I
En marzo de 1967 inicié el cursado de quinto año en la Escuela Normal General San Martín, la de calle Saavedra entre Buenos Aires y Moreno. Entonces tenía 16 años y era un adolescente que pretendía ser maestro. Mejor dicho, era lo que pretendían mis padres (los dos, maestros), por esa costumbre de algunos padres de aspirar a que sus hijos estudien lo mismo que ellos. En aquellos años no había muchas escuelas normales para varones. Se suponía que el magisterio era una carrera para mujeres, la máxima aspiración académica a la que podían aspirar en la más ortodoxa tradición machista. Por lo tanto, como en Sunchales, mi pueblo, no había escuela normal, y después de algunas excursiones en un colegio religioso de Santa Rosa de Río Primero en Córdoba y en el Instituto Belén de Ceres, fui a dar con mis livianos huesos a la ciudad de Santa Fe y a su Escuela Normal. Recuerdo que la división que me tocó en suerte era la número «D». Quinto D. Los varones éramos «benditos» entre tantas mujeres. En mi curso la proporción era de veinte a cinco. El guardapolvo blanco era nuestro uniforme escolar, detalle que a más de uno le provocaba cierto pudor, sobre todo cuando llegaban a nuestros oídos las ironías de los estudiantes del Nacional que lucían sus trajes con corbata finita y nudo pequeño. Estoy hablando de prejuicios que sucedieron hace más de medio siglo.
II
Ese año 67 viví en un pensionado de avenida Freyre, entre Lisandro de la Torre y Garay. Cuarto propio, baño, mesa para estudiar y comedor con otros pensionistas. Turno mañana. Me levantaba a las seis y me iba caminando hasta la escuela. Cinco o seis cuadras. Hacía frío en aquellas madrugadas, se me ocurre que más que ahora. La imagen que tengo de la ciudad no es muy diferente a la de ahora. Recuerdo que en la esquina de Freyre y Lisandro de la Torre había una chopería. Y recuerdo que cuando papá pasaba por Santa Fe almorzábamos o cenábamos en el «Carlucci» de avenida Freyre, oportunidad en la que me daba los gustos culinarios que la pensión no podía brindarme. A los 16 años mi vida social en Santa Fe era más bien modesta. No conocía a nadie y nadie me conocía a mí. Una vez a la semana visitaba a una familia amiga de mis padres que vivían en calle Urquiza, a media cuadra de bulevar. A veces, visitaba a unos amigos mayores (20, 21 años) de mi pueblo que estudiaban abogacía. Vivían en calle 9 de Julio al 1300, un pasillo largo y un departamento de dos dormitorios, una cocina y patiecito. Allí empezaba y concluía mi vida social en Santa Fe. Todos los viernes regresaba a Sunchales. Hubo un par de meses que esa rutina se alteró por una novia, una rubia linda, por lo menos en el recuerdo así la evoco. Se llamaba Susana. El noviazgo no duró mucho, por lo que se terminaron mis fines de semana en Santa Fe. A Sunchales viajaba a dedo. Me trasladaba hasta Recreo y allí empezaba a hacer señas. Nunca falló el singular medio de transporte. Siempre alguien se detenía y me llevaba por lo menos hasta Rafaela. Una vez me llevó el cura del pueblo, el venerable padre Tacca. Recuerdo el viaje por la novedad (no siempre se viaja con un cura) y porque hablamos de si era conveniente que las escuelas fueran mixtas. Curiosamente, un cura conservador como Tacca era partidario de que los hombres y las mujeres estudiaran juntos.
III
Mi vida social en esa ciudad de Santa Fe de 1967 se desarrollaba casi exclusivamente en la escuela, con mis compañeros de curso. Como ya dije, los varones no éramos muchos y demás está decir que los recuerdo a todos, a los que están y a los que ya se fueron. Teníamos 16, 17 años. Éramos adolescentes que estábamos aprendiendo a ser hombres o a lo que considerábamos hombría en aquellos años. Fumar era la primera asignatura. Creo que todos lo hacíamos. O casi todos. El cigarrillo para ganar la condición de hombre; o para disimular las inseguridades. Tal vez exagere, pero no se me ocurre otro motivo que explicara esa afición a fumar cuyo curso iniciático provocaba tos, mareos y otras bondades por el estilo. Digamos que la jornada escolar se dividía en dos etapas: la de las clases y la de los recreos. De las clases, recuerdo algunos profesores, a la mayoría con afecto. Particular mención merece Félix Ramón Caropresi. Era impecable. Impecable para explicar, para tratarnos. También recuerdo a la señora Cabutti, la profesora de Práctica. Admito que la hice renegar y que más de una vez amenazó con ponerme merecidas amonestaciones. Pero yo la recuerdo con mucho afecto, y muchos años después supe que ella también se acordaba de ese «chico tremendo» que parecía ser yo entonces.
IV
Los recreos tenían un lugar exclusivo donde expresarse: el baño. Allí nos citábamos apenas sonaba el timbre. En el baño fumábamos y hablábamos. Recuerdo ese aprendizaje. Queríamos aprender a ser hombres, aprender a estar con una mujer, aprender a vivir los desafíos que nos prometía la vida. Todo era posible entonces, porque a esa edad nos sentíamos eternos y el futuro estaba abierto para todo. Seríamos médicos, abogados, ingenieros; seríamos viajeros, amantes de mujeres hermosas y misteriosas. Todo era posible. Ya para 1967, un tal Joan Manuel Serrat andaba por estos pagos. También Charles Aznavour, Salvatore Adamo y mis ídolos de los bailes adolescentes: Los Iracundos. Nos contábamos hazañas que perpetrábamos en la calle. En la mayoría de los casos, imaginarias, pero todos simulábamos creernos. Nos divertíamos, nos reíamos mucho. Hasta que sonaba el timbre y otra vez al aula. O sea que cursar en la escuela incluía dos asignaturas: la que aprendíamos en los cursos oficiales y las que aprendíamos en las tertulias del baño, con muchos cigarrillos, mucha ilusión y mucha risa.
V
Dos amigos recuerdo de aquellas sesiones. Dos amigos a los que sigo frecuentando hasta el día de hoy. Uno es el Negro Ochoa y Gómez; el otro, Santiago Mascheroni. Los dos se recibieron de abogados y han desarrollado sus propias vidas, de las que ahora no viene al caso comentar, porque lo que importa es ese momento, esas jornadas en una edad en la que todo era novedad, asombro, curiosidad, entusiasmo. El Negro vivía en la planta alta de una esquina de avenida Freyre. Casi todas las tardes iba a estudiar allí. No sé si estudiábamos mucho, pero conversábamos hasta por los codos. En su casa celebramos la fiesta de fin de año. Recuerdo que salíamos a bailar al ritmo del acordeón del Pájaro Rossi, frente al solemne regimiento 12. Santiago se distinguía por su humor. Era ocurrente, divertido. Y supongo que lo sigue siendo, pero entonces tenía 16 años y esa mezcla de travesura, inocencia, picardía, a los 16 años tiene un tono, un estilo exclusivo.
VI
Llegó el fin de año y las despedidas, La sucesión de fiestas. Los abrazos con los profesores, incluso con los que nos mandaron a rendir. Las mujeres. Mis compañeras de curso. Las recuerdo a todas. Emilce, Telma, María, Didi, Iris, Graciela…eran muchas y eran bravas. Buenas minas. Cada una en su estilo. Concluía el año y el futuro se abría con sus interrogantes, sus asombros y sus tentaciones. Todo era posible, todo era tentador. Las imágenes de esos instantes de felicidad tienen un escenario: la escuela. La escuela Normal, la San Martín; mi escuela, como me gusta decir. Con su veredón ancho, con su mástil, con sus galerías y sus patios, con su salón de actos, con sus aulas. Recuerdo las imágenes desoladas de esas mañanas nubladas con llovizna y frío; pero también esas jornadas de sol, del cálido sol santafesino de otoño caminando por una calle Moreno sombreada por los árboles. La recuerdo a ella. También la recuerdo.