desmedido de protagonismo con su correspondiente cuota de mala fe?
Postulo que la conducta de Sarlo fue justa y digna. En principio, en un tema delicado como las vacunas durante una pandemia, la esposa de un gobernador no tiene ninguna diligencia oficial o extraoficial que hacer. La observación es pertinente en un país donde en la más cara tradición populista al poder se lo concibe como un patrimonio cortesano. Si lo que pretendía el gobernador era producir un hecho político a favor de la vacunación, correspondía realizar una convocatoria oficial respetando los protocolos del caso.
”Por debajo de la mesa” es una frase que debe ser entendida como una metáfora que alude a procedimientos que no están previstos en los protocolos. “Por debajo de la mesa” es una metáfora que en el contexto de la Argentina del vacunagate mantiene una inquietante afinidad con aquella otra imagen que lanzó el Presidente : “Saltearse la fila no es delito”. Sarlo fue coherente como ciudadana, pero al mismo tiempo fue coherente con su condición de intelectual para quien los imperativos morales importan sobre todo cuando lo que está presente es la relación con el poder. A los códigos del menudeo político, de los guiños sobreentendidos y las complicidades, ella opuso el compromiso ético, un compromiso que no está regulado jurídicamente, pero se relaciona con la decencia y la responsabilidad intelectual. No sé si Kicillof y su esposa alcanzan a entender esa lógica. No lo sé.
La memoria no es tan azarosa. El episodio mencionado me trasladó a 15 años atrás, cuando Daniel Bravo, secretario de Deportes de Aníbal Ibarra, denunció al dirigente radical Enrique Olivera de disponer de dos cuentas no declaradas en bancos extranjeros. La denuncia se hizo tres días antes de las elecciones. En términos militares, una emboscada; en términos políticos, una canallada. Tiempo después el mismo denunciador pedía disculpas a la familia de Olivera, con lo cual tranquilizaba su conciencia si es que algo quedaba para tranquilizar, aunque para lo que importa se negó a decir quién le dio la información falsa, maniobra que le permitió eludir las consecuencias de un juicio público, aunque puso en evidencia la doblez moral del personaje. El caso de Sarlo y el caso de Bravo son éticamente antagónicos. Sarlo se hace cargo de sus palabras, se presenta ante la Justicia y dice lo que sabe. Bravo perpetra una maniobra infame y, acosado por la Justicia, pide perdón mientras protege a los responsables del operativo. Me gusta pensar ambos episodios con la imagen sugestiva de un triángulo. En el caso de Sarlo, un vértice lo ocupa ella; el segundo, la esposa de Kicillof, y en el tercer vértice podemos colocar a Recalde o al propio gobernador. En el caso de Bravo, el triángulo es más confuso. En un vértice, la víctima, Olivera; en el otro, el victimario, Bravo, pero en el tercer vértice la imagen es difusa. Para Elisa Carrió, el nombre de ese lugar no deja espacio para dudas: Alberto Fernández. Imposible probarlo, salvo que el triángulo existe y que el vértice vacío incluye un nombre que no sabemos, no podemos o no queremos pronunciar.