Alberto Fernández y los usos y abusos del poder

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com)

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El gobierno nacional supone que está habilitado a abusar del poder porque está convencido de que la ambición del poder incluye necesariamente su abuso. Parece un juego cerrado de palabras donde los términos «poder» y «abuso» giran sin pausa. El problema es que si bien parece un juego, nosotros sabemos que no lo es. El gobierno nacional se considera autorizado a reclamar disciplina, privaciones, límites a la libertad, una norma que pareciera que tiene alcance para todos menos para ellos. El gobierno nacional ha considerado, por ejemplo, que sus miembros y sus familiares tienen derecho a vacunarse más allá de las prioridades que establece la ley. El propio presidente de la nación no tuvo reparos en afirmar que saltearse la fila no es delito. Y no solo lo hicieron, sino que en algunos casos se jactaron de hacerlo. El gobierno nacional se considera autorizado a exigirle a la población una cuarentena estricta so pena de sanciones graves, mientras sus máximas autoridades celebran fiestas clandestinas violentando todas las disposiciones legales. El gobierno nacional concibe el poder como un privilegio y un goce. Al poder lo ejerce y lo disfruta. Sensualidad y lujuria. Armando Bo e Isabel Sarli se están perdiendo algo importante. El sentimiento que precede a todas estas decisiones es el de la impunidad. La más absoluta, descarada y prepotente impunidad. Como dijera el señor Yabrán, que algo sabía de estos temas, el poder es impunidad, es hacer lo que a uno se le da la gana sin rendir cuentas. El poder se usa y se abusa. Los «vacunatorios VIP» y las jaranas en la residencia de Olivos así lo confirman.

 

II

Se dirá que el gobierno hace con el poder lo que hacen todos los gobiernos del mundo. Equivocado. Abusos puede haber -y los hubo- en otras latitudes, pero no son gratuitos. En estos meses hubo ministros y gobernantes que debieron renunciar a sus cargos por abusos iguales o parecidos a los del gobierno argentino. Algunos renunciaron, otros por lo menos se dignaron a pedir disculpas y a pagar una multa. Ninguno de estos escrúpulos parecen alcanzar al gobierno argentino. Las tres D es su abecedario predilecto: desparpajo, desfachatez, desvergüenza. Absolutamente convencidos de que constituyen una casta con los beneficios que corresponden. Una casta cuya retórica invoca los principios de la igualdad. Paroles, discurso, relato. Hablan de democracia, pero practican la autocracia; hablan de justicia, pero son portadores prácticos de las más diversas modalidades de injusticias; hablan de liberación, pero son autores de las más ofensivas maniobras de opresión; hablan de igualdad, pero les fascina cristalizar privilegios; hablan en nombre de lo «popular», pero les seduce la riqueza y la exhibición de riqueza. Y todo esto sucede en un país donde la mitad de sus habitantes son pobres, donde más del sesenta por ciento de los niños padecen privaciones inhumanas, donde los indigentes suman millones; un país que no crece, un país que cada vez se endeuda más; un país estancado, desbordado de injusticias, oprimido por índices inflacionarios; un país sin moneda, con instituciones devaluadas; un país con su escuela pública quebrada; un país que dejó la educación en manos de sicofantes como Baradel; un país donde una empresa moderna no consigue obreros con título secundario completo; un país corroído por la corrupción y por jueces cómplices con los autores de esa corrupción; un país donde los empresarios se van mientras los jóvenes preparan sus valijas.

 

III

No concluyen allí nuestras desdichas. Más de ciento ocho mil muertos así lo confirman. Muchos muertos, demasiados muertos. Y la impotencia de saber que con un mínimo de buena voluntad, sensibilidad humanista o simple responsabilidad política, esa cifra de muertos podría haberse reducido. En tiempos de pandemia se sabe que lo más valioso es el tiempo. Y tiempo es justamente lo que hemos sacrificado en nombre de alienaciones ideológicas, cuando no infames especulaciones financieras. Perdimos miserablemente el tiempo y la consecuencia de esa licencia son los muertos. No son buenos tiempos los que nos tocan vivir. A las desdichas de la pandemia se suman la incompetencia y la insensibilidad de un gobierno desorientado y desbocado. Un gobierno que en lugar de proponer soluciones pareciera empecinarse en ser el problema. Desdichado el país cuyo gobierno en lugar de resolver, impide; desdichado el país cuyos dirigentes parecen estar más preocupados en disfrutar de las mieles del poder de una añorada autocracia que en asumir los deberes del poder de la democracia; desdichado el país cuyos dirigentes reniegan de la lucidez y se empecinan en extraviarse en la oscuridad.

 

IV

Una evocación histórica. En septiembre de 1940 las bombas de la Luftwaffe cayeron sobre el palacio de Buckingham. Los diarios y los políticos hablaron de tragedia nacional. La reina Elisabeth, esposa de Jorge VI, declaró para sorpresa de todos: «Me alegra que nos hayan bombardeado; ahora me siento con ánimo de mirar en la cara a los trabajadores y las trabajadoras de East End». Una aclaración corresponde. East End es un barrio proletario de Londres. La reina lo visitaba con frecuencia y era mirada con recelo. Ahora las bombas de Hitler le permitían pararse ante el pueblo en un plano de igualdad. La lección era ejemplar: las bombas alemanas no distinguen clases sociales ni testas coronadas. Los asesores le rogaban a Elisabeth que se trasladara con su familia a Canadá. Se opuso terminantemente. Su frase aún se recuerda: «Las niñas no se van sin mí; yo no voy a dejar al rey y el rey nunca dejará Londres». Así de sencillo para una reina que aspiraba estar a la altura de los valores que dictan el honor y el coraje. El destino de Gran Bretaña es el destino de todos, decía. Y la reina predicaba con el ejemplo. Su prédica fue tan eficaz que Hitler la llegó a considerar «la mujer más peligrosa de Europa». Mientras tanto, Londres es bombardeada todas las noches. No hay luz, escasea el agua y las raciones de comidas son mínimas. La norma vale para todos. Eleanore Roosevelt, esposa del presidente de EE.UU. se reúne con los reyes en el palacio de Buckingham y observa asombrada que el almuerzo es de una pobreza franciscana. La vajilla, la mantelería, el servicio es de primera, pero el menú es de mendigo. «Es el menú para todos, para todos incluida la familia real y los amigos de la familia real», le dice Elisabeth. Hay, eso sí, postre. En un plato un racimo con ocho uvas, una uva para cada comensal.

 

V

No evoco estos datos históricos por nada. Los recuerdo con un cierto toque de nostalgia y pena. Gran Bretaña de 1940 vive momentos que no son identificables linealmente con los que vivimos en Argentina en 2021. Pero más allá de diferencias, lo que persiste es una crisis social que reclama de su clase dirigente el ejercicio de los más altos valores de la condición humana. Y lo que observo es que en Gran Bretaña una monarquía conservadora fue capaz de identificarse con los dolores y las angustias de su pueblo, mientras que en la Argentina democrática, sus mandatarios elegidos por el pueblo actuaron como unos miserables. Raras paradojas: los monarcas se comportan como demócratas, mientras que los supuestos demócratas se comportan con ridículas y miserables pretensiones aristocráticas. El palacio de Buckingham se transforma en el símbolo del dolor de un pueblo; la residencia de Olivos deviene en el lugar de un privilegio obsceno y atorrante. Entre el Alberto argentino y el Alberto inglés las diferencias éticas son demasiado visibles; y entre la señora Fabiola y la reina Elisabeth esas diferencias adquieren la distancia moral del abismo.

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