La Revolución de Mayo se entiende a partir de un diagnóstico acertado de las condiciones internacionales que la hicieron posible. Si bien en aquellos años no se hablaba de globalización, las redes de intereses económicos, políticos y militares ya estaban trazadas y, atendiendo al desarrollo de los acontecimientos, hubiera sido imposible para los patriotas tomar alguna decisión importante sin atender este campo de relaciones de fuerza.
A la hora de periodizar el proceso revolucionario abierto en el Río de la Plata los historiadores señalan como causas desencadenantes las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807 y el derrumbe de la monarquía española en 1808. Se sabe que los procesos revolucionarios obedecen a una multiplicidad de causas, algunas más visibles que otras, por lo que no faltan los historiadores que postulan que las condiciones históricas favorables a la Revolución hay que rastrearlas en la fundación del Virreinato a través de un emprendimiento militar destinado a prevenir la expansión portuguesa; o en octubre de 1805, cuando las flota británica derrota a la armada francesa y española en Trafalgar, motivo por el cual los ingleses controlarán el océano Atlántico y se interrumpirá la relación entre España y sus colonias, agudizando las contradicciones internas entre criollos y funcionarios coloniales y entre las diversas regiones.
Las interpretaciones sobre el proceso revolucionario son diversas, y a veces hasta antagónicas; pero existe una coincidencia casi unánime en admitir que la Revolución en el Río de la Plata se gestó más por razones externas que internas. En el Río de la Plata, la vida no era un vergel, pero las condiciones sociales eran relativamente apacibles, al punto que los funcionarios coloniales habían desestimado la necesidad de una fuerza militar para controlar posibles rebeliones.
Los grupos criollos estaban excluidos de las decisiones más importantes, pero algunos sectores habían logrado una modesta integración en las instituciones creadas por el reformismo borbónico. Por su lado, la población negra y mulata realizaba tareas de servicio doméstico y desconocían los niveles de explotación salvaje que padecían sus paisanos en Brasil o en Centroamérica. Buenos Aires para inicios del siglo XIX no era un paraíso, pero estaba muy lejos de ser un infierno.
Quienes en el futuro serán los jefes revolucionarios suponían que la liberalización en las colonias sería un programa a mediano y largo plazo y se desarrollaría a través de sucesivas reformas compartidas con el liberalismo español. Las condiciones revolucionarias los sorprendieron a todos porque llegaron “desde afuera”. Las Invasiones Inglesas ponen punto final a la siesta colonial e incluye al Virreinato en los reales problemas que están ocurriendo en el mundo. A partir de ese momento, nada de lo que se decidirá en el Río de la Plata podrá hacerse sin atender los factores externos que, por otra parte, llueven sobre Buenos Aires sin pedir permiso.
A fines de 1807, se instala la corte portuguesa en Río de Janeiro y junto con ella se fortalece la presencia británica en la región y se multiplican las intrigas dinásticas. En mayo de 1808 se derrumba la monarquía española y se derrumba de la peor manera, poniendo en evidencia la corrupción y la indigencia moral de los monarcas y de la aristocracia parasitaria que los acompañaba.
A partir de allí, los hombres son empujados por el torbellino de la historia. El proceso interno se agiliza de manera sorprendente. Las intrigas, las conspiraciones y las luchas facciosas en Buenos Aires se ponen a la orden del día, pero otra vez será un factor externo el que precipitará los acontecimientos.
A principios de mayo de 1810 llega al Puerto de Buenos Aires una fragata inglesa y su capitán se ocupa de que los diarios europeos -que informan de la caída de la junta de Sevilla- lleguen a manos de los criollos. La célebre Semana de Mayo se inicia gracias a esta noticia.
A las condiciones materiales del cambio hay que agregarles las condiciones ideológicas, en un mundo que a partir de la Revolución Francesa y Norteamericana se está transformando aceleradamente. La gravitación de las ideas es importante a la hora de pensar los procesos revolucionarios. El modo en que estas ideas influyen o se traducen en el Río de la Plata merece ser estudiado con detenimiento, pero el marco teórico y simbólico indispensable en toda revolución no hubiera sido posible sin los libros de la Ilustración.
No sólo en el Río de la Plata las condiciones internacionales fueron decisivas. A Francisco Miranda no se le escapaba que la liberación de las colonias españolas dependía de escenarios internacionales favorables y del tejido de una red de alianzas que aprovechara las contradicciones existentes entre las grandes potencias europeas. Los resultados de sus maniobras serán relativos, pero el aporte más importante de Miranda fue el de haber instalado como criterio que sin una adecuada política internacional era imposible pensar en procesos genuinos de liberación.
Después de 1810 los factores externos seguirán siendo decisivos. Las relaciones con Inglaterra, Estados Unidos y Europa en general siempre se privilegiaron. Por supuesto que no se ignoraban los riesgos y las tentaciones que provocaban estas estrategias con las grandes potencias, pero con descarnado realismo se admitía que esos riesgos eran tan necesarios como inevitables.
Una revolución de escasos recursos, agobiada por las guerras civiles y revolucionarias, envía a sus dirigentes más lúcidos a Europa porque es consciente de que el campo de batalla diplomático es tan importante como los campos de batalla en el Alto Perú o en la Banda Oriental.
La declaración de la Independencia, la decisión más audaz y atrevida de la Revolución, se produce también atendiendo el nuevo campo de fuerzas en el orden internacional. La derrota de Napoleón, el retorno al poder de un Fernando VII absolutista y reaccionario, la constitución de la Santa Alianza en Europa y el cambio de humor ideológico que todos estos procesos provocan, son factores decisivos para entender la decisión de los patriotas de declarar la Independencia de España y de cualquier otra dominación extranjera, como dice el texto aprobado el 9 de Julio.
Es más, unos días antes de la célebre declaración, se formaliza una reunión secreta de los congresales con Belgrano que acaba de llegar de Europa. El informe de Belgrano sobre lo que ocurre en las cortes del Viejo Mundo y sobre los posibles riesgos que se avecinan termina por convencer a los congresales acerca de lo que corresponde hacer.
Las campañas de San Martín, la estrategia de Bolívar, son impensables sin una adecuada evaluación de las relaciones de fuerza en el mundo. Uno de los grandes dilemas de la Revolución es su realineamiento internacional con los costos y beneficios que esa decisión acarrea. La confirmación de que el proceso revolucionario abierto en 1810 no tiene retorno se produce en 1820, en el momento interno más crítico de la Revolución, porque en España una revolución liberal encabezada por Riego pone límites a la promesa de Fernando VII de reprimir a sangre y fuego las rebeliones en sus colonias.
Como se podrá apreciar a través de estos ejemplos, la política internacional es importante y en más de un caso decisivo para pensar la Revolución de Mayo y sus primeros pasos. La pregunta del millón en consecuencia para quienes doscientos años después piensan o intervienen en política es la siguiente. Si en los inicios del siglo XIX para tomar una decisión trascendente era importante conocer lo que estaba pasando en el mundo y, más que conocer, disponer de un diagnóstico actualizado y acertado de lo que estaba sucediendo, ¿es posible en el 2010 pensar la política ignorando lo que sucede en el mundo, desconociendo los cambios y los nuevos campos de relaciones de fuerza?
En una apretada síntesis podría decirse que los “vientos” revolucionarios llegan al Río de la Plata con los barcos ingleses, del mismo modo que un vendaval parecido llega a España con las tropas francesas. En los dos casos, los ingleses y los franceses son desencadenantes de conflictos que no se propusieron desatar.
Las Invasiones Inglesas movilizan a la sociedad y como resultado de ellas nacen las milicias populares, sin las cuales no hubiera sido posible el desenlace de mayo de 1810. Cisneros, un funcionario español fiel a la corona y distinguido por su coraje y sangre fría en la batalla de Trafalgar, no entrega el poder, seducido por las bonitas palabras o los inteligentes argumentos jurídicos de Castelli y Paso, en el cabildo abierto del 22 de mayo; lo entrega porque no tiene con qué resistir. Las tropas las controlan los criollos y es esa evaluación de fuerzas lo que le hace decir: “Si el pueblo no me quiere y las tropas me abandonan hagan lo que ustedes quieren”. Si así no hubiera sido, si no hubiera tenido esa clara conciencia de sus límites, no habría vacilado en actuar como lo hizo un año antes en el Alto Perú, es decir, reprimiendo a sangre y fuego a los rebeldes.
Las Invasiones Inglesas producen -como efecto no querido- las milicias populares y el debate público, dos componentes que se instalan en Buenos Aires. Las milicias populares -ocho mil hombres armados, es decir, el veinte por ciento de la población- nacen en el contexto de una crisis de autoridad, que de alguna manera hiere de muerte al poder colonial. En el cabildo abierto del 14 de agosto y en las jornadas de la primera semana de febrero de 1807 se despoja a un virrey de su poder militar y luego se lo derroca.
Las condiciones revolucionarias están abiertas, aunque sus protagonistas no son totalmente conscientes de ellas. No deja de llamar la atención que los héroes de esa jornada sean Liniers y Álzaga. Ambos se detestan y ambos serán ejecutados por la misma revolución que, sin preverlo ni desearlo, contribuyeron a desatar, confirmando el clásico principio que postula que toda revolución en su avance impetuoso devora a sus hijos.
Un año después llega a Buenos Aires la noticia de que en España la monarquía borbónica -la corrompida e inepta monarquía borbónica- y todo el andamiaje absolutista que la sostenía, se ha derrumbado. El rey o los reyes están presos gracias a la astucia de Napoleón y el comportamiento miserable de Carlos y Fernando. El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se levanta contra las tropas francesas, reclamando la libertad de Fernando, que desde ese momento pasará a ser llamado “el Deseado”. La movilización popular crea un instrumento institucional novedoso que expresa a esa resistencia: las Juntas. Juntas que se habrán de constituir en todas las ciudades de España, representando a los sectores sociales opuestos a la ocupación francesa y críticos a una monarquía absoluta corrupta e inepta. Curiosamente, la resistencia española se organiza alrededor de las certezas ideológicas impuestas por la Revolución Francesa, una verdadera paradoja porque el pueblo español enarbola las banderas de libertad, igualdad y fraternidad para luchar contra un ejército que llega a España para traer esas novedades. Paradojas parecidas van a ocurrir en América, y en particular en el Río de la Plata: el movimiento revolucionario se hará en nombre de un rey absolutista preso y en contra del portador de las grandes novedades revolucionarias de la época.
Las Juntas en América son hijas del movimiento juntista de España. Lo dice Alberdi con su habitual claridad: “La revolución de mayo es un capítulo de la revolución hispanoamericana, así como ésta lo es de la española, y ésta, a su vez, de la revolución europea que tenía como fecha liminar el 14 de julio de 1789 en Francia”. Lo novedoso en América es que estas Juntas no se constituyen para luchar contra un ejército de ocupación. La independencia que en esos meses van a reivindicar no es de España sino de Francia, pero ya en el origen de las Juntas está incubado el germen democrático que terminará cuestionando al absolutismo. También el reclamo de mayor autonomía política y de una manera confusa, ambigua, la reivindicación de la independencia, aunque para que esto suceda serán necesarios nuevos cambios políticos en Europa.
La Revolución de Mayo, su naturaleza, su concreta manifestación histórica sigue siendo un tema de debate entre los historiadores que hace rato dejaron de lado las versiones canónicas de la llamada historia oficial y esa otra versión “oficial” constituida por el llamado revisionismo. Hoy se admite que tan importante como reconocer que efectivamente lo sucedido en 1810 fue una revolución, es precisar las modalidades de esa revolución. En principio importa señalar que toda revolución es un proceso que se extiende durante años, un proceso precedido de condiciones revolucionarias y resultados revolucionarios. En el caso que nos ocupa, estamos hablando de una revolución política que se iniciará como democrática y será finalmente independentista.
El 25 de Mayo de 1810 fue una fecha significativa; pero el clima revolucionario, ese clima que movilizó a los hombres a acometer grandes empresas, existía de antes y su existencia estuvo más alimentada por las condiciones externas que las internas. Cuando Belgrano era la promesa de un joven, talentoso y pacífico abogado, escribió que sus expectativas de cambio en el Río de la Plata estaban ligadas al ritmo de los cambios en España. Su mirada podría decirse que era evolucionista, no revolucionaria, entre otras cosas porque antes de 1806 no había motivos en el Río de la Plata para ser revolucionario. Como dice Carlos Marx: los hombres nunca se proponen tareas que están por encima de su horizonte histórico. Si esto es así, Belgrano y sus amigos no tenían por qué ser revolucionarios antes de tiempo, antes de que se desatara en el Río de la Plata “la tempestad” de la revolución.
En una ciudad de cuarenta mil habitantes, abundaban las pequeñas rencillas y celos por la disputa de cargos en la burocracia colonial. También había diferencias entre comerciantes monopolistas y comerciantes criollos, cuya única posibilidad de subsistir estaba ligada a la buena voluntad de la burocracia colonial o al contrabando. De todos modos, las crónicas de la época dan cuenta de una vida social aldeana, apacible, apenas matizada por contradicciones menores. Las diferencias entre criollos y españoles existía pero no eran tajantes y mucho menos auguraban desenlaces revolucionarios. Negros y mestizos constituían las llamadas clases bajas vinculadas al servicio doméstico y las diversas actividades artesanales. Este sector social no sólo que no estaba constituido como actor político, sino que tampoco era sometido a una explotación inhumana como podía pasar, por ejemplo, con la mano de obra esclava de las plantaciones de Brasil.
Las Invasiones Inglesas y el derrumbe de la monarquía española alteran esta paz aldeana y lanza a los hombres a una vorágine en la que estarán obligados a tomar decisiones, en la mayoría de los casos, improvisadas. Son las condiciones revolucionarias que han llovido sobre el Río de la Plata las que forjan a los revolucionarios y no a la inversa. Los conflictos y las intrigas en Buenos Aires tienen ahora su propio ritmo, pero el compás principal lo sigue marcando Europa.
Para principios de 1810, la Junta Central de Sevilla entra en crisis debido a sus disidencias internas y al avance de las tropas napoleónicas. La derrota militar erosiona la ya escasa legitimidad de la Junta. Un capítulo interesante de la Revolución de Mayo es el de las contradicciones internas del juntismo español. Si bien las juntas se constituyen como una alternativa institucional de resistencia a la ocupación y reivindicando consignas liberales y democráticas, ello no les impide estar sometidas a una intensa lucha facciosa entre sectores conservadores y progresistas. Desde Floridablanca a Florez Estrada, pasando por Jovellanos, se extiende un amplio arco ideológico y político.
Algo parecido ocurre en el Río de la Plata y en América. La reivindicación de las juntas la hacen personajes tan disímiles como Álzaga, D’Elío y los revolucionarios de mayo. Ser juntista no incluye ser revolucionario, sino adherir al único instrumento institucional posible en una situación caracterizada por el vacío de poder. Se sabe que las condiciones revolucionarias abren hacia el futuro diversas opciones. También se sabe que los revolucionarios de mayo no poseen un libreto escrito de antemano, sino que deben improvisar empujados por los acontecimientos. “Si la unión de lo consciente con lo inconsciente se llama inspiración, la revolución es la inspiración desatada en la historia” escribe León Trotsky que algo conocía de estos temas.
En los procesos revolucionarios suele ocurrir que los grupos que pierden el poder suelen ser más conscientes de la naturaleza del cambio que quienes la promovieron. Algo parecido ocurrió en Buenos Aires en 1810. La Primera Junta podría decirse que fue un gobierno de coalición, un acuerdo político que incluía a españoles y criollos, a comerciantes y hacendados, a profesionales y sacerdotes, a conservadores y radicalizados. Muchos de ellos suponían que las decisiones que acababan de tomar eran transitorias, una solución política para un momento de emergencia y nada más. Por el contrario, a los funcionarios coloniales que habían perdido el poder no se les escapaba que lo sucedido era una revolución.
Mariano Moreno es uno de los pocos dirigentes que tenía en claro la cuestión del poder y la cuestión de la nueva legitimidad política. Así lo expresa en los artículos que escribe y las iniciativas que propicia. Por otra parte, son los mismos acontecimientos internos y externos los que van empujando hacia un camino sin retorno. Que los revolucionarios tienen como aliada a la revolución, es algo más que un juego de palabras. Los hechos se encargan de confirmarlo. A las pocas semanas de haberse constituido la Primera Junta, hay cuatro frentes de guerra abiertos: el Alto Perú, la Banda Oriental, Córdoba y Paraguay. La revolución debe militarizarse y con los primeros derramamientos de sangre el margen para dar marcha atrás se reduce al mínimo.
La orden de Moreno, avalada por toda la Junta, de fusilar a Liniers y sus cómplices se inscribe en este contexto. La revolución no puede dar señales de debilidad porque el enemigo que tiene al frente no se lo va a perdonar. Lanzados al vértigo de los acontecimientos, los revolucionarios no pueden darse el lujo de jugar a la revolución. La muerte de Liniers hoy puede ser evaluada desde diferentes expectativas, pero en 1810 no había otra alternativa que hacer lo que se hizo. Basta leer la correspondencia de Liniers con los jefes realistas del Alto Perú para saber el destino que le esperaba a los revolucionarios si Liniers se salía con la suya.
Ciertos historiadores revisionistas insisten en defender las virtudes del orden colonial y en advertir sobre el carácter prematuro, localista y pro inglés de la revolución. Como dijera Ricardo Piglia, la historia revisionista podría pensarse como el relato escrito por un viejo español resentido por el proceso de liberación abierto en estas costas. Ironías al margen, a quienes pretenden invalidar la Revolución de Mayo por haber carecido de participación popular, habría que recordarles que el elemento popular lo aportaban las milicias que todavía estaban muy lejos de ser un ejército profesional. Incluso, si se admite que ese 25 de Mayo estuvieron en la plaza alrededor de 1.500 personas, se arriba a la conclusión que se movilizó cerca del dos por ciento de la población, un número significativo en cualquier gesta política.
Por otro lado, es necesario insistir en que la revolución es un proceso que se inicia antes del 25 de Mayo y continúa después. El célebre 14 de julio de 1789, que recuerdan los franceses en homenaje a la toma de la Bastilla, no es el acontecimiento más importante de la revolución. El famoso asalto al Palacio de Invierno de los zares en San Petersburgo se pareció más a un golpe de Estado que a la revolución que luego se va a desatar a lo largo y a lo ancho de Rusia. Por lo tanto, no se puede descalificar la revolución por el carácter apacible de la jornada, apacibilidad que de parte de los funcionarios realistas estaba impuesta por las circunstancias.
También se dice que la revolución no fue más que una asonada porteña. En el Cabido abierto del 22 de mayo se discutió ese tema. A los revisionistas habría que recordarles que el primero que intentó descalificar la revolución con ese argumento no fue algún gaucho mazorquero sino uno de los representantes más conspicuos del régimen colonial: el fiscal Vilota. Es él quien plantea que Buenos Aires carece de atribuciones para tomar una decisión de esa envergadura sin consultar a las ciudades del virreinato. Curioso: el primer reclamo de “federalismo” en estos pagos nace de la boca de un godo. No debe ser casualidad. La respuesta de Paso reivindicando la teoría jurídica del gestor de negocios ajenos permitió a los revolucionarios salir del “paso” elegantemente, pero más allá de las astucias leguleyas, está claro que la primera intención de los revolucionarios es convocar a los representantes de los otros cabildos. Si luego esos “diputados” se incorporarían a la Junta o se constituirían como Congreso Constituyente es tema de otro debate, basta por ahora con saber que desde su origen el movimiento revolucionario extiende su mirada hacia un espacio mucho más amplio que el porteño.
Entre los meses de mayo y septiembre en toda la América española se producen movimientos “juntistas” con claros objetivos de autonomía política. No se equivoca Alberdi cuando sostiene que la Revolución de Mayo es parte de la revolución hispanoamericana. Se podrán discutir los objetivos independentistas de estos movimientos, pero no bien se presta atención a los textos de algunos de sus ideólogos queda claro que el camino abierto en Mayo apunta en un trazo tal vez oblicuo hacia la independencia.
Estas consideraciones ya están presentes en los textos de Moreno y Pazos Silva su sucesor en la dirección de La Gaceta. Por su parte, Bernardo de Monteagudo es el primero que, dos años antes del retorno de Fernando VII al trono, menciona a la “odiosa máscara fernandina”. En esos años La Gaceta y el diario Mártir o libre son muy críticos de los liberales españoles y le reprochan no su liberalismo sino su falta de liberalismo. La premonitoria frase del inca Yupanqui arrojada al rostro de los diputados de las Cortes de Cádiz: “Ningún pueblo que oprime a otro puede ser libre” pone en evidencia las incoherencias políticas y el raquitismo ideológico de cierto liberalismo español acorde con la debilidad de la burguesía española para cumplir de manera coherente con sus objetivos históricos de clase.
Es verdad que en las Cortes de Cádiz en un primer momento hubo un guiño a las colonias en nombre de la igualdad jurídica, pero no bien las revoluciones en América empezaron a consolidarse los liberales españoles no vacilaron en descalificarlas y movilizaron todos los recursos disponibles -no tenían muchos- para sabotearlas. Por lo tanto, si bien la Revolución de Mayo no se propuso en un primer momento ser independentista al poco tiempo este tema ya estaba presente en la agenda de sus dirigentes más lúcidos, por lo que muy bien podría decirse que si Fernando VII no hubiera retornado al trono, lo mismo a los patriotas americanos no les habría quedado otra alternativa que profundizar la revolución porque, para los liberales españoles, el eslabón colonial había que sostenerlo más allá de la retórica de algunos de sus exponentes más atrevidos.
La impugnación que a derecha e izquierda se le hace a la Revolución es que no produjo los cambios económicos y sociales significativos. Si se supone que una revolución debe poner punto final a la propiedad privada e instalar el socialismo, está claro que esos objetivos les eran ajenos no sólo a los revolucionarios de mayo sino a todos los revolucionarios de ese tiempo incluidos los franceses, salvo que alguien suponga que se podía ser marxista antes de que Marx naciera. La Revolución de Mayo rompe el orden colonial, modifica la composición de “clases” en el interior del virreinato y reordena la economía en nuevos términos.
Se sabe que históricamente una revolución debe evaluarse más allá de los efectos de las coyunturas. Para 1820 la configuración económica, social y política del Río de la Plata es absolutamente diferente a la que existía en 1810. Las instituciones coloniales han sido derribadas, una región cuya principal fuente de ingreso eran los metales que provenientes del Alto Perú salían por el Puerto de Buenos Aires, ahora ha emprendido el desarrollo ganadero con el aporte de los comerciantes criollos desplazados por sus colegas británicos. La independencia y las guerras han provocado un nuevo realineamiento internacional y Londres ha desplazado a Cádiz. Pero por sobre todas las cosas la revolución ha sido el fundamento de una nueva legitimidad política, un poderoso mito movilizador sin el cual no hubieran sido posibles los grandes emprendimientos que se acometieron. Como dijera Halperín Dongui: “A los que con tanta audacia, a veces con tanta sutileza, a veces con tanta malicia, intentan renovar la imagen de nuestro surgimiento como Nación, sólo sería oportuno recordarles un hecho demasiado evidente para que parezca necesario mencionarlo, un hecho que por ocupar el primer plano del panorama es, sin embargo, fácil dejar de lado: que lo que están estudiando es en efecto una revolución”.