I
A la ciudad de Rosario la visito desde mi adolescencia. Por diferentes motivos y en nombre de diferentes causas. Viven allí un puñado de amigos que honro y distingo. Sin embargo, los viajes frecuentes no han impedido que en esa ciudad me sienta un forastero. Constato un hecho; el dato no pretende ser crítico, ni siquiera melancólico. En Rosario nunca estuve más de dos días, tres a lo máximo. Siempre alguien me esperó y me llevó a su casa o al hotel. Recuerdo bares, clubes, salones de conferencias, otras casas, otros hoteles, pero si me dejan solo en una esquina me pierdo. Así son las cosas, para bien o para mal. Por lo pronto, esa condición de forastero en Rosario, esa «ajenidad» con una gran ciudad levantada a 150 kilómetros de Santa Fe, no me resulta incómoda, porque la condición de forastero posee su encanto, el encanto de descubrir, de asombrarse, de extrañarse, de preguntar. Soy santafesino, pero Rosario es una ciudad que me interesa, entre otras cosas porque es una gran ciudad. Nunca participé ni alenté tontas rivalidades regionales. Soy santafesino, estoy muy satisfecho de serlo, pero no creo que Santa Fe sea el ombligo del mundo; he viajado mucho para ser prisionero de una visión localista o aldeana. No desconozco conflictos y disputas de intereses, pero creo que Rosario y Santa Fe, cada una desde su singularidad y su historia, no pueden ni deben convivir dándose la espalda.
II
Valga esta introducción para comentarles que el martes estuve en Rosario. Como en el mundo que vivimos se habla de lo sucedido «antes o después de la pandemia», me veo obligado a decir que no visitaba Rosario desde antes, desde antes de la pandemia, se entiende. ¿Motivo o causa del viaje? Por lo pronto, el absoluto responsable, con todas las consecuencias del caso, es el amigo Bebe Altare. Rosarino y radical de toda la vida. ¿Tema? Algunas consideraciones acerca del periodismo, los periodistas y la libertad de prensa. ¿Lugar? El Jockey Club, levantado en la esquina de calle Córdoba y Maipú. Salí de Santa Fe alrededor de las diez de la mañana y alrededor del mediodía estaba alojado en un hotel ubicado a una cuadra y media de calle Córdoba, un hotel en el que, según me confiaron, alguna vez se alojó Diego Maradona, detalle que despertó mi curiosidad de periodista, pero no mucho más que eso. Tema a tener en cuenta: el estado de la autopista de regular para abajo. No está en buenas condiciones y no veo muchas ganas de decidirse a cambiar ese estado de cosas. El peaje, de todos modos, lo cobran con rigurosidad cuáquera. Entré a Rosario por avenida Pellegrini. Recorrí algunas calles de la ciudad, reconocí algunos de los lugares que es imposible no tener presente: el parque Independencia, el monumento a la bandera, el bulevar Oroño que me sigue pareciendo magnífico, digno de aquellas ciudades del imperio austrohúngaro. Mucho más no conozco: tal vez la facultad de Medicina y la de Odontología en la que en 1975 se celebró un Congreso de la FUA. Me acomodé en el hotel, hablé por teléfono con mi anfitrión, acordamos que me pasaba a buscar alrededor de las cinco de la tarde, motivo por el cual me dediqué a hacer lo que más me gusta en una ciudad que no conozco o conozco poco: pasear, caminar, intentar comportarme algo así como un «flaneur», es decir, observar, extrañarme, registrar…
III
Rosario, un martes a la una de la tarde está en su esplendor: autos, colectivos, gente que va y viene. Algunos lugares recupero. Por ejemplo, el bar Augustus, en la esquina de Córdoba y Corrientes. El Augustus para mí es como el bar (como fue) La Paz en Buenos Aires. A la mañana, a la tarde, a la noche, compartiendo un café, una cerveza, un Gancia con amigos preocupados por arreglar al mundo, ignorando que el mundo ya era viejo cuando nosotros éramos muy jóvenes (la frase no es mía). Frente al Augustus, la Bolsa de Comercio. Edificio imponente, algo así como el monumento levantado en honor a una burguesía pujante, segura de sí misma. Solo disponiendo de esas condiciones se puede construir un edificio de esa escala. Recorro algunas librerías. Imposible evitar ese vicio. Consigo poemas de Aldo Oliva y una novela de Oscar Taborda, «Las carnes se asan al aire libre». Atendiendo a la fama que ha ganado Rosario en los últimos tiempos, mi excursión es un fracaso: nadie intentó secuestrarme, asesinarme o, por lo menos, ofrecerme cocaína o marihuana. Tampoco fui testigo de un tiroteo entre sicarios o alguna ejecución al estilo Al Capone. Es posible que esté caminando por la zona equivocada; es posible que a veces se exagere un poco…todo es posible…pero lo cierto es que camino por el centro de Rosario tan seguro como un bebé protegido por una nursery inglesa. En mi caminata más que descubrir recuerdo: un bar donde alguna vez compartí un café con Jorge Riestra; una galería en la que caminé con Guillermo Estévez Boero, Hermes Binner y Rubén Giustiniani, de esto hace más de dos décadas; una esquina en la que esperé a una mujer que entonces me importaba mucho. Pasé por frente del bar El Cairo, pero seguí de largo. A Fontanarrosa prefiero disfrutarlo a través de sus magníficas creaciones: Inodoro Pereyra, Mendieta, Buggy. Por una calle paralela a Córdoba me reencontré con una librería de usados. Hace unos cuantos años en esa misma librería compré una novela de mi amigo Rubén Tizziani: «Todo es triste al volver». Y la leí en una tarde, porque las novelas de Rubén son de las que te agarran y no te sueltan. No me acerqué al Monumento de la Bandera y mucho menos se me ocurrió caminar por la costanera. Nada personal, pero no son los lugares que más me interesan. Como el personaje de Woody Allen, estoy cómodo con el hollín, los gases tóxicos, las bocinas y el tumulto.
IV
Alrededor de las 17, Bebe Altare me pasa a buscar por el hotel. Nos vamos caminando hasta el Jockey Club. Cinco o seis cuadras. Me habla del Rosario que conoció en su juventud. Como todo veterano, postula que los tiempos que nos tocan vivir son de decadencia. Yo no pienso muy diferente, aunque observo, citando a un historiador, que uno de los rasgos de la modernidad es que cada generación supone que el tiempo que le toca vivir es el peor, el más difícil, el más complicado. Bebe me habla de la Casa Falabella y lo que antes fueron las tiendas La Favorita; me habla de bares y confiterías y casas de ropas que ya no están; de una calle Córdoba y sus paseos donde se distinguía el señorío. En la esquina de Córdoba y Maipú, está el Jockey Club. El edificio es imponente, monumental, diría, si la palabra no fuera demasiado ampulosa. Le pregunto si pertenecía a alguna familia conocida, y me responde que no, que el Jockey Club, como la Bolsa, se construyó en los inicios del siglo veinte para no ser otra cosa que el Jockey Club. Su sede en el centro y su country en Fisherton que, según tengo entendido, suma alrededor de 110 hectáreas y empezó a funcionar en 1936. Recorremos las instalaciones. Mis adjetivos no son originales pero sí precisos: distinción, elegancia, estilo.
V
Mi conferencia acerca del periodismo, los periodistas y la libertad de prensa la doy en el salón Carlos Pellegrini. Hay más público del que yo tenía previsto. Y muy aburrido no debo de haber estado porque nadie se retiró mientras hablaba. O tal vez, todo se deba a que mis oyentes son personas educadas, decididas a soportar con estoicismo algunos momentos de tedio. Ironías al margen, hablé del periodismo anterior a la revolución de mayo, de los diarios que conformaron la nación, desde el Telégrafo Mercantil y La Gaceta, hasta La Nación, La Capital, El Litoral y La Prensa. Pero sobre todo, me referí al rol de los periodistas, y me esforcé en pintarlos con sus luces y sombras, con sus virtudes y defectos, rasgos, perfiles en los cuales, por supuesto, yo estoy incluido. La jornada concluyó con una cena de amigos en el restaurant del club. Compartí el vino y las viandas con Luis, Magdalena, Beba, Roberto, Miguel, Rosi y, claro está, el señor Bebe. Un antiguo amigo siempre decía que los mejores momentos de una conferencia, congreso o reunión política, son los que se comparten después, en una mesa donde no falte el vino y las ganas de hablar. En la ocasión, cumplimos con estas severas exigencias. Pasada la medianoche mis anfitriones me dejaron en el hotel «de Maradona». A la mañana temprano regresé a Santa Fe. Mi periplo de santafesino en Rosario, duró menos de veinticuatro horas.