Conocidos los resultados electorales, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, se dirigió a Gabriel Boric con el lenguaje de la cordialidad. Y el dirigente de izquierda le respondió en los mismos términos. La puesta en escena fue la de dos adversarios y no la de dos enemigos. Piñera y Boric no ignoran sus diferencias -nadie las desconoce- pero el mensaje político para todos los chilenos es que las diferencias no deben perturbar líneas históricas de continuidad en el marco del estado de derecho. La elegancia y la distinción de los modales, más que una simulación, expresan un acuerdo acerca de los límites entre la convivencia y la disidencia. Un acuerdo y una discreta advertencia. Más a la izquierda o más a la derecha, en todos los casos el meridiano político siempre es el centro. Las palabras de Piñera a Boric no fueron diferentes a las que en su momento pronunció la socialista Bachelet con Piñera o a las de Lagos con Frei. Las formas republicanas no intentan ocultar el contenido, intentan expresarlo.
En Uruguay sabemos que esta tradición republicana es uno de sus rasgos políticos más distintivos. Las diferencias entre Sanguinetti y Mujica son conocidas porque entre ellos no se han ahorrado críticas, pero esas diferencias nunca fueron más allá de los límites que impone la tolerancia política. Lo mismo podría decirse de Lacalle y Tabaré Vázquez. En 2002, el presidente Jorge Batlle atravesaba una crisis de gobernabilidad no muy diferente a la de Fernando de la Rúa. Sin embargo, en Uruguay los partidos opositores de derecha y de izquierda en lugar de convocar al saqueo garantizaron que el presidente cumpliera su mandato. En Uruguay, gobiernos de derecha, de izquierda, de centro, practican el saludable y civilizado hábito de la convivencia y la alternancia. Nadie renuncia a sus tradiciones, a sus diferencias, a sus ideas, pero todos han consentido tácitamente que por encima de cada una de esas certezas hay un interés superior que se debe proteger, un interés que va más allá de un modo de producción económico; un interés que si no estuviera presente la idea misma de nación correría peligro.
En Brasil, sabemos que Lula fue dos veces presidente, que después de un juicio controvertido estuvo preso y recuperó la libertad, y que ahora será candidato presidencial en los comicios previstos para octubre de este año. Lula ha arribado a un acuerdo de posible gobernabilidad con Fernando Henrique Cardoso. Las diferencias entre Lula y Cardoso son conocidas, pero a la hora de pensar en el interés nacional declinan diferencias y privilegian acuerdos.
Chile, Uruguay, Brasil. Países con sus singularidades propias pero que comparten una honorable tradición republicana. Esa tradición republicana es la que los argentinos añoramos. ¿Por qué lo que sucede en los países vecinos no sucede en la Argentina? ¿Qué hicimos mal? Sería una simplificación atribuir a una sola causa esta carencia, pero sería una omisión injustificada eludir las responsabilidades del populismo en esta erosión de la cultura republicana. No viene al caso aludir a hechos históricos de un pasado lejano, alcanza con creces recordar el instante en que la presidente Cristina Kirchner se negó a entrar los atributos del mando a Mauricio Macri. He aquí un gesto que sintetiza toda una cultura política. No se trata de una anécdota menor, de un episodio imprevisto, sino de una decisión que se niega a legitimar al adversario a quien se lo concibe como un intruso o el titular de las peores desgracias para la nación. Que desde el primer día la oposición kirchnerista haya elevado como ofrenda el símbolo del helicóptero para expresar el destino que le asignaba a Macri, o que hayan arrojado toneladas de piedras contra el Congreso por el tratamiento de una ley que, comparada con la que tres años aprobaría el peronismo, demostró ser benigna para los jubilados, explica que en estos temas gestos como los de no entregar los símbolos del poder o palabras al estilo “vamos por todo”, más que una anécdota expresan una estrategia. ¿Alguien imagina a Piñera o a Lagos perpetrando estos comportamientos en el país donde hasta Pinochet reconoció su derrota en las urnas? ¿Alguien imagina a Sanguinetti o a Tabaré Vázquez negándose a entregar los atributos del poder o convocando a algunos de sus hijos para recibirlos?
El otro punto sobre el que importa reflexionar es acerca de los actuales liderazgos de izquierda en clave “nacional y popular” en el Cono Sur de América latina. También en este tema es posible establecer distinciones. Bachelet, Lula, Mujica, Morales, son dirigentes con los cuales es legítimo disentir, pero lo que ni sus adversarios más enconados pueden desconocer es su identidad política forjada en luchas en las que arriesgaron sus libertades y sus vidas. Ninguna de estas virtudes exhibe la biografía política de los Kirchner. Ni la de Néstor ni la de Cristina. A diferencia de los liderazgos de Uruguay, Chile, Brasil o Bolivia, el liderazgo de los Kirchner (y más allá de la sinceridad de algunos de sus seguidores) se aproxima en temas sensibles como los derechos humanos, el compromiso político, la sensibilidad con los más postergados, a la impostura y la farsa.