Crónicas santafesinas

 

I

La escena que registra la foto es de 1988, seguramente del mes de julio o agosto. No me acuerdo bien. Sí sé que era un viernes, porque ese día, antes de las diez de la noche, debía entregar la nota en el diario y por eso llamé al fotógrafo para que hiciera su trabajo. Deben ser las seis o siete de la tarde. Más o menos. Estamos sentados a la mesa del bar Ojalá ubicada en la esquina de bulevar y San Jerónimo. Ocupamos una de las mesas de la vereda, frente al rectorado, del que se pueden apreciar las rejas que dan al patio de las palmeras. También un árbol que todavía sobrevive, y un auto mal estacionado que es el mío, el que tenía entonces, usado y atado con alambre, pero que sin embargo era capaz de trasladarnos de día o de noche a cualquier parte y sin hacer preguntas indiscretas. Siete personas hay en esa mesa: cinco varones mayorcitos, una mujer y un niño. Dos de esas personas parecen advertir la presencia del fotógrafo del diario porque miran en esa dirección. ¿Lo miran al fotógrafo o como en ciertas pinturas, nos miran a través de los años a nosotros, los espectadores? Vaya uno a saberlo. El resto de los presentes parece muy entretenido en la conversación. ¿De qué estábamos hablando? Imposible recordarlo. Y mucho menos con personajes habilidosos y versátiles en el arte de la oratoria de bares, cantinas, tascas y tabernas, acentuada en este caso porque no venimos de misa o de alguna otra actividad recoleta, sino de un asado que se inició alrededor de las once de la mañana y que se prolongó hasta la tardecita.

 

II

La buena educación enseña que hay que empezar por presentar a las damas y caballeros que integran la mesa. En el centro de esa suerte de ronda improvisada está Juani Saer. Se lo ve cómodo, distendido y con una leve sonrisa complaciente. Lo está escuchando seguramente a quien está a su lado, el joven con barba, lentes, pelo que empieza a ralear y posiblemente un cigarrillo en su mano izquierda. Es Raúl Beceyro. A la izquierda de Raúl, de brazos cruzados, campera y sonrisa satisfecha, está Jorge Ricci. El que está al lado de perfil, el joven de bigotes, recostado con las piernas cruzadas como un jeque muy satisfecho con la vida que le tocó en suerte, soy yo, con casi treinta y cinco años menos, un dato cronológico del que considero necesario advertir que nos alcanza a todos los integrantes de la mesa. A mi izquierda, hay un niño de alrededor de diez años que mira con expresión asombrada a la cámara, a nosotros, o vaya uno a saber qué cosa, porque nunca nadie conoce lo que es capaz de mirar un niño rodeado de mayores. Ese niño tiene gorro con visera, un pullover y está hablando con alguien o algo le provoca asombro. Vaya uno a saberlo. Ese niño es mi hijo, se llama Ignacio y, trasladándonos a tiempo presente, hace unos días, el 3 de mayo para ser más preciso, cumplió cuarenta y tres años. También mirando a la cámara y con una sonrisa divertida hay un señor de lentes, con las piernas cruzadas. Es Rafael Filippelli, director de cine y que en aquellos años visitaba a la ciudad de Santa Fe con frecuencia. La única mujer de la mesa, de perfil, con lentes, con las manos apoyadas en una carpetas y escuchando atentamente las palabras de Beceyro, es María Celia Costa. Toda mesa de bar también se define por los «restos» que quedan. En este caso, Jorge y yo nos arreglamos con un café austero. Rafael y María Celia, con una taza de té. Nacho, ha terminado de dar cuenta de una porción de pastafrola. Y Juani y Raúl han preferido continuar la serenata iniciada el mediodía, con un whisky, como lo testimonian los vasos y el baldecito con hielo. Entre los pocillos de café de Jorge y el mío, hay un block de papeles. Es el que yo usaba entonces para tomar notas, fiel a mi consigna de no recurrir al grabador salvo situación de urgencia.

 

III

Se sabe que toda foto tiene un antes y un después. De la que hoy me ocupa me acuerdo del antes y no del después. Me acuerdo del asado en la casa de Beceyro en Colastiné. Un asado, asado por el propio Beceyro con el consabido ritual del fuego y el corte de carne cuidadosamente elegido, tal como lo ha narrado Juani en numerosos relatos. Comimos en el patio bajo la sombra de unos árboles. Hablamos de Dios y María Santísima, es decir de todo lo que va brotando verbalmente al calor de la carne asada y los vinos que entonces eran ricos y abundantes. Hubiéramos seguido hasta la caída de la tarde, pero Juani recordó que Jorge Ricci lo esperaba en su programa de LT10, por lo que, alrededor de las cuatro y media, cinco de la tarde, salimos rumbo a Santa Fe. Manejaba yo, y la «tripulación» incluía a Juani, Beceyro, Filipelli y Nacho. Estacionamos frente al Ojalá porque Juani quería tomar un cafecito antes de ir a la entrevista. Es lo que hicimos. Y después nos fuimos caminando hasta la radio. Entramos al estudio. Ricci estaba con el Rafa Brusa. La entrevista fue a Juani, pero Jorge me permitió participar con algunas preguntas. Mejor dicho, me dijo que me sumara a la entrevista. En esos días, o en esos meses, recuerdo que conversábamos acerca de una de las mejores novelas de Juani que terminaba de salir a la calle: «Glosa». Así que le metimos diente a ese texto, a esa larga caminata que se inicia en bulevar y San Martín y llega hasta el sur. Recuerdo que le pregunté si había una influencia de Platón y su «Banquete». Y me contestó que sí. Y luego procedió a relativizar esa influencia. En la radio se sumó a la partida María Celia Costa.

 

IV

El paso de los años inevitablemente alienta la nostalgia. En esa mesa del bar Ojalá ya no están ni Juani ni Jorge. Tampoco está el bar Ojalá. Y nosotros, los que sobrevivimos, estamos mucho más viejos. Hasta Nacho está más viejo. Hablo de la nostalgia por aquellos años, por aquella ciudad y por aquella universidad. A la distancia tengo la sensación de que entonces todos los días había novedades culturales. Que era habitual estar con Juani Saer, con Rafael, con Raúl, con Hugo, con Aldo Oliva, con Juan Manuel, con Beatriz Sarlo, con el Negro Portantiero, con Pancho Aricó, con Rodolfo Rabanal, con Ricardo Piglia. Que era tan habitual lo que nos pasaba que hasta no nos dábamos cuenta. La «cosa» ocurría en un bar, a la vuelta de una esquina, en la peatonal, en el hall de Cine Club, en el paraninfo de la Universidad, o en el aula Alberdi de la facultad de Derecho, o en algunos de los habituales asados de entonces. Seguramente exagero o no soy tan preciso con los recuerdos. Pero así funciona la memoria, como los sueños. Y su verdad no es la de la historia, sino otra: la del mito, la del símbolo, tan o más importante que la verdad histórica. Y las fotos lo que hacen es dejar constancia «objetiva» de aquellas imágenes, de aquellos momentos en la que no sé si éramos felices (¿quién puede saberlo en tiempo presente?) pero está claro que vivir daba gusto.

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/297858-una-mesa-de-amigos-en-el-bar-ojala-cronicas-santafesinas-opinion.html]

 

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