I
El primer cine que recuerdo de la ciudad es el Esperancino. Para los más jóvenes, observo que estaba en bulevar entre Candioti y Necochea, más sobre Candioti y sobre la mano norte. Ahora creo que allí hay un banco y muchos años atrás funcionaba un templo del reverendo Cabrera. En la esquina de Candioti hubo, allá lejos y hace tiempo, un bar, que ahora no recuerdo el nombre. Al frente, el Chanta Cuatro; y al costado, en una planta alta, La Cabaña, con sus rumbosos bailables. Estoy hablando de 1966, 1967, es decir, que me estoy tomando una licencia cronológica de medio siglo, años más años menos. Siempre fui aficionado al cine y por esa razón a cada sala la recuerdo por las películas que disfruté allí. Al Esperancino fui muchas veces, pero la película que tengo presente es «Veracruz», dirigida por Roberto Aldrich, con las actuaciones de Gary Cooper y Burt Lancaster. Si mal no recuerdo se filmó en 1954, por lo que cuando la vi, ya tenía sus añitos. Demás está decir que a «Veracruz» la debo de haber visto a lo largo de décadas por lo menos ocho veces. Pero el descubrimiento, el encuentro feliz fue en el Esperancino.
II
Muchas años después, unos jovencitos (cometo una redundancia, porque a esta altura de mi vida todos, o casi todos, son más jóvenes que yo) me ponderaban las virtudes del western spaghetti, que con todo respeto, no le lustra los zapatos a John Ford, a Howard Hawks o al propio Aldrich. Es más, intenté explicarles con los escrúpulos del caso para impedir la imputación de anacrónico o autoritario, que «Veracruz» anticipaba con diez años algunas de las escasas virtudes del «spaghetti» sin, por supuesto, ninguno de los logros de la guardia vieja. Demás está decir que no los convencí, como tampoco los dejé conformes cuando agregué que el Clint Eastwood que me importa no es esa momia con sombrero que retrata Leone, sino el director de películas como «Los imperdonables», «Million Dollar Baby», «Bird», «Los puentes de Madison», «Torino», por mencionar algunas de sus películas más reconocidas. Tampoco me creyeron, y yo tampoco alenté la más mínima posibilidad de convertirlos. Pero el intento lo hice, y lo dicho, dicho está.
III
A la sala de cine del sindicato de Luz y Fuerza fui muchas veces. Me gustaba ir allí. Me gustaba el aire de la zona, la plaza en la esquina y, muy en particular, dos bares: el de Urquiza y Santiago y el Munich de calle Suipacha. En Luz y Fuerza, la película que más recuerdo es «El ejército de las sombras», con Lino Ventura y Simone Signoret. Inolvidable. Además, conocí en la ocasión el cine de Jean Pierre Melville. Sabía de su existencia, pero la primera película que vi del maestro fue esta. Después vinieron «El samurai», «El silencio del mar», extraordinaria, «León Morin sacerdote», «El confidente». En Francia, el policial negro se llama «polar» y Melville es uno de sus encumbrados pontífices. «El ejército de las sombras», relata la gesta de los maquis, la resistencia armada contra la ocupación de los nazis. Hay instantes, situaciones, inolvidables. Tengo presente el momento en que los maquis descubren que su aguerrida jefa acaba de ser detenida. Y los va a delatar, porque ella está dispuesta a soportar la tortura, pero no a que asesinen a su hijo que es lo que le prometen los nazis. Ella ha convencido a los SS que la paseen por la calle para «apuntar» a sus cómplices. Y sus compañeros entienden que no lo hace por traidora. «Nos está pidiendo que, por favor, la matemos». Y es lo que deciden hacer; y cuando lo van a hacer, ella los mira (y esa mirada de Signoret y el gesto de Ventura), como agradeciéndoles el gesto. Solo Melville puede narrar esos momentos.
IV
De la sala de Núcleo Joven, ubicada en la esquina de Ituzaingó y San Luis, recuerdo dos películas de Ken Russell: «Los demonios» y «Mujeres apasionadas». Tengo presente los momentos en que entré a la sala y salí. Y las formidables interpretaciones de Oliver Reed, Vanesa Redgrave, Glenda Jackson y Alan Bates. Confidencia al margen: en el caso de «Mujeres apasionadas», recomiendo la novela de D. H. Lawrence. El otro director que recuerdo de Núcleo Joven es Fellini. Y en particular esa versión formidable de «El cuentero». Lo extraño es que el protagonista principal de esa película es Broderick Crawford, más yanqui que Manhattan. Recuerdo mi sorpresa por ese Crawford «italiano», tan diferente del personaje de la serie televisiva de mis tiempos de pibe que si la memoria no me engaña se llamaba «Patrulla del camino». Pero Fellini era capaz de esas hazañas.
V
Del cine Chaplin, el de la Galería Ross, podría escribir un libro acerca de las películas que vi. Y sobre todo, acerca de los momentos vividos antes de entrar y después de salir de la sala. Ir al cine en aquellos años era una cosa seria. O, mejor dicho, importante. Lo era para todos: para los cinéfilos y para la gente que iba al cine a «entretenerse». Ese ceremonial, esas expectativas, ese encanto, me temo que se perdió o por lo menos no funciona como funcionaba antes. No lloro ni me quejo. El mundo cambió y también cambió el cine y sus protocolos sociales. Ver una película en casa tiene su encanto, no lo voy a negar; pero me limito a consignar que aquel encanto era diferente. Ni mejor ni peor: diferente. Y me congratulo de haberlo vivido. Entonces se corría la voz: llegó una película de Bergmann, de Godard, de Resnais, de Visconti. Qué sé yo. Algo te pasaba cuando te enterabas de esa noticia. Y algo, además, te pasaba cuando salías de la sala después de ver esas películas. Además, había un problemita que hoy no existe. Uno sabía que esa película que acababa de ver podía quedarse una semana, diez días, pero después, nunca más. Solo la casualidad o la gracia de los dioses podían permitirte verla otra vez. Uno sabía que el momento de placer concluía con el «The end», motivo por el cual, lo que importaba era registrar todos los detalles para no olvidarlos más. Apuntar cómo fumaba Bogart en «Casablanca», o la expresión de Gary Cooper en «A la hora señalada». Todo había que registrarlo en la memoria, porque película que se iba, película que no volvía. Con la televisión se atenuó un tanto esa angustia, pero no era lo mismo. Muchas películas que se reponían por televisión estaban dobladas al español y, con todo respeto, escucharlo hablar, a John Wayne o Alain Delon, como si fueran «gallegos», era algo difícil de asimilar. Y aclaro por las dudas: soy un devoto del cine español. Y en particular, de las películas de Buñuel, Saura, Berlanga, Garci.
VI
Algunas películas quiero recordar del Chaplin y junto con las película, los momentos en que las vi. «Casablanca», de Curtiz, con Bogart e Ingrid Bergman. No hace falta que les cuente la película; sí les aseguro que después de verla, como el personaje de Woody Allen en «Sueños de un seductor», salí caminando como si fuera Bogart después de despedirse de Ingrid en el aeropuerto. En el Chaplin, descubrí para toda la vida a Eric Rohmer. Mi inicio con el maestro, fue con «La rodilla de Clara». He aquí un amor desatado de una vez y para siempre. A Rohmer lo sigo viendo y lo seguiré viendo hasta el «último aliento». La otra película que me resulta inseparable del Chaplin es «Julia», de Fred Zinnemann. Hacía poco que habían concluido mis vacaciones forzosas en Coronda, motivo por el cual estaba disponible para ser fascinado por Jane Fonda y Vanesa Redgrave. Tampoco olvido aquella tarde cuando el profesor Ricardo Ahumada presentó «Hace un año en Marienbad», de Alain Resnais, con guión de Robbe Grillet. Creo que más de la mitad de los espectadores salimos con la sensación que lo más importante de esa película no lo habíamos entendido, si es que había algo que entender. Una tardecita estábamos tomando cerveza en el patio del Valencia y pasó un amigote y nos dijo que en el Chaplin estaban dando «Il sorpasso», de Dino Risi, con un Vittorio Gassman encantador y un jovencísimo Jean Louis Trintignant. Disfrutamos, nos reímos y hasta el momento del accidente no queríamos que la película termine. Salimos del cine con la bocina del auto descapotable de Gassman en los oídos. Y nos fuimos a un bar de avenida Freyre donde nos encontramos con otros amigos. Y liso va, liso viene, vimos llegar la madrugada, porque en aquellos años o las horas corrían más rápido o nosotros vivíamos más intensamente, pero apenas te distraías un poco, la madrugada asomaba tímida pero insistente por el lado de la Setúbal.