La propuesta de un acuerdo de gobernabilidad entre el peronismo y la oposición pareciera imponerse como una de esas sólidas verdades de sentido común, aunque no bien se cotejan las buenas intenciones con los rigores de la realidad, las dificultades para arribar a ese entendimiento son mayores que las que se presentan al primer golpe de vista.
El primer presupuesto que alienta esta estrategia nace de los rigores del presente, rigores que incluyen en un solo haz las inclemencias de la pandemia y las incertidumbres de un escenario económico y social impiadoso.
El segundo presupuesto, parte de afirmar el principio de que sin el peronismo no es posible ninguna salida política viable. Sobre este punto, es donde comienzan las disidencias que incluyen a dirigentes, pero muy en particular a una sociedad que por diferentes motivos ha acentuado en los últimos años rencores añejos.
Sobre estas disidencias internalizadas en el cuerpo social pueden elaborarse las interpretaciones más diversas, pero el problema existe y corresponderá a la clase dirigente hallar los caminos para superarlo, advirtiendo que desde hace unas cuantas décadas estas disidencias están presentes y que en diversas coyunturas históricas se intentó darles una respuesta.
Al respecto, importa tener presente aquel acuerdo político entre un peronismo que venía de dieciocho años de proscripción y la UCR, encuentro que se conoció como “La hora del Pueblo”, un acuerdo fundado en el principio del reconocimiento a la legitimidad del adversario, la promesa de resolver pacíficamente las diferencias y asegurar la gobernabilidad respetando un principio fundado en la consigna de que quien gana gobierna y quien pierde corrige y acompaña. Medio siglo después, esta iniciativa parece pertenecer más al campo de la nostalgia que al del realismo político.
En 1972 se intentó superar los irreductibles antagonismos abiertos a partir de 1945 o de 1955. Y si bien los principales dirigentes de entonces se esforzaron por hacerlo, las secuencias políticas abiertas a partir de la llegada del peronismo al poder no fueron precisamente felices, con lo que persiste el interrogante acerca de si lo acuerdos que traman los dirigentes se corresponden con las turbulencias que dividen el cuerpo social.
El peronismo históricamente no se ha negado a convocar dirigentes de otros partidos, convocatoria hecha desde su cultura “movimientista”. Desde las conversaciones discretas con Sabattini en 1944 hasta la integración de un dirigente radical en la fórmula presidencial de 2007, el peronismo siempre alentó esta estrategia en los términos de su concepto de “movimiento nacional”.
¿Hasta dónde el peronismo actual no continúa siendo tributario de esa estrategia? ¿Estaría dispuesto a acuerdos de gobernabilidad en el que los otros partidos mantengan su identidad? He aquí una pregunta que si bien no es novedosa tampoco da lugar a respuestas sencillas.
Por su parte, esa oposición que al calificarla de “republicana” se sugiere que la otra parte no lo es, sostiene una presencia social y política fuerte. Esta oposición ha demostrado que puede derrotar electoralmente al peronismo, pero exhibe notables dificultades para asegurar la gobernabilidad.
Sus errores, pero en más de un caso la beligerancia de la oposición peronista, han impedido que concluya sus mandatos o, como en el caso de la reciente experiencia de Cambiemos, pudo hacerlo pero al precio de un notable desgaste político que a diferencia de otras ocasiones, no incluyó el desmembramiento de la coalición, un dato que merece destacarse por sus posibles consecuencias hacia el futuro.
¿Resulta entonces imposible gobernar sin el peronismo? Lo que parece imposible para cualquiera de los actores políticos es gobernar con una oposición decidida a bloquear todas las iniciativas oficiales. ¿Cómo salir de esta suerte de obstrucción mutua que por un camino o por otro perjudica a la nación?
Por lo pronto, sería un paso importante admitir la legitimidad de los protagonistas, y en ese punto la principal responsabilidad para apagar incendios y no atizar la hoguera es de quien gobierna.
El segundo paso, es reconocer que las declaraciones generosas son necesarias pero no alcanzan para crear un clima político de entendimientos, un clima que no eluda diferencias históricas pero que ponga límites al ejercicio de esas diferencias.
Ni las ilusiones de unanimidad nacional ni las tentaciones de refundar un nuevo orden con la desaparición de alguno de los actuales actores son posibles. Sin duda que la clase dirigente en su totalidad tiene una responsabilidad por delante, pero mientras no se modifiquen en la sociedad los hábitos y las condiciones sociales y económicas que nos han llevado al actual estado de cosas, todos los esfuerzos que se hagan corren el riesgo de sumarse al museo de las buenas intenciones.
En todos los casos, importa advertir que no está escrito en algún lugar del cielo o de la tierra que el destino de la Argentina sea el fracaso, pero lo que la historia también enseña es que tampoco estamos “condenados al éxito”. Los milagros políticos no existen. Las naciones se recuperan con esfuerzo, tiempo, sabiduría y la ayuda “invisible” de Dios o el destino.