Jean Paul Belmondo

 

I

Los titulares anuncian que murió Jean Paul Belmondo. A ese señor nunca lo conocí, por lo que su muerte de alguna manera me resulta una noticia algo distante. Muy diferente es el Belmondo que conocí, el actor de «Sin aliento», «El delator», «Moderato Cantabile» o «León Morín, sacerdote», para mencionar algunas de sus mejores películas, aquellas que le permitieron crear una estética y una ética, es decir, un personaje que en mi mitología, es eterno. Belmondo, como dijera uno de sus personajes, es de los privilegiados que logró la inmortalidad y después murió. De esa inmortalidad, me importa hablar. Lo conocí en el cine Luxor precisamente en «Sin aliento». A partir de allí no me separé más de él. Después lo vi en Cine Club Chaplin (Galería Ross) interpretando al supuesto delator. A «Moderato Cantabile», la vi en una función de la Alianza Francesa, función a la que asistí una tarde de otoño con Emilio Toibero. Y «Edgar Morín, sacerdote», en el cine de Luz y Fuerza. Después hubo repeticiones en las sesiones de cine organizadas por los centros de estudiantes. O en Derecho o en Ingeniera Química.

 

II

No se dónde leí que lo comparan con los rebeldes de los años sesenta. Con todo respeto, no comparto. Belmondo, la imagen que yo tengo de Belmondo, no es la de un rebelde, mucho menos la de un revolucionario. A mí me recuerda al flaco de la mesa de café; ese flaco algo desfachatado, algo desganado, que no habla mucho y cuando habla tampoco dice frases admonitorias o sabias porque su encanto, su autoridad reside en otro lugar, en otro tipo de experiencia. Belmondo es el flaco de la barra, discreto, buen amigo, un poco atorrante, un poco inescrutable. Puede estar de saco o de campera, con o sin corbata, pero en todos los casos lo seguro es que los pantalones siempre están desplanchados. Y por lo menos uno de los cordones de los zapatos destrenzado. Y si calza mocasines, es probable que la suela de uno de ellos esté un poco despegada, no mucho, apenas lo justo para ser Belmondo. Ese aire de flaco de café no lo perdía ni cuando usaba frac o smoking. No es que no supiera qué hacer con esa indumentaria. Nada de eso. Lo que Belmondo te daba a entender es que la calidad de su vestuario o de la mansión en la que vivía o el auto de alta gama que usaba no era lo más importante, porque su verdad estaba en otro lado; en la manera de sonreír, de mover los ojos, de sentarse en un sillón y cruzar las piernas.

 

III

Belmondo es el protagonista de imágenes que poblaron mi adolescencia y mi juventud. Yo pretendía fumar como fumaba Belmondo. El cigarrillo entonces era importante para forjar una imagen masculina. La manera de tener el pucho en la boca, el modo de encenderlo, el gesto de aplastarlo en un cenicero. Todo definía una estética masculina. Pues bien, Belmondo era un maestro en ese arte, pero lo que lo distinguía era cuando sacaba el cigarrillo, lo llevaba a la boca y durante un rato caminaba con el cigarrillo largo, apagado o encendido. Intenté imitarlo muchas veces, pero nunca me salió bien. Yo alguna vez intenté caminar con las manos en los bolsillos como caminaba Belmondo. Yo más de una vez me acaricié la boca con el pulgar como lo hacía Belmondo. Yo aprendí, gracias a Belmondo, que un hombre en una ciudad tiene que andar con un diario en la mano o en el bolsillo del saco; que un diario puede ocultarte en cierto momento; que a un diario se lo lee rápido y después se lo tira o, por qué no, te puede servir para lustrarte los zapatos. Si quieren saber sobre la importancia de tener un diario en la ciudad, miren «Sin aliento». Y después procedan.

 

IV

Belmondo era la esperanza masculina de todos los que sabíamos que no éramos lindos. Belmondo nos probaba que un feo podía ganarle una mujer a Alain Delon. Alguna vez se dijo que las plateas femeninas en el mundo se dividían en dos barras intransigentes: las hinchas de Alain Delon y las hinchas de Belmondo. La condición femenina parecía jugarse en esas preferencias. Hoy el milagro se produjo: las hinchas de Alain Delon lloran la muerte de Belmondo. Y esas lágrimas dicen de las mujeres más que cualquier tratado o manifiesto acerca de la ética, la estética y la erótica. Belmondo sabía que era feo, pero esa supuesta fealdad otorgaba una diferencia. Así lo dijo una vez con el cigarrillo en la boca: «Todo el mundo sabe que un tipo feo con buenas frases se lleva las mejores minas». Ursula Andress, Catherine Deneuve, Claudia Cardinale, Jacqueline Bisset, Sofía Loren, Brigitte Bardot, Jeanne Moreau, son testigos. Además, se dio le lujo de filmar con los mejores: De Sica, Chabrol, Resnais, Brock; Truffaut, Bolognini, Melville, Godard, Lelouch, De Broca. Y hay más nombres, porque filmó alrededor de noventa películas, regulares, buenas y muy buenas, pero en todos los casos su presencia siempre marcaba una diferencia. Dicho esto, agrego que Belmondo me gusta en las películas en blanco y negro. Me gusta siempre, pero las de blanco y negro son mis preferidas. Una observación que creo pertenece a Claude Lelouch, pero que la hago mía: «Godard no inventó a Belmondo; fue al revés, Belmondo lo inventó a Godard». Y el que no entiende eso, no solo no sabe nada de cine; no sabe nada de la vida.

 

V

Nadie, hago memoria y no me corrijo, nadie enseñó cómo se debe morir en una película, como lo hizo Belmondo. En «Sin aliento», es delatado por la mujer que ama. Patricia (Jean Seberg) no acepta estar enamorada de él y para ponerse a prueba lo denuncia a la policía que lo está buscando por todo París. Belmondo puede escapar pero acepta su destino. «Estoy cansado, quiero dormir», le dice a un amigo. Llega la policía y él ya sabe su destino. Se lo dijo a Patricia cuando ella en el hotel citó la frase de Faulkner en «Las palmeras salvajes»: «Entre el dolor y la nada, no tengo dudas, elijo el dolor». Y Belmondo le contesta: «Yo no elijo la pena, la pena es un compromiso; quiero todo o nada». Ahora Belmondo corre por una calle con un tiro en la espalda. Ese paseo en zigzag hacia la muerte es increíble. Luego es ella la que corre hacia donde él está caído. ¿Arrepentida? ¿Asustada? No lo sabemos. La última escena en la que Jean Seberg contempla su agonía, es inolvidable. Se está muriendo, sabe que la mujer que ama lo traicionó, pero no pierde el humor, es decir, el coraje: mueve la boca, la abre, la cierra, estira los labios para un costado y para el otro. Y después le dice a ella: «Sos una basura». Con sus propias manos se cierra los ojos. Y muere.

 

VI

La otra muerte inolvidable, es la de «El soplón». Belmondo con un piloto al que solo Melville en el cine «polar» francés es capaz de darle un toque de niebla y muerte. En una casa en las afueras de la ciudad ajusta cuentas con un villano del hampa, pero se descuida apenas una fracción de segundos (siempre a estos personajes los pierde ese pequeño descuido) y el gánster que agoniza en el suelo le dispara un tiro por la espalda. Belmondo sabe que va a morir. Mira la amplia ventana del living; mira un cielo opaco, una tarde ceniza. Las muertes de Belmondo son heroicas porque es la muerte de alguien que sabe que va a morir. Y esa certeza se expresa en su rostro; en los ojos, en la boca. No hay miedo, tampoco resignación. Hay entereza. Así es al vida, piensa; así pasan las cosas. Un tiro por la espalda imprevisto y todo termina. Después intenta dirigirse en dirección a un teléfono blanco que está apoyado en un mueble. Tropieza, se apoya en un sillón, camina tres o cuatro pasos; llega al teléfono y marca un número, ¿A quién va llamar? ¿A un médico, a un policía? Se está muriendo y lo sabe. Alguien atiende el teléfono y entonces sabemos a quién llama. «Fabianne -le dice a la mujer que tal vez ame- no voy a ir esta noche». Y corta. Claro que no va a ir, porque sabe que en pocos minutos estará muerto. Pero no dice más que eso: «No voy a ir esta noche», es decir a la cita amorosa que había convenido con ella. Así actúan los hombres; los hombres duros. Yo miraba esa escena y pensaba que así me gustaría morir. Sin dar explicaciones, sin quejarme, sin asustar a nadie. Sin pedir ni ayuda ni perdón. Después corta y se mira a un espejo pequeño colgado en la pared, porque siempre en los momentos decisivos Belmondo encuentra un espejo. Se mira, se saca el sombrero, se acomoda el mechón de pelo (yo aprendí a acomodarme el pelo como lo hacía Belmondo), se vuelve a poner el sombrero y muere. Fin.

 

Noticia de: El Litoral (www.ellitoral.com) [Link:https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/317858-jean-paul-belmondo-cronicas-santafesinas-opinion-cronicas-santafesinas.html]

 

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