Rosario bajo la ley del hampa

A la ciudad de Rosario la han comparado con la Chicago de Al Capone, la Medellín de Escobar o la Sinaloa del Chapo Guzmán. Presumo que esas comparaciones son ligeras y en algún punto exageradas, pero al mismo tiempo mantendríamos una deuda significativa con la verdad si supusiéramos que en Rosario no pasa nada.

Las comparaciones o paralelos históricos son siempre arriesgados, sobre todo por las conclusiones que habilitan, pero más allá de manipulaciones convengamos que es posible establecer algunas relaciones constantes.

Lo que la experiencia histórica enseña es que cuando el hampa se conecta con la política se transforma en su cómplice y a veces en algo peor, abandonamos el espacio de la gaceta policial cotidiana para ingresar en el territorio de lo que se conoce como el crimen organizado.

Pues bien, en la ciudad de Rosario el crimen organizado ha asentado sus reales desde hace años en una intensidad que no se registra en ciudades parecidas. Algo se ha hecho y se hace para combatirlo, pero los resultados están lejos de ser satisfactorios.

Las cifras de muertos y heridos así lo testimonian, como también lo certifica el desenfado de los hampones y la admisión por parte de las instituciones del Estado de que los principales jefes del narcotráfico de la ciudad continúan dirigiendo operativos criminales desde la cárcel, “libertades” que se pueden permitir porque nadie parece poder impedirlo.

Mientras tanto, una de las ciudades más prósperas del país, una ciudad que incluye en la región del complejo sojero-aceitero más desarrollado del mundo, el crimen organizado hace de las suyas mientras las instituciones públicas no pueden o no saben ponerle los límites del caso.

Una pregunta me permito atendiendo a algunos antecedentes históricos mafiosos de la ciudad de Rosario: ¿debemos esperar que en algún momento los hampones cometan un error irreparable para que el poder estatal despliegue todos sus atributos y poner punto final al hampa organizado?

La especulación no es arbitraria. En los tiempos en que la mafia siciliana había sentado sus reales en Rosario, su “capo” máximo, Chico Grande, era tan poderoso como impune. Hoy su apodo es sinónimo de mafia, pero en sus tiempos de esplendor este caballero gozaba de la consideración de políticos, jueces, jefes policiales, empresarios y reconocidos estudios jurídicos.

Para ser justos con la evaluación, hay que decir que siempre hubo funcionarios decentes que intentaban poner límites al hampa, pero sin resultados significativos porque de manera visible e invisible, las redes mafiosas se terminaban imponiendo.

Todo parecía transcurrir en el mejor de los mundos para la mafia hasta que cometieron un error, ese error fatal e irreparable a partir del cual no hubo escapatoria posible. Esto ocurrió en octubre de 1932 cuando, probablemente sin el conocimiento de Chicho Grande, unos jefes satélites del capo decidieron secuestrar a Abel Ayerza y debido a un mal entendido asesinaron a este joven de 26 años, hijo de un médico prestigiado entre las clases altas y de una mujer cuyo apellido pertenecía precisamente a ese patriciado, algunos de cuyos principales exponentes eran gobierno en los años ‘30, como en el caso del influyente ministro Alberto Hueyo, cuyo hijo fue secuestrado con Ayerza, aunque recuperó la libertad. Conclusión: fue el principio del fin. Un fin que, además, se precipitó en muy poco tiempo.

Todo el poder del Estado nacional y provincial se volcó contra la mafia. Dos comisarios célebres, que hoy llamaríamos para ser discretos, de “mano dura”, Martínez Bayo y Fernández Bazán, se dedicaron a la caza del mafioso, todo esto acompañado de una ruidosa campaña nacional contra los inmigrantes italianos y un periodismo que en algunos caso aplaudía lo sucedido y en otros casos prefería mirar a un costado.

Hubo cárcel para los principales mafiosos, pero hasta el día de hoy no se ha logrado precisar el número de pistoleros y sicarios ultimados con un tiro en la nuca después de haber sido obligados a cavar su propia tumba. O sea que por el peor de los caminos, la eficacia fue demoledora.

La mafia rosarina como tal, con Chico Grande incluido con una controvertida expulsión a Italia, desapareció para siempre Más allá de las críticas que podamos hacer a estos operativos, lo que parece estar fuera de discusión es que hubo un momento en que el poder político real de la Argentina dijo ante el secuestro de Hueyo y la muerte de Ayerza: “Hasta aquí llegamos”.

Todo podía consentirse, todo podía ser materia de tortuosas deliberaciones hasta el momento en que los malvivientes se “equivocaron”, es decir, se metieron donde no se debían meter.

Noventa años después de aquellos macabros acontecimientos, en un país y en un mundo muy diferente al de entonces, ¿persiste esta tácita ley de hierro de permitir o de consentir la convivencia con el hampa? ¿Los ciudadanos debemos esperar a que los narcotraficantes se “equivoquen” para que el estado se decida a hacer lo que corresponde?

Más allá de las respuestas que merezca esta pregunta y más allá de incertidumbres, complicidades institucionales y coartadas políticas y jurídicas elaboradas por políticos fulleros, policías corruptos y jueces tramposos, lo que queda claro es que no es justo, no es digno que debamos esperar que los narcotraficantes cometan un “error” para que se decidan a intervenir haciendo valer todo el peso de la ley.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *