I
La noche en la que me inicié en la peña de los jueves hacía frío, pero al salón lo climatizaba el fuego del hogar. Don Manuel siempre se definió como un «hombre de orden» y así lo probaba en cada uno de sus actos. La peña se iniciaba a las nueve en punto de la noche y concluía alrededor de las doce. Las «viandas» estaban reservadas con anticipación, lo mismo que los tragos que nunca faltaron pero siempre se degustaban con moderación porque si había algo que a don Manuel le fastidiaba era un borracho. «Ningún paisano domina su caballo si no aprende a dominarse a sí mismo». No le molestaban los hombres que tomaban, le molestaban los hombres que no sabían tomar. Don Manuel era partidario de la ginebra y cada vez que había alguna referencia al mundo y a sus alrededores, una de sus frase preferidas era: «El mundo anda mal porque le falta una medida de ginebra». Alguna vez me acuerdo que me dijo de un sabandija que solía ir al club: «No sirve ni para ir a ver quién viene y encima es de los ventajeros que le gusta tomar vino sobre vino». Allí fue cuando me enteré que en una mesa de hombres el vino se sirve cuando el vaso está vacío, lo contrario es hacer trampa. Códigos de hombres de entonces.
II
Pero volvamos a aquella noche de julio o agosto de mediados de los años setenta. No sé si de casualidad o de manera deliberada esa sesión empezó con un relato de don Manuel. La costumbre establecida era que antes de iniciar la cena se anunciaba el tema. Se cenaba en silencio porque don Manuel estimaba que un comensal educado no habla mientras está comiendo. A la hora del café, el coñac y los cigarros, empezaba el relato. La historia que se contaba debía ambientarse en Santa Fe o en las inmediaciones. No era necesario dar los nombres reales de los personajes, pero tampoco estaba prohibido hacerlo. En el caso que nos ocupa y «por respeto a los familiares que aún viven», dijo, los nombres son ficticios, «pero la historia es más verdadera que hambre de perro de ciruja. Pongamos que él se llama Hugo y ella Manuela. Hay un hijo dando vuelta que se llama Jorge. No hay mucho más, pero con estos tres personajes van a pasar cosas, cosas que les aseguro, hasta a Mandinga lo dejó hablando solo».
III
«La historia que les voy a contar son tres en una, y todo por la misma plata», dijo don Manuel, y algo parecido a una sonrisa se le dibujó en la boca. «La primer historia salió enseguida por la radio y en las primeras horas todos se quedaron conformes, aunque yo enseguida malicié que algo no andaba bien. Empecemos por el principio. Hugo era un mozo de unos cuarenta y pico de años, bien plantado, pero nada más. Nacido en Santa Fe, en una familia que alguna vez tuvo mucha plata, desde muchacho se dedicó al teatro y no sé quién le hizo creer que era muy bueno y se fue para Buenos Aires donde parece que tuvo alguna participación en alguna que otra obra, pero no mucho más. En Buenos Aires, dicen que se casó con una chica porteña que parece que murió en el parto, un parto que dio a luz a su hijo, Jorge. Cuando arranca esta historia Jorge debe andar por los veinte años, parece que estudia en la universidad y que padre e hijo viven en una vieja casona del barrio Flores que heredó de su madre. La historia empieza a complicarse cuando Hugo se pone de novio con Manuela, una chica casi veinte años menor que él, de esas pobres chicas que solo disponen del don de ser lindas y que pululan en la noche entre el mundo del teatro, la revista y alguna participación artística en algún que otro cabaret de lujo. En cierto momento Hugo, Manuela y el hijo, Jorge, deciden pasar un fin de semana en Santa Fe. No sé por qué tomaron esa decisión, se me ocurre que Hugo habrá querido que la novia con la que según parece se iba a casar, conozca su ciudad y que también la conozca su hijo. Lo cierto es que se alojaron en un hotel que ya no está, cerca de la laguna Setúbal. Llegaron en auto a la mañana y esa misma tarde alquilaron una lanchita para dar una vuelta por la laguna, sacar fotos, pescar y todas esas cosas. La vuelta se hizo larga, llegó la noche y con la noche cayó una tormenta de esas que se arman en menos que canta un gallo. Parece que la cosa se pasó de castaño oscuro. Y la oscuridad, el aguacero y el susto hicieron el resto. La lanchita llegó al club de pesca, pero el que faltaba era Jorge. Desesperados, Hugo y Manuela hicieron la denuncia a las autoridades del club, salieron un par de lanchas a buscar al perdido pero nada… no apareció. A Jorge se lo llevó el agua, por lo menos eso fue lo que dijo la radio».
IV
Nosotros pensamos que allí terminaba la historia, pero enseguida don Manuel nos advirtió que esto recién empezaba. «El comisario de entonces era un hombre cabal y más desconfiado que caballo tuerto. No se qué vio o qué olió, pero lo seguro es que la historia no terminó de conformarlo. Investigaron. O investigamos, porque el comisario me distinguía con su amistad; es que alguna vez, además de amigos, habíamos sido colegas. Por supuesto que nos ocupamos en el acto del tema porque, como muy bien sabe todo paisano habilidoso, siempre se escarba mejor si la tierra está mojada. Lo primero que advertimos es que si bien en el hotel se habían registrado tres personas, nadie a decir verdad lo había visto a Jorge. Según parece, la mañana que llegaron primero se anotaron Hugo y Manuela. Jorge lo haría después porque, según dijeron, el muchacho estaba estacionando el auto. Alquilaron dos cuartos comunicados entre sí, pero no bien escarbamos un poco, advertimos que a Jorge nadie -ni el conserje ni la mucama- lo había visto, aunque ellos al principio dijeron lo contrario. Mientras tanto, Hugo estaba ‘destrozado’ de dolor y ella trataba de consolarlo como podía. Como le gustaba decir al comisario: ‘Donde se come pan migas quedan’, así que enseguida empezamos a escarbar como peludo asustado. Y no había vuelta que darle. Jorge era un fantasma o lo más parecido a un fantasma. La firma en la libro de entrada era de una letra diferente a la de Hugo y a la de Manuela, pero yo ya estaba desconfiado como esos perros de campo que, cuando se ponen así, es porque clavado que hay un barullo cerca».
V
«No voy a entrar en detalles para no hacerla larga. La cosa se fue complicando, pero a nosotros nos quedó bien clarito que el tal Jorge nunca había estado en Santa Fe. Después no sé lo que pasó. Y creo que hasta el día de hoy nadie lo sabe. Hugo parece que se sintió de golpe el intérprete de alguna de esas obras de teatro que le gustaban y vaya uno a saber por qué motivos al otro día confesó que él había matado a su hijo, que lo haba empujado de la lancha porque sabía que le andaba arrastrando el ala a Manuela. Allí nos pareció que la cosa empezaba a tomar forma y color. No era agradable, hedía a feo. Pero así y todo, a nosotros mismos se nos embarulló la cosa cuando la tal Manuela nos dijo llorando que ese hijo del que hablaba Hugo nunca existió, que fue una creación de su fantasía y de su soledad. Y ahí fue donde me di cuenta de que esta historia estaba más sucia que toalla de boliche. De todos modos la justicia arregló la cosa rápido. Efectivamente el tal Jorge parece que nunca existió, por lo que Hugo estuvo internado un tiempo en un sanatorio psiquiátrico y después le dieron de alta y se fue a vivir con Manuela… creo que todavía están juntos»
VI
¿Y esa es toda la historia?, preguntó uno de los comensales. «Más o menos», contestó don Manuel, «es la historia que se puede contar, porque hay otra historia que no alcanza a llamarse historia pero que a mí me quedó atravesada en el garguero». Don Manuel corrió la copa de ginebra como dando a entender que no tomaba más. Después nos dijo. «Un pajarito o un pajarón, me dijo que el tal Jorge existió y además de existir parece que andaba enredado con su madrastra y como para hacerlo todo más complicado parece que era el destinatario de una herencia que le dejaba la familia de su madre muerta cuando él nació». Algo impaciente pregunto: «¿Pero existió o no existió?». «No lo sé señores –responde don Manuel- no lo sé, y encima como para enredarlo todo, un par de semanas más tarde apareció en la costa el cuerpo de un muchacho ahogado al que nunca se lo pudo identificar».