Crónicas santafesinas. Ordóñez

 

I

Sabíamos que don Manuel tenía un sobrino porque alguna vez lo mencionó al pasar. Fiel a su estilo hermético el sobrino nunca fue más que el «sobrino», es decir, desconocíamos su nombre y nadie nunca lo había visto. Según don Justo, que conocía a don Manuel desde hacía una ponchada de años, el sobrino era un mozo de unos veinticinco años, hijo de una hermana, una mujer que según parece (de don Manuel todo lo que se sabía era siempre relativo) vivía en la costa, en Helvecia o en Santa Rosa, nadie lo sabía con exactitud, aunque sí sospechábamos que la mujer había muerto, motivo por el cual don Manuel se había hecho cargo del muchacho -entonces un adolescente- y lo puso a estudiar en un colegio religioso de Entre Ríos. Luego, cuando terminó el secundario, el mozo se instaló en Rosario para estudiar Medicina. Todos estos datos yo los fui sacando de a «puchos», por comentarios oídos al pasar, porque, insisto, don Manuel por lo general no largaba prenda sobre su vida privada, aunque, cuando se refería a su sobrino lo hacía con cierto orgullo, una aprobación que se manifestaba apenas en un leve énfasis en las palabras o algo parecido a una sonrisa complaciente acerca de los logros del muchacho en su carrera universitaria.

 

II

Una sola vez lo vi al sobrino con su tío. Estábamos compartiendo unos lisos en un bar de bulevar cerca de la estacón de trenes, cuando un muchacho delgado, alto, de pelo castaño y bigote finito se acercó a la mesa y saludó a don Manuel con la palabra «tío». A juzgar por la inusual expresión de sorpresa que se reflejó en el rostro de don Manuel –apenas un movimiento de las cejas- deducimos que el encuentro fue casual. Lo cierto es que el sobrino se llamaba Daniel, era un muchacho desenvuelto, mundano diría, y salvo cierta manera recelosa de mirar o cierta cadencia en el lenguaje, se parecía poco y nada a su tío severo y formal. Daniel, además, vestía vaqueros desteñidos, camisa Grafa arremangada hasta los codos, pelo alborotado y mocasines marrones sin medias, nada que ver con su tío de traje oscuro, zapatos con cordones, expresión severa y peinado a la gomina. Esa tardecita nos quedamos conversando y compartiendo unos lisos con una picada de salame y queso. En algún momento Daniel miró el reloj y se despidió con la cordialidad del caso. Don Manuel se puso de pie para despedirlo y no sé qué le dijo en voz baja. No recuerdo quién de la mesa hizo algún comentario favorable del «sobrino» al estilo «Parece un buen muchacho» o «Qué muchacho agradable», pero don Manuel no abrió la boca, un silencio que, conociéndolo, no tenía que ver ni con la aprobación ni con la crítica, sino con su estilo hermético de no hablar acerca de lo que consideraba no era necesario.

 

III

A Daniel me lo crucé algunas veces en la facultad y allí me enteré que además de ser sobrino de don Manuel y estudiar Medicina en Rosario, era un dirigente estudiantil reconocido de entonces. Exageraría si dijera que fuimos amigos, pero mantuvimos buena relación a pesar de nuestras tácitas diferencias. Daniel Ordóñez –llevaba el apellido de su madre y, dicho sea de paso, de su padre nunca supe nada- era un tipo inteligente, desenvuelto, simpático, un buen orador en las asambleas universitarias y muy respetado por sus compañeros. A mí no dejaba de llamarme la atención que ese muchacho extrovertido, desenfadado, dueño de una seductora «facilidad de palabra», como se decía entonces, fuera el sobrino del muy reservado, discreto y deliberadamente anacrónico don Manuel. Tampoco dejaba de sorprenderme que en las muy pocas ocasiones que hablé con don Manuel de Daniel, éste no disimulara su afecto por su sobrino, aunque alguna vez me dijera como al pasar que si bien su muchacho era una muy buena persona, un mozo derecho y de palabra como corresponde, ninguna de esas virtudes le impedían estar equivocado. «Anda entusiasmado con los barullos de la política».

 

IV

Intenté indagar qué significaba para don Manuel, «Estar equivocado», pero él se limitó a responder con un lacónico «Yo me entiendo», aunque por la manera que lo dijo barrunté que se refería a sus ideas políticas, aunque en ese momento pensé que lo que don Manuel consideraba un error, no eran más que sus prevenciones por la seguridad de «su muchacho», porque, importa decirlo, para esos años la política empezaba a ser una oficio riesgoso. Demás está decir que para don Manuel esos barullos estudiantiles le resultaban tan extraños como el sonido de una banda de rock pesado a un tanguero de la guardia vieja, opinión que luego relativicé un poco porque si bien el hombre nunca dejó de ser lo que se dice un conservador aferrado a su tiempo y a sus «saberes», en algunos ocasiones expresó en su estilo breve y conciso algunas opiniones sobre lo que estaba pasando en el país, opiniones que no eran precisamente las de alguien que desconocía en qué lugar estaba parado. Mis reparos se confirmaron cuando en ocasión de unos allanamientos a casas de dirigentes estudiantiles, Daniel fue detenido y su situación parece que podía habilitar la apertura de una causa penal. Don Manuel nunca nos comentó nada, pero nosotros nos enteremos después que movió influencias, que siempre eran altas, para que su sobrino recuperara la libertad.

 

V

Creo que fue una noche en el club, una noche de lluvia y de frío, cuando me animé a preguntarle qué había pasado con la detención de su sobrino. No me dijo mucho, pero conociendo al personaje considero que me dijo lo necesario. «Por esa vez lo ayudé a salir del corral, pero ya le advertí que lechuza sabia no se mete en cueva de zorro». Yo le pedí al mozo una medida de cogñac, pero don Manuel continuó con su ginebra. Se ve que el hombre necesitaba hablar y se ve que yo alguna confianza le inspiraba. «El sobrino es un hombre de bien, equivocado a mi juicio, pero un hombre de palabra y de coraje, lo cual me honra», dijo. «Son muchachos que no terminan de hacerse cargo de que el mundo ya era viejo cuando ellos entraron al baile, y que en esta vida hay reglas que hay que aprender a cumplir porque son reglas que están de antes y por algo están». Más no me dijo, salvo la mención al pasar sobre la respuesta que le dio a unos compañeros de su sobrino que lo hablaron para que firmara un petitorio pidiendo por su libertad. «No soy amigo de esos faroleos -parece que les dijo- y además, yo lo único que quiero es que al sobrino lo dejen salir, motivo por el cual no voy a propiciar estos papeluchos, porque hacer eso es como empezar a tirar tiros dentro de la comisaría».

 

VI

Daniel recuperó la libertad y anduvo haciendo de las suyas durante un buen tiempo. Después lo perdí de vista y de casualidad me enteré de que estaba en España, en el exilio, como se decía entonces. Pasaron algunos años y Daniel regresó a Santa Fe. Una mañana lo encontré de casualidad en el bar de la galería y fue allí que me contó una historia que me dejó pensando. «Yo estoy vivo gracias a mi tío -me dijo de arranque- yo sabía que corría peligro, pero nunca supe los detalles hasta que una tarde un tipo de alrededor de cincuenta años, traje gris, morocho, alto, pelo negro bien peinado para atrás, me paró en la calle y me dijo que quería conversar conmigo. Le desconfié al principio porque portaba una cara como para desconfiarle, pero mencionó a mi tío y a mi madre, por lo que acepté la invitación. Aún me acuerdo del Baviera de esa tarde. Hacía calor y el bar era un jolgorio. Nos sentamos a una mesa en un rincón cerca de los baños: él pidió un café y yo un cortado. La reunión no duró mucho, pero no la voy a olvidar mientras viva. El tipo hablaba en voz baja y fumaba. «Estás condenado a muerte pibe -arrancó- y te lo digo yo porque el encargado de dirigir la patota que te va a mandar al otro mundo soy yo mismo». Lo quise interrumpir pero no me dejó; y aún tengo presente su mano blanca, los dedos largos y finos. «Te pongo en aviso no por vos sino porque tu tío don Manuel alguna vez allá en la estancia que el administraba, protegió a mi madre y le salvó la vida. En homenaje a esa deuda es que te digo que tenés tres horas de tiempo para irte de la ciudad y del país. Si no lo hacés sos boleta y hasta tenemos decidido dónde te vamos a levantar y en qué lugar vamos a enterrar lo que quede de vos». Llamó al mozo con una seña y pagó la cuenta. Yo me quedé mudo, pero estaba absolutamente convencido de que lo que me decía era verdad. Antes de irse repitió: «Tres horas.»

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/307253-don-manuel-ordonez-y-un-sobrino-en-problemas-cronicas-santafesinas-opinion-cronicas-santafesinas.html]

 

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