Crónicas santafesinas. (Ordóñez)

 

I

Cuando lo que quedaba de Ramón Valdés lo encontraron flotando en el Ubajay, los diarios hablaron de ajustes de cuentas en el hampa y a partir de ese título elaboraron las especulaciones más diversas para satisfacer a lectores para quienes la muerte de don Ramón, si bien era previsible conociendo sus antecedentes, no dejaba de llamar la atención, en tanto el muerto era poseedor -por decirlo de alguna manera- de un apellido conocido en la región. Sin ir más lejos, en el bar del club cada uno de nosotros tenía su propia teoría y sus propias especulaciones. Todos de una manera u otra conocíamos al muerto y sabíamos los puntos que calzaba. Y todos disponíamos de datos concretos como para justificar lo que decíamos. Don Manuel Ordóñez escuchaba en silencio, fumando sus habituales cigarrillos armados y con su copita de ginebra que, como le gustaba decir, más que tomarla la conversaba. Por lo general cuando todos hablábamos, él se mantenía en silencio. No sé cómo hacía, pero en cierto momento de la tertulia se las ingeniaba para intervenir sin levantar la voz, sin superponer sus palabras con las palabras de otros y siempre para decir algo que inmediatamente nos convocaba al silencio. Esta vez no nos contó quién había matado a Ramón Valdés. Sencillamente se limitó a decirnos, con ese sobrio tono sentencioso que lo distinguía: no lo mataron, fue un suicidio. Y ahí nos quedamos todos con la boca abierta, porque ninguno de nosotros podíamos creer que un personaje como don Ramón, un tipo de avería, que como le gustaba decir a don Manuel, debía por lo menos tres muertes, fuera un suicida. «Es como me escucharon -insistió- fue un suicidio». Creo que el Rengo García, el más pibe de la mesa, le dijo con tono de cachada: «No me diga que se pegó un tiro y después se fue caminando hasta el Ubajay». Don Manuel solo se limitó a mirarlo. Después le contestó: «Sos demasiado potrillo para pretender mear como caballo campeón». Nos reímos. Hasta el Rengo se rio. «Además, en esta vida hay muchas maneras de despenarse y no necesito explicarles a ustedes que Ramón hacía rato que le venía gambeteando a la bala». Enseguida supimos que bajo el título, «fue un suicidio», había una historia. Y nos prepararnos para escucharla.

 

II

A don Manuel jamás le oí levantar la voz. Lo he visto fastidiado o molesto, pero las diferencias las arreglaba con una frase, una mirada o la línea de una sonrisa. Nunca posó de guapo, entre otras cosas porque no necesitaba hacerlo para hacerse respetar. Esa noche -me acuerdo que hacía calor y los mosquitos nos volvían locos- nos contó la historia de Ramón. «Nos conocimos hace una temeridá de años. Nos conocimos en un reñidero que estaba bien al norte de la ciudad; para llegar había que ir por Blas Parera y después doblar dos o tres cuadras a la izquierda. Ya para entonces las riñas de gallos estaban prohibidas, pero la policía estaba arreglada y además en la depositada iba prendido el mismo comisario. Yo en aquel tiempo atendía un campito cerca de Laguna Paiva y de vez en cuando me arrimaba a ese reñidero porque -cosas de muchacho- tenía un par de gallos bien guapos a los que quise, aunque no lo crean, más que a mi perro. Y muy en especial a un gallo bataraz que jamás me dejó en la estacada y se murió de viejo después de haberlo llevado para la Quinta del Ñato a un gallinero completo de gallos. Fue en ese reñidero, en el que también se jugaba al naipe y había una cancha de bochas que a veces se usaba para jugar a la taba, que me le lo presentaron a Ramón Valdés, para esos años, un mozo que por las prendas que vestía y la plata que gastaba, parecía el hijo del gobernador. Bien plantado, voz de hombre acostumbrado a mandar. Era un muchacho todavía; no más de veinticinco años a ojo de buen cubero, pero ya se hablaba de él con respeto y con miedo. Esa tarde mi gallo bataraz probó la calidad de sus espuelas. Valdés le jugó al rival y perdió unos cuantos pesos que me los pagó sin chistar. ‘Calcule la correntada antes de tirarse al agua’, le dije como para decirle algo. Y se rio. Como con el bataraz me gané unos cuantos pesos, yo esa noche andaba lo que se dice ‘dulce’, por lo que me prendí en una mesa de tute donde me sacaron lo que había ganado con el gallo. Ya para entonces, yo sabía que a un hombre se lo pone a prueba cuando pierde y no cuando gana, así que tragué saliva, me pedí otra ginebra y en algún momento me arrimé para mosquetear en una mesa de loba en la que Valdés parecía que se había emperrado en dejar sin un peso al dueño de la casa. Y así fue. Resignado, el patrón decidió en algún momento dar por terminada la partida y lo vi a Ramón juntar la plata y acomodarla en el bolsillo interior del saco, cosa que todos vean el revólver que colgaba de la cintura. Después le ordenó al sabandija que atendía la cantina que sirva copas a todos los presentes para festejar que le había ganado a la casa. Así era este mozo en aquellos años: decidido, guapo y peligroso. En algún momento nos quedamos conversando y palabra va, palabra viene, lo felicité por sus habilidades. El hombre era advertido y entendió rápido lo que le quise decir y ensayó algo así como una explicación. Fue entonces que le dije: ‘Mire Ramón, ventajear al ventajero no es pecado en el infierno, así que no dé explicaciones que no he pedido’.»

 

III

«Después nos fuimos viendo a lo largo de los años. En esta ciudad todos tenemos las costillas contadas, lo que pasa es que algunos son más ligeros que otros para contar. Durante una ponchada de años Ramón fue un hombre que despertaba más miedo que respeto y enojado era más peligroso que yarará a la siesta. Me acuerdo cuando por una diferencia de palabras mató a un cristiano en un bar que entonces funcionaba por calle Güemes al norte, Café de los Angelitos le decían, un bar en el que los viernes a la noche se juntaban los hombres de entonces a compartir un churrasco y unas copas. Nadie sabe por qué lo mató a ese pobre desgraciado, pero lo seguro es que lo dejó seco y me malicio que el finado todavía le debe andar preguntando a San Pedro por qué emprendió el viaje a la noche. Ya para esos años, Ramón era vaina para cualquier machete. A mí las noticias me llegaban de refilón, pero no sé bien en qué momento advertí que el hombre había cambiado. No me pregunten cómo lo supe, pero lo seguro es que ya no era el mismo. Si hasta hacía cosas que yo, que lo conocí de potrillo, sabía que ni a él le gustaban. Todavía me acuerdo de aquella noche cuando entró en el local de don Antonio y por el gusto de darse el gusto sacó el revólver y bajó todas las botellas de la estantería. O conversar con gente que no se debe conversar. No, ya no era el mismo. Además no era el mismo en los detalles. Yo que lo conocí de cajetilla, me daba pena verlo mal entrazado y mucho más pena me daba saber que vivía del pechazo, cuando en sus buenos tiempos gastaba la plata como si fuera un Anchorena».

 

IV

«A mí alguna vez me enseñaron que un hombre es un misterio metido dentro de otro misterio. Y en la vida aprendí que un hombre debe respetar, si quiere ser respetado, pero por sobre todas las cosas, un hombre que pretenda ser merecedor de esa condición, nunca puede faltarse el respeto a sí mismo porque cuando eso ocurre es porque ha dejado de ser hombre. Y en los últimos años, el principal enemigo de Ramón Valdés fue Ramón Valdés. Hasta que en algún momento supo que había cruzado una raya que nunca se debe cruzar. Algunos dicen que fue cuando lo metieron preso por ese asunto de los cheques, pero yo barrunto que fue más íntima la cosa. Algunos dicen que el hombre nunca pudo superar que la mujer lo haya abandonado. Y ustedes saben muy bien que a ciertos hombres unas enaguas lo manean más que unas boleadoras. Puede ser. Como también puede ser que nunca pudo digerir el mal rato que en público le hizo pasar su suegro, don Marcial Gaitán, el único hombre en el pago al que don Ramón le tuvo miedo. Lo demás se veía venir como se ve venir la lluvia después del trueno. No se animó a pegarse el tiro que debía pegarse, pero hizo todo lo posible para que esa tarea la hicieran los que siempre le tuvieron ganas. No me preguntan detalles, pero para su desgracia, no lo despenó el hombre o los hombres que él hubiera querido, sino un pobre diablo, un infeliz que en otros tiempos no se hubiera animado ni a saludarlo».

 

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/299044-don-manuel-ordonez-y-un-extrano-suicidio-cronicas-santafesinas-opinion.html]

 

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