I
La noticia la trajo el mozo. Como le gusta decir a don Manuel: en un bar que merece ese nombre, el mozo es siempre la persona más informada. Esto ocurrió en 1974 o 1975, para el caso da lo mismo. Recuerdo que hacía frío, por lo que deduzco que estábamos en invierno. Julio o agosto. El bar, uno de los bares, en el que nos reuníamos a media mañana: El Cabildo de la Cortada y Salta, justo en la esquina. “Lo mataron a Cacho”, nos dijo el mozo como si estuviera comentando el ultimo informe meteorológico. Y nos dejó la edición del diario con la nota y una foto. La foto mostraba los restos de un auto quemado en un paraje descampado. La noticia -la leyó en voz alta uno de los muchachos- era precisa, empezando por el título con un signo de pregunta: “¿Ajuste de cuentas?”. Después informaba que el auto, cuya identidad aún no se había establecido, lo habían “estacionado” abandonado cerca del río Salado. En el baúl estaba Cacho o lo que quedaba de Cacho.
II
No recuerdo exactamente los comentarios de la mesa, seguramente deben de haber sido los de ocasión con los correspondientes lamentos, porque Cacho si bien no era un amigo nuestro, lo conocíamos de la noche, de algunos boliches y mesas de timbas, del cabaret, de la vida, de la ciudad, de aquella ciudad de hace casi medio siglo cuando, en el recuerdo, parecía que lo que sobraba era el tiempo y las ganas para caminar por la calle o refugiarse en los bares o en otros lugares no tan recomendables. Esa mañana nos dedicamos a hacer los comentarios más variados acerca de las causas de la muerte de Cacho. “Una deuda que no quiso pagar”, “Algún problema con minas”, “Cacho tenía muchos enemigos”. No recuerdo quién de la mesa tenía contactos con el periodista de Policiales y lo llamó por teléfono. El muchacho no disponía de más informaciones que las que salieron en el diario. Y, según el cronista, la policía mucho más no sabía. Por otra parte, esto lo sabíamos de memoria. Cacho les debía unas cuantas a la cana, por lo que, conociendo el paño, los muchachos de uniforme mucho no se esmerarían por encontrar al culpable de la muerte de quien consideraban algo así como un mafioso local, tal vez uno de los más pesados.
III
La cana exageraba respecto de la filiación mafiosa de Cacho, pero está claro que el hombre estaba muy lejos de merecer la canonización. Cacho se formó en la calle. La timba y la explotación de mujeres fueron su oficio. Venía de abajo, no de una villa, pero sí de un barrio pobre, criado en una casa que, como una vez me dijo, con su típico sentido del humor, el baño era una letrina de lata que para llegar a él había que ir en bicicleta porque estaba en la otra punta del baldío. A diferencia de algunos de sus colegas del barrio, supo administrar sus negocios y obtener una buena posición económica. Cuando lo mataron, vivía en una casa de uno de los barrios más bacanes de la ciudad, y sus dos hijos iban a los colegios privados más caros. Como para disipar rumores, Cacho colaboraba generosamente con el colegio y con la parroquia. Y por supuesto, nadie preguntaba de dónde salía la plata que tan generosamente distribuía. La cana por su parte se la tenía jurada, pero muchos de ellos en diferentes temporadas comieron de su mano.
IV
Fue don Manuel el que nos dio la primera pista. “Esta me la veía venir”, fue lo que dijo esa misma mañana. Y en el acto nosotros supimos que don Manuel no decía esas palabras porque estaba aburrido. Don Manuel –así le decíamos todo- debe haber tenido para esos años sesenta, sesenta y pico de años, pero podría haber tenido setenta y algo más porque era de esos hombres que después de cierta edad mantienen hasta el fin de sus días el mismo aspecto. Siempre de traje y corbata. Morocho, robusto pero no gordo, pelo negro espeso peinado a la gomina; pestañas anchas y ojos pequeños oscuros, ojos que como los ojos de un comisario o de un timbero, de un golpe de vista saben lo que se debe saber de la persona que tienen al frente. Caminaba despacio, pero con pasos firmes. En invierno cubría sus espaldas con una chalina. El tono de su voz era grave, algo ronco. Fumaba cigarrillos armados, pero de vez en cuando compraba un paquete de Saratoga que le duraba dos o tres días.
V
De don Manuel no sabíamos mucho más. El hombre era reservado, hablaba poco y mantenía su distancia. Siempre lo tratamos de “usted”, no porque él lo impusiera sino porque su personalidad lo imponía sin necesidad de palabras. Él también nos trataba a cada uno de nosotros de “usted”, cuando tenía edad para ser nuestro padre. Era muy cordial, muy amigo de escuchar confidencias, generoso en la mesa y generoso con el amigo en la mala. Mucho más de él no sabíamos. Alguna vez nos enteramos de casualidad que vivía en una casa con jardín al frente en un barrio del norte de la ciudad. Vivía solo, pero por una alianza que lucía en el dedo deducimos que alguna vez estuvo casado. ¿Viudo? Imposible saberlo. Hijos no tenía, pero había una hermana que vivía en la costa y un sobrino que muy de vez en cuando lo nombraba como al pasar y con cierto afecto. Otro veterano nos dijo que durante el gobierno de Sylvestre Begnis fue comisario, en los tiempos en que esa responsabilidad se resolvía políticamente. No hablaba de política, salvo comentarios muy breves, o gestos que a veces eran más expresivos que las palabras. Era lo que se dice un criollo viejo. Se notaba sin necesidad de exhibiciones que los años vividos le habían dejado enseñanzas perdurables. Su cultura provenía de la vida más que de los libros, pero me consta que sus lecturas tenía y alguna vez en voz baja me habló de Ezequiel Martínez Estrada. Y lo hizo con reserva, porque con su habitual discreción sabía que en la mesa el único que podía entender o interesarse por lo que decía. No hablaba de política porque en la noche se sabe que la política divide innecesariamente, pero alguna vez lo escuché ponderar las virtudes cívicas de Luciano Molinas y mencionar con afecto al doctor Aldo Tessio. Otro amigo común nos comentó que durante unos años fue mayordomo en una estancia de Entre Ríos. A nadie nos llamó la atención. Don Manuel, como dije, era un criollo, un criollo viejo y educado viviendo en la ciudad. Hablaba y se movía como un antiguo, pero su mirada sobre la realidad no era antigua y mucho menos anacrónica.
VI
Don Manuel almorzaba y cenaba en un comedor de la ciudad que entonces estaba en 25 de Mayo y Salta o en algunos de los clubes que frecuentaba, porque las mesas de loba lo tentaban y además era bueno con el taco de billar. Hablaba poco, pero cuando hablaba todos lo escuchábamos porque poseía el don de contar historias. Don Manuel era, lo que se dice, un tipo serio, formal, pero esa condición no estaba reñida con los comentarios socarrones, las frases irónicas. Nunca nadie lo oyó reírse a carcajadas, pero su sonrisa, a veces un leve movimiento de los labios, era más elocuente que la risa más alborotada. Nunca supimos bien de qué vivía, pero si bien era austero y medido con sus gastos, se notaba que disponía de recursos. No tenía auto, porque no sabía manejar ni tenía ganas de aprender, motivo por el cual se manejaba con los taxistas que lo llevaban y lo traían del norte al centro. Don Manuel Ordóñez. No sé que habría sido de él. Debe de haber muerto y si así fue, seguro que lo hizo con su habitual discreción: sin llamar la atención y con su proverbial y exquisita discreción.
VII
“Yo a esta me la veía venir”, fue lo que don Manuel nos dijo esa mañana. Y calló. En algún momento alguien se animó a preguntarle el motivo de su frase. Nos dijo que antes de decir algo más quería hacer algunas averiguaciones “con gente comedida de la cual me voy a cuidar muy bien de dar sus nombres”. El mozo sirvió una vuelta de lisos y una ginebra para Manuel. Y acomodó la “batería”, en los tiempos en que en los bares se acostumbraba a acompañar los copetines con cuatro o cinco platitos con “ingredientes”. Y todo por la misma plata. El flaco Garcés como al pasar mencionó a Paco, el hermano de Cacho. “Paco a esta no la va a dejar pasar”, dijo. Don Manuel apenas movió los labios como anunciando una sonrisa. “Me malicio que ese mozo algo tiene que ver con esta desgracia que le acaba de ocurrir a su hermano”. Y no dijo más. Pero todos presentimos que don Manuel tenía mucho más por decir.
VIII
A Cacho lo “levantaron” en algún lugar de la ciudad. Lo mataron de dos balazos y después lo metieron en el baúl del auto. El último paso del drama fue dejar el auto cerca del río Salado y, por las dudas, prenderle fuego. La policía supo enseguida la identidad del muerto y la identidad del auto. Mucho más no hizo. Como en algún momento comentara un comisario en mesa de amigos: “Que se maten entre ellos…bastante problemas tenemos en la ciudad como para dedicar los pocos recursos que disponemos para ocuparnos de malandras”. Por supuesto, estas declaraciones no salieron en los diarios. Por otra parte, desde el punto de vista burocrático se cumplieron con todos los trámites formales del caso. Digamos que la policía hizo todo lo que la ley prescribe que se debe hacer, menos ocuparse en investigar y detener a los asesinos. Los restos de Cacho fueron al cementerio y , según me contaron, hubo muy poca gente: su esposa, sus dos hijos, un par de curiosos que después se supo que eran policías y don Manuel Ordóñez, que si bien no era un íntimo amigo de Cacho, lo conocía, más de una vez habían compartido una copa y una mesa de loba. Corresponde decir, además, que a don Manuel estas ceremonias en el cementerio las consideraba no sé si sagradas pero sí importantes. “Al finado se lo despide como Dios manda”, dijo cuando le preguntaron los motivos de su visita, sin que se sepa a ciencia cierta si lo decía en serio o en broma, porque con don Manuel no era fácil distinguir esas diferencias.
IX
Dos o tres semanas después, don Manuel nos contó lo que sabía de esa muerte. Estábamos en el club, en el quincho de la plata alta, y habíamos terminado de comer un asado. No recuerdo bien en qué momento alguien le preguntó a don Manuel qué había querido decir cuando al mencionar la muerte de Cacho, exclamó: “Esta me la veía venir”. Don Manuel para todo se tomaba su tiempo: para armar el cigarrillo, para tomar una copa, para apostar por un caballo o para hablar. Esta vez no fue la excepción. Esperó que todos estemos atentos a sus palabras, tomó un trago corto de Fernet y después inició su relato. “Cacho nunca fue un santo ni pretendió serlo, pero esta vez era inocente, si es que nos podemos permitir emplear esa palabra con él. Cuando la otra mañana en el bar Cabildo nos dijeron que lo habían desgraciado, a mí la noticia no me sorprendió porque, como les dije en su momento: “ Me la veía venir”. Después, don Manuel nos contó que dos o tres días antes de que a Cacho lo mataran compartió con él una copa en un restaurant cuyos ventanales miran a la cancha de Unión, un comedor que Cacho frecuentaba seguido porque a la vuelta, sobre avenida Freyre, funcionaba una mesa de timba que él atendía. Fue allí que Cacho le comentó a don Manuel que se había reunido con una gente de Córdoba para hablar de algunos problemitas que había creado su hermano en aquella ciudad.
X
Si Cacho se permitía estas confidencias con don Manuel, es porque le tenía confianza pero además porque antes de que recurriera a la gente de Córdoba para que ocultaran por un tiempito a su hermano, le propuso a don Manuel que le diera una mano. “A usted le consta don Cacho que yo soy amigo de hacer gauchadas –explicó don Manuel- pero como muy bien sabe usted, con su hermano esa parada no me la puedo consentir por varias razones, entre otras porque su hermano Paco siempre fue un mozo mal llevado, incluso a usted no necesito decírselo porque fue testigo de cuando una noche se me insolentó y me vi obligado a ponerlo en su lugar, cosa que usted consintió porque era yo y porque a usted nunca se le escapó que Paco, su hermano menor, se crio a la bartola y vaya uno a saber por qué motivos creía que podía llevarse el mundo por delante”. Como para completarla –agregó don Manuel- el hombre era de mala bebida. Dos o tres copas y ya no sabía quien era. Esa noche que tuve un cruce de palabras con este mozo, recuerdo que le dije: “No está mal que un hombre de vez en cuando se mame, pero lo que un hombre siempre debe tener presente que así como no esta prohibido jugar al póker pero hay que saber hacerlo, no está prohibido mamarse pero hay que saber tomar. Y este mozo no sabía ni una cosa ni la otra.”
XI
Esa noche nos quedamos hablando hasta tarde en el club. Don Manuel hablaba y nosotros escuchábamos porque el hombre poseía el don de saber contar historias, el don, el saber y la autoridad para hacerlo. “Para Cacho el hermano era un problema que trató de arreglar pero nunca pudo hacerlo del todo. Digamos que lo protegió hasta donde pudo y esa protección en algún momento le costó la vida. Ustedes tendrán presente aquella madrugada en el cabaret que está en el norte de la ciudad, cuando mandaron a mejor vida al Chino Benítez. Nunca se supo bien qué había pasado y la cosa quedó en aparentemente en la nada, aunque luego yo me anoticié que el autor de esa muerte era Paco. Y me enteré, porque allí fue cuando Cacho me apalabró para que lo escondiera en el casco de una estancia de unos amigos de Entre Ríos, oferta que rechacé por los motivos que ya expliqué en su momento, pero como no soy hombre de dejar a un amigo en la estacada, le dije que en Córdoba conocía a una familia de gente brava que podría darle una mano. Y así fue como les presenté a los Moseelli, cuatro hermanos de ascendencia árabe que se ganaban la vida en actividades que no viene al caso detallar. Como los Moselli me debían unos favores, admitieron refugiarlo a Paco, diligencia que se confirmó delante de mío, aunque fue Cacho el que salió de garante.
XII
“Acá hubiera terminado la cosa, pero en este ambiente el diablo siempre mete la cola y, además, este mozo Paco era un tarambana, un tarambana desconsiderado y mano larga. Para hacérsela corta, una noche en un salón que alguna vez frecuenté, ubicado camino a Jesús María, Paco discutió por una sonsera con uno de los hermanos Moselli y sin decir agua va lo mató de un tiro. Y no mató al otro hermano, porque éste alcanzó a tirarse debajo de una mesa. Después escapó vaya uno a saber dónde, aunque no muy lejos porque ni para eso servía, ni para escapar. Creo que al otro día ya estaba preso. Los hermanos Moselli siguieron de cerca lo ocurrido y me consta que después de una reunión familiar decidieron que como Paco estaba preso a esa muerte se la iban a cobrar a Cacho. Yo de todas estas lindezas me anoticié después, pero por lo que pude saber dos Moseeli y un hombre incondicional de la familia, se largaron para Santa Fe para arreglar el entuerto. Ahí ya no sé bien cómo fueron las cosas. Me malicio que deben haberse reunido en un hotel que Cacho solía frecuentar. La reunión parece que no fue amable; no sé qué le pasó a Cacho porque me consta que fue siempre un hombre que si bien le gustaba hacer pata ancha, era muy comedido y muy amigo de reconocer lo que a cada uno le correspondía. Y en este caso, lo cierto es que el que debía dar una respuesta por las insolencias cometidas por el botarate de Paco, era Cacho.
XIII
“Como les venía diciendo, yo estuve con Cacho un par de días antes de que ocurrieran estas desgracias. Me encontré con él de casualidad en ese comedor ubicado casi en la esquina de San Lorenzo y Pellegrini, un salón largo donde en algún tiempo preparaban una bagnacauda que se las recomiendo. Yo me había pegado una disparada a ese comedor porque tenía unas diligencias que hacer con uno de los dueños, cuando me encontré con Cacho, aunque ahora me malicio que ese encuentro no fue casual. Tomamos un café y me comentó como al pasar la desinteligencia que había tenido con los hermanos Moselli. Yo lo escuché, no hice ningún comentario imprudente acerca de su hermano, pero recuerdo haberle advertido que los Moselli eran gente brava que no iban a dejar pasar esta ofensa sin hacer algo. Me dijo que ya se había reunido con ellos. Y ahí se quedó. Y cuando con toda consideración le pregunté cómo se había resuelto esa diferencia, me contestó que mal, que le pidieron como resarcimiento una plata que él consideraba abusiva. No se lo dije en ese momento, y tal vez debería habérselo dicho, decirle que una vida no tiene pecio, pero no sé si Cacho hubiera entendido mi advertencia. Lo que sí recuerdo es que antes de irse me dijo: “Esa plata yo puedo pagarla, pero no me gustó el modo en que la reclamaron. Y además, don Manuel, usted sabe que a mí de prepo no me sacan un mango por más razones que aleguen”. Y se fue. Y nunca más lo vi vivo. Por eso les dije el otro día, que “yo a esta me la veía venir”.