Don Manuel colocó su taco de billar en la funda y lo guardó en una gaveta reservada para él. Después se acomodó las mangas de la camisa, se puso el saco y se acercó a la mesa donde yo estaba jugando a la loba. Se quedó un rato esperando que terminara la mano y cuando finalizó me dijo que si en lugar de andar chamboneando con el naipe me dignaba a acompañarlo a hacer una diligencia. Lo dijo en voz baja, como él acostumbraba. Y yo acepté la oferta porque siempre supe que si don Manuel se dignaba a hacerme una invitación, sus buenas razones tenía, sin necesidad, además, de que a mí se me ocurriera hacerle alguna pregunta, gesto que a don Manuel no sé si le hubiera molestado, pero en principio estaba seguro de que lo hubiese considerado inconveniente o por lo menos inoportuno. Pedí permiso para levantarme de la mesa, saludamos como al paso a algunos amigos comunes, bajamos por la escalera, cruzamos el amplio living y salimos a la calle. Era verano, mediados de diciembre para ser más preciso, cerca de las fiestas de fin de año. Hacía calor y, como cualquiera lo sabe, a las dos de la tarde el calor en esta ciudad no tiene misericordia. Yo estaba en mangas de camisa, pero don Manuel vestía de riguroso traje y a juzgar por la expresión apacible de su cara el calor no parecía afectarlo. Le ofrecí ir a donde lo considerara conveniente en mi auto, un viejo Citroën con un par de abollones en los guardabarros y con el tapizado de los asientos algo deteriorado. En ese estado lo compré por dos mangos en su momento. Era lo que me podía permitir en mis tiempos de estudiante pobre y cronista de un diario que salía solo cuando llegaban las bobinas de papel, motivo por el cual muchas veces los periodistas salíamos a la vereda esperando que llegara el camión con el papel que siempre tardaba porque los propietarios del diario también tardaban en pagar. Siempre le digo a los periodistas jóvenes: hay que ser taura para escribir en un diario en el que cobrás salteado y hasta último momento lo que escribís no sabés si va a salir publicado, no porque el jefe de redacción te haya censurado, sino porque el papel para imprimir el diario no llega, motivo por el cual uno entonces escribía la nota más o menos hasta la mitad y después salía a la calle a escudriñar para ver si se distinguía en el horizonte de casas bajas el camión con los rollos de papel; y cuando esto ocurría uno regresaba corriendo a la redacción, se acomodaba en su mesa y a teclazo limpio (tiempos de viejas máquinas de escribir que más de una vez se quedaban sin tinta, cuando no, la tecla de alguna letra no andaba o se salteaba el espacio) terminaba la nota con la certeza de que ahora sí saldría publicada. Certeza que no incluía la posibilidad de cobrar a fin de mes, porque ese logro dependía de otros factores tan inescrutables como misteriosos. Otra digresión si se me permite: tengo para mí que las mejores crónicas de mi vida de periodista las escribí en esas circunstancias: en diarios pobres condenados a la quiebra, con viejas máquinas de escribir, con el presentimiento de que lo que escribía no saldría publicado porque las bobinas de papel no llegaban y con la seguridad de que debería darme por muy satisfecho si a fin de mes me adelantaban la mitad del sueldo o a lo sumo un vale para comprar un kilo de asado, una botella de vino y un paquete de yerba en un mercadito del barrio.
II
Estábamos en que yo le ofrecía a don Manuel trasladarnos adonde él dispusiera en mi autito, pero con un gesto el hombre me dio a entender que no subiría a mi viejo Citroën y sin abrir la boca empezó a caminar con sus pasos lerdos pero seguros en dirección a la parada de taxi de bulevar, que lo contaba como su cliente más leal y generoso. En ese punto, como en tantos otros, don Manuel era inflexible: por la ciudad y sus alrededores solo se trasladaba en taxi. Ni en colectivo porque le molestaba esperar en una parada, y mucho menos en auto propio, no solo porque nunca supe que haya sido dueño de un auto, sino porque alguna vez me dio a entender que no sabía manejar y además no tenía ningún interés en aprender. Incluso en los tiempos en que le tocó desempeñarse como comisario, en muy raras ocasiones recurrió al chofer asignado o se subió a un patrullero. «Me gusta el taxi y me gusta conversar con los taxistas; un comisario que no se sabe hacer entender con los taxistas de la ciudad mejor que se dedique a otra cosa».
III
Don Manuel no sabía manejar un auto, pero según la leyenda que circulaba en el club, era un muy buen jinete, destreza adquirida en años de actividad rural en la provincia de Entre Ríos y en algunos campos que administró en la región. Y además de buen jinete, el hombre era bueno y entendido en faenas rurales. «Un paisano para mandar a otros en el campo, tiene que ser más entendido que ellos, porque sino no hay modo que lo respeten», me decía. Y yo entonces le agregaba: «Supongo que el otro requisito para hacerse respetar es pagar bien». Don Manuel me miraba con su aire severo y una lucecita de ironía le parpadeaba en sus ojos protegidos por unas cejas espesas. «Pagar se paga lo que se puede, pero de una manera u otra al paisano hay que cumplirle». Y después agregaba: «Yo siempre les he cumplido y a veces lo he hecho con mi propio bolsillo; pero así como he cumplido he exigido; la gente a mis órdenes siempre supo que yo no les iba hacer faltar nada y que podían contar conmigo para lo que sea, pero también sabían que conmigo había que trabajar duro». No sé qué comentarios hice en alguna ocasión acerca de la explotación del hombre por el hombre y esas cosas que a mí me importaban en aquellos tiempos. Recuerdo el tono de la voz con que don Manuel comentó a los otros integrantes de la mesa : «No hay vuelta que darle, la liebre siempre dispara para el mismo lado». Los hombres le festejaron la ocurrencia, pero no sé si entendieron lo que quiso decir, no sé si lo entendieron como lo entendí yo. Después me dijo: «A los hombres en el campo hay que exigirles que trabajen por más duro que sea el trabajo… es para lo que se los contrató y es lo que ellos esperan, salvo que, y a ver si lo entendés de una buena vez, salvo que en lugar del trabajo duro para el que se preprararon, vos tengas para ofrecerle algo mejor en su vida, porque si no es así, los primeros que te van a faltar el respeto son ellos».
IV
Subimos al único taxi que a esa hora de la siesta estaba en esa parada de bulevar a media cuadra del club. El taxista, un hombre de alrededor de cuarenta años, lo conocía a don Manuel y lo saludó con la habitual consideración con que la gente lo saludaba. Y no solo lo saludó, sino que se puso el saco que estaba apoyado en el respaldar de asiento, tal vez porque sabía que con Manuel ciertas formas debían respetarse. Por supuesto, lo trató de usted como lo trataban todos y supongo que el hombre ya estaba apalabrado porque arrancó en dirección al norte de la ciudad sin que don Manuel le dijera la dirección. Yo me acomodé en el asiento de atrás y don Manuel al lado del taxista, un detalle que siempre se ocupó en destacar. En el taxi que él tomaba su lugar era el asiento de adelante. «Yo sé por qué lo hago», me dijo una vez. Y ahí quedó la cosa, porque nunca me dio más explicaciones. Fuimos por bulevar en dirección a la cancha de Unión, después tomamos por López y Planes y luego agarramos por Blas Parera. Don Manuel conversaba con el taxista con su tono ceremonioso que mantenía una invisible distancia, pero que al mismo tiempo era cordial y salpicado con dichos camperos y refranes callejeros. Hablaban entre ellos como si yo no existiera, pero a mí no dejaba de asombrarme el talento de don Manuel para amenizar una charla con pocas palabras. Mientras tanto el taxi avanzaba por Blas Parra en una de esas siestas santafesinas de diciembre en las que ni siquiera el Viejo de la Bolsa se anima a salir a la calle. Recién al final del recorrido advertí que nuestro destino era la cárcel de Las Flore
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