Según se mire, el 2 de abril, recordado en estos días, puede ser la fecha de un acto de recuperación de la soberanía territorial, la crítica a una dominación colonial o neocolonial o, por qué no, la derrota de la dictadura militar. En lo personal adhiero a esta última hipótesis. Sintetizando, diría que no pudimos recuperar las islas Malvinas pero como consecuencia de ese fracaso recuperamos la democracia. Maleficios de la dialéctica que le dicen.
El debate está abierto y no creo que haya posibilidades de que se clausure, del mismo modo que no creo que toda la retórica que se use y se abuse acerca de este tema permita en un tiempo más o menos razonable que las Malvinas alguna vez sean argentinas.
Ni optimista ni pesimista, realista, con un leve toque de escepticismo. Y algo de nostalgia. La nostalgia de saber que a mediados de los años sesenta, durante la presidencia de Illía, las gestiones diplomáticas de Argentina avanzaron a un nivel que hoy nos causa asombro. La resolución 2065 fue la iniciativa más avanzada que logramos para validar nuestros reclamos.
Pensar que hasta un alto funcionario del gobierno británico vino a nuestro país para hablar del tema. Y pensar que en la ONU se aceptó que las islas podrían denominarse indistintamente Faklands o Malvinas. Y que la relación entre “deseos” e “intereses” eran materia opinable. Todos estos avances diplomáticos se perdieron con la guerra, salvo que alguien suponga que se puede ir a una guerra, perderla y creer que ello no provoca ninguna consecuencia.
Pues bien, por lo pronto el 2 de abril produjo consecuencias. Margaret Thatcher hizo una exitosa campaña electoral con una guerra que prometía recuperar para el Reino Unidos los años de gloria de la Royal Navy; la dictadura militar sufrió su derrota definitiva y la precipitada salida democrática fue uno de sus efectos inmediatos.
Mayoritariamente los argentinos se entusiasmaron con la gesta, salieron a las calles, a las plazas, a apoyar la iniciativa militar. Montoneros y la izquierda se sumaron a la gesta. Verdugos y víctimas unidos en el amor a la patria y el rechazo al colonialismo anglosajón y, por las dudas, protestante.
Si en 1978la pasión nacional fue el fútbol, en 1982 fue Malvinas. Nacionalismo y fútbol. Pasión de multitudes. Los lugares comunes más trillados y ramplones, las fanfarronerías más vulgares, estuvieron a la orden del día: “Vamos ganando”, “que venga el principito”… Hasta que llegó la hora de la verdad, es decir: la derrota. Y con la derrota llegaron otras noticias: los jefes militares coimeaban con la compra y venta de armas; las donaciones devinieron en mercancías rentables.
Es verdad: hubo actos de coraje y manifestaciones generosas de amor a la patria. Pero ya se sabe que esas virtudes no alcanzan para ganar una guerra. Importa decirlo aunque duela: en ningún momento tuvimos chances de ganar.
La apuesta militar se fundaba en un fraude: posar de héroes de la soberanía nacional con la certeza de que los ingleses “no iban a venir”. Pues vinieron, ganaron y el principito se paseó por la isla. Soldados y oficiales argentinos sacrificados en el altar de los delirios de una dictadura tramposa. Balas inglesas mataron a los soldados argentinos. Balas o bombas.
Pero la responsabilidad de esas muertes fue, en primer lugar, de quienes en nombre de delirios nacionalistas y un vicioso sentimiento de impunidad nos precipitaron en una tragedia con sus previsibles costos en sangre y muerte. “Se obró con suma prudencia/ se habló de un modo preciso/ les entregaron a un tiempo/ el rifle y el crucifijo”, escribe Jorge Luis Borges para referirse a los soldaditos muertos en esta aventura. Luego agrega. “Oyó las vanas arengas/ de los vanos generales/ vio lo que nunca había visto/ la sangre en los arenales”. Todo un auténtico delirio promovido por militares que, también al decir de Borges, “en su vida escucharon silbar una bala”. León Rozichner inicia su excelente ensayo con un refrán conocido: “El que a hierro mata adentro a hierro muere afuera”.
La impunidad de la dictadura para secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer personas los impulsó a otra aventura bajo el supuesto de que nunca debían rendir cuentas. El teniente Astiz es un paradigma. Valiente para secuestrar y asesinar una adolescente sueca, o dos monjas francesas, o delatar a una madre atravesada por el dolor, pero rápido, casi vertiginoso, para rendirse ante un enemigo decidido a pelear.
Todo mal. Y no se privaron de nada. Fanatismo, necedad, fraude, corrupción. Dictadores de pacotilla. Franco jamás hubiera hecho algo parecido con Gibraltar. Tampoco lo hubiera hecho Mao con Taiwán o Fidel Castro con Guantánamo. Menciono dictadores con mucho más prestigio social y político que nuestros entorchados, pero con el realismo necesario para saber que no se puede jugar a la guerra.
Se habló de los efluvios alcohólicos de Galtieri. Se exagera. La decisión de ocupar Malvinas no nació como consecuencia de “una noche de parranda”. Fue otra tipo de borrachera la que dominó los reflejos de la dictadura: la borrachera del nacionalismo ramplón, la borrachera de la impunidad y la borrachera que propicia la imagen devota para nuestra tradición populista del balcón y la plaza.