I
Para mí, la ciudad de Santa Fe nacía en la esquina de Bulevar Pellegrini y Avenida Freyre y terminaba en la esquina de bulevar y 25 de Mayo. Esa fue mi ciudad durante años. Allí estaban mis amigos, mis rivales, mis amigas, alguna que otra novia. Y allí estaban los bares y el comedor universitario; y esas veredas anchas que las agoté caminando de ida y vuelta, más de noche que día. Digamos que mi ciudad se redujo durante una década a diez cuadras, no mucho más. Sabía que más allá, al este y al oeste, al norte y al sur, pasaban cosas, iba y venía gente, había instituciones importantes, paseos famosos, plazas conocidas, avenidas, costaneras, barrios… pero mi vida de todos los días circulaba por ese espacio exclusivo cuyo centro era nuestra manzana de las luces: la universidad con su rectorado y la facultad de Derecho. No necesitaba más para vivir en la ciudad a la que llegué a estudiar en 1967, es decir, hace algo así como medio siglo.
II
Lo que cuento no sé si está registrado en mi memoria, si son sueños o una mezcla entre memoria y sueños. Pero por una cosa o por otra, lo cierto es que esas imágenes me acompañan siempre; constituyen mi vida, la memoria en la que me reconozco o intento reconocerme. Yo no sé bien qué pasaba con ese adolescente o jovencito de dieciocho años que llegó a Santa Fe para estudiar en la universidad. Un jovencito algo tímido, algo insolente; algo modesto, algo fanfarrón; algo educado, algo torpe; algo pícaro, algo tonto. No sé qué pasaba. Incluso, diría que ese jovencito a esta altura de la vida casi que me resulta un extraño, aunque hay algo, no sé bien qué es, que habilita cierta familiaridad. Sospecho que a mis setenta y dos años tengo poco y nada que ver con aquel chico, aunque hay una hora del día, hay un momento de la noche, un instante de la madrugada, cuando el sueño y la vigilia se confunden, en la que sospecho, de una manera íntima, de una manera que no termino de precisar, que entre el muchacho de entonces y el viejo de ahora hay cosas comunes, ráfagas, brisas que me aproximan a aquella juventud de la que tengo la certeza que se perdió para siempre. Me limito a dejar constancia, porque curiosamente tampoco lloro esa pérdida o esa ausencia, pero sobre ese tema ya me extenderé en otra nota. Hace unos meses me visitó un amigo de la guardia vieja. Un amigo mayor, es decir, alguien que cuando éramos jóvenes tenía seis o siete años más que yo, en una edad en la que esa diferencia era importante. Hacía por lo menos treinta años que a mi amigo no lo veía. Lo llevé a recorrer la ciudad de sus años de estudiantes, algunas casas que ya no están, algunos bares que cerraron hace tiempo. Compartimos el vino confidente y la cerveza expansiva. En algún momento me atreví a preguntarle, porque con un amigo uno puede permitirse esas licencias: ¿Cómo era yo cuando tenía 18 años? Me contestó después de algunos circunloquios: eras muy inteligente, muy curioso, simpático cuando te lo proponías y muy insoportable, aunque de tus pedanterías te salvaba ser un buen tipo, concluyó de manera concesiva. Eso fue lo que me dijo. Por supuesto, todo merece discutirse; pero lo que importa en este caso es la distancia establecida entre el anciano que escribe estas notas y el muchachito que llegó a vivir a esta ciudad situada entre dos ríos.
III
El escenario y el itinerario lo tengo registrado. También la luz y las sombras. Por lo general es siempre de noche. A veces, de tardecita; más de una vez, de madrugada. El primer bar que recuerdo se llama «Capri». Era un local angosto; lo imagino en penumbras, pero no estoy seguro que en la vida real haya sido así. El «Capri» era un bar que alentaba la intimidad y la conspiración. Muy bien podría ser el restaurant donde Al Pacino mata a Sollozo en «El padrino». También hablo de la intimidad con una mujer compartiendo un vino o una cerveza; o de la conspiración con un grupo de amigos reunidos en tiempos en que la política estaba prohibida. Un libro tengo presente en ese bar: «El solitario de Pinas», de Raúl Larra, una biografía sobre Lisandro de la Torre. Una mujer también recuerdo. Se llamaba Laura. Y digo que se llamaba, porque una semana después de haber compartido en ese bar una cerveza la mataron en Rosario. Tenía 23 años. No merecía morir como murió. Nadie merece morir así.
IV
Al lado del Capri, en la esquina de bulevar y San Lorenzo, se levantaba el Torino. Ya escribí sobre ese bar que frecuenté de mañana, de tarde, de noche y de madrugada. «Capri» y «Torino». Creo que el dueño era el mismo. Italiano obviamente. Muchas madrugadas allí, pero hay una que ahora recuerdo. Siete, ocho de la mañana. Nublado y con frío. En la esquina paran los colectivos y hombres y mujeres recién levantados se dirigen a su trabajo. Tengo presente el instante en que un amigo al que le decíamos «Gaucho» nos dijo: «Algo anda mal cuando nosotros nos madrugamos hablando de la revolución, de Lenin y el Che Guevara, mientras los trabajadores a esa misma hora suben a los colectivos para ir a trabajar». Por supuesto que nos reímos por su ocurrencia; pero él no se reía. Éramos ocho o nueve en esa mesa. Siempre andábamos como empandillados. Había tres o cuatro amigas. Tengo presente que una lloraba no sé por qué historia pasada; lloraba en silencio; el único dato de su llanto eran las lágrimas que corrían por sus mejillas. Nadie le preguntó los motivos. Tal vez porque no nos importaba o porque ya conocíamos las causas de su pena. Una noche y una madrugada más en el Torino.
v
Al Tuyú de bulevar y Urquiza lo conocía desde hacía muchos años, incluso antes de ingresar a la universidad. Urquiza 3457. No me olvido la dirección, Allí vivían unos amigos íntimos de mis padres a los que yo les decía «tío» o tía». Más de un verano me hospedé allí. El bar de la esquina al que asistía para comprar pizza o cerveza (hablo de 1960) creo que se llama Sportsmann. Y si la memoria no me falla, sobre Urquiza había una cancha de bochas. Después se llamó Tuyú. En 1970, más o menos, vivía en una casa de estudiantes ubicada en Pasaje Maipú, casi llegando a Urquiza. Antes de ir al comedor universitario, o a la salida, pasábamos por allí para tomar una cerveza acompañada de unas empanadas muy ricas. Mi memoria es literaria y no lo puedo impedir. Hacía calor esa noche a pesar de que ya eran más de las doce. Conversaba con Niki, una suerte de maestro político de aquellos años. Como buenos santafesinos tomábamos lisos en jarra. Pero lo que más recuerdo es que me regaló en tomo uno de «Los caminos de la libertad», de Jean Paul Sartre.
VI
Caminado por bulevar, pero por la otra mano, en la esquina de 1º de Mayo», estaba el «Maimi», un boliche chiquito frecuentado casi exclusivamente por estudiantes. Tres mesas adentro, unos bancos en la barra y tres o cuatro mesas en la vereda. Un enorme espejo en la pared enfrentada al mostrador. Salíamos del comedor y rebotábamos en el Maimi (al dueño no hubo manera de explicarle que era Miami… era Maimi y punto). El vino era barato y las milanesas hubieran necesitado fritarse en un aceite más puro, pero para las necesidades de nosotros y los estómagos de nosotros, todo era un manjar. «El jugador», de Dostoievski, me lo regaló Paty, en los tiempos en los que todavía el alcohol no había hecho estragos en su sensibilidad e inteligencia. Un mediodía estaba con un amigo en la mesa de la vereda cuando oímos por la radio la noticia de que habían asesinado a Vandor.
VII
Por la misma vereda, pero en la esquina de 9 de Julio, estaba el bar de Ferreyra. Ahora hay una prolija y recatada oficina de Correo. Entre 1971 y 1974 creo que mi asistencia a ese bar fue perfecta. Nada extraordinario el servicio. A los bares de estudiantes les alcanzaba y les sobraba con ofrecer milanesas, alguna tortilla de papas, unos tallarines o una costeleta. No mucho más. El vino se servía en jarras que le decíamos «pingüino». Mesas adentro y mesas en la vereda. En 1970, y en la vereda de enfrente, es decir, en la esquina del rectorado, dos patrulleros de la cana me detuvieron. A mí y a un par de amigos. Fue con motivo de una manifestación que salió de la facultad de Derecho. Las temporadas carcelarias no eran muy prolongadas. Creo que a la semana ya estábamos tomando cerveza en la vereda del Ferreyra. En una de esas mesas conocí a una chica. No voy a contar intimidades. Consigno solamente que me regaló «El lobo estepario», de Hesse. No sé si lo hizo para contribuir a mi formación literaria o quería insinuar alguna otra cosa. Vaya Eros a saberlo.