Con convicción y un toque de ironía, los peronistas se jactan de ser el partido que, más allá de errores y aciertos, pueden garantizar el “orden”, una virtud que ninguna otra fuerza política en la Argentina podría asegurar. Hasta sus opositores más enconados al admiten, desde diferentes registros, que solo el peronismo puede atravesar una crisis que suma a la pandemia una situación cuyos índices sociales y económicos son alarmantes, sin que se desate una catástrofe social.
Cuando en ámbitos habituados a reflexionar acerca de la política se discurre acerca de la identidad del actual gobierno, el dato más concluyente acerca de su filiación peronista lo brinda el hecho elocuente de que a pesar de los niveles de pobreza e indigencia, a pesar de una inflación tenaz, a pesar incluso de resultados electorales negativos, la gobernabilidad en sus trazos más gruesos está asegurada, un logro que en condiciones parecidas e incluso más benignas los gobiernos no peronistas no hubieran tenido serias dificultades para garantizar.
Es esta condición de partido del orden lo que habilita al peronismo presentarse como el garante de la gobernabilidad. Como se recordará, el “orden” fue la consigna de los militares golpistas del 4 de junio de 1943, mientras que la comunidad organizada fue luego la traducción política de ese orden. Casi ochenta años después, puede que algunos de estos paradigmas hayan perdido actualidad, pero en sus líneas centrales el peronismo se sostiene porque sigue articulando la relación entre poder y hegemonía.
¿Hay que admitir entonces que por fatalidad o destino a los argentinos no nos queda otra alternativa que ser gobernados por el peronismo? A nadie se le escapa que una respuesta afirmativa a este interrogante clausuraría cualquier posibilidad no solo de intervenir sino de pensar la política. Ni la historia argentina ni la experiencia de otras naciones autoriza a suponer que un partido reúne los atributos de la gobernabilidad, aunque atendiendo a las últimas décadas pareciera que efectivamente el peronismo fuera la única fuerza capacitada para gobernar.
Si esta conclusión pareciera imponerse con la consistencia del sentido común, no son menos consistentes los rigores de una realidad que da cuenta de la distancia entre las aspiraciones originales del peronismo en un país donde hasta en sus momentos de mayor adhesión electoral contó con una oposición que nunca pudo ser reducida a una minoría.
Para no irnos tan lejos, recordemos que la recuperación de la democracia en 1983 se inició quebrando el principio que identificaba al peronismo como una mayoría electoral. Los diez años de Menem y los catorce del kirchnerismo parecieron confirmar la hipótesis de un peronismo pensado como mayoría, pero también como titular en la sociedad civil de instrumentos de poder materiales y simbólicos con capacidad para controlar o liberar el conflicto social.
Con todo, los hechos posteriores probarían que el peronismo no solo podía perder una elección, sino que también podía perder el control de la calle. Precisamente, uno de los rasgos distintivos de la denominada crisis del campo es que el mito fuerte del peronismo acerca del “pueblo” en la calle también podía ser refutado.
Convengamos que la aspiración de ser el partido del orden es una aspiración legítima de cualquier fuerza política. La coalición de intereses cuya expresión manifiesta a partir de 1821 fue Rivadavia, se pensó como el partido del orden; “la paz y el orden” fueron las consignas en clave autoritaria de Rosas quien, como diría Alberdi, tuvo la virtud “por el peor de los caminos”, de enseñarles a las masas a obedecer.
“Orden y progreso”, fue la meta de la generación del ochenta; las diferentes aventuras militares iniciadas en 1930 se legitimaron en nombre del orden. Y la propia democracia recuperado en 1983 se hizo cargo de este principio porque en definitiva el orden es la separación constituida de cualquier experiencia política.
Desconocer la vigencia del orden peronista seria necio, pero desconocer que ese orden está seriamente erosionado sería políticamente irresponsable. Las recientes elecciones así parecen verificarlo, sobre todo porque desde hace por lo menos diez años un amplio e influyente sector de la sociedad con fuerte representación económica y territorial rechazan esta pretensión de orden. Que el gobierno de Macri haya podido concluir su mandato, es una manifestación más de la creciente debilidad de una fuerza que hasta ese momento se jactaba de impedir que cualquier gobierno que no fuera de peronista pudiera sostenerse en el poder.
En sociedades democráticas, pluralistas, con complejidad de intereses, se hace por lo menos complicado sostener el orden en nombre de tradiciones corporativas o imaginarios que el tiempo erosiona fatalmente. Ni la dictadura cesarista, ni el liderazgo carismático alcanzan si la estrategia de poder no está articulada con intereses regionales y económicos capaces de reproducir las condiciones materiales y culturales de existencia.
Esa alianza de intereses, indispensables para constituir una hegemonía, es la que el peronismo no está atendiendo y es desde esa perspectiva que “el orden peronista” está debilitado cumpliendo con la hipótesis tan bien formulada por Natalio Botana acerca de un país que asiste al crepúsculo de sus pretensiones de dominación hegemónica.