I
Gratifica al espíritu, estimula la inteligencia, alienta la fe en la virtud pública oír voces que se expresan con el tono de la verdad, voces que registran al mismo tiempo el tono de la justicia. A una nación, a una sociedad -en ciertos momentos de su itinerario histórico- una voz puede ser la que le recuerde virtudes olvidadas o deberes postergados. Puede ser la voz de la indignación, la voz de la justicia, la voz de la conciencia, la voz que recuerde los rigores de lo real o la voz que recupera la esperanza. Ocurre de vez en cuando, pero ocurre. Se trata de disponer del otro don: el oído. Se trata de saber escuchar, se trata de saber percibir, se trata de saber distinguir el sonido de la furia. Una referencia al cine pretendo que me sea permitida. «Matar a un ruiseñor», novela de Harper Lee, filmada en 1962 por Roberto Mulligan. Un pueblo del sur norteamericano. Año 1932. El punto de vista de unos niños. Los hijos de un abogado: Atticus Finch, interpretado por un magistral Gregory Peck. La novela y la película son excelentes, pero hay una escena que me importa destacar: el momento en que Atticus defiende a un negro, Paul Robinson, acusado de abuso y violencia sexual. Racismo, resentimiento, ruindades morales en juego. Y la voz de Atticus defendiendo una causa perdida, pero noble, justa, la causa que de no defenderla no le permitirá caminar por la calle con la frente alta. En la planta alta, en lo que denominaríamos «el gallinero», lo escuchan con silencio reverencial los negros. Hombres y mujeres que se han dado cita para ser testigos de la defensa que un hombre blanco hace de un negro inocente. El alegato de Atticus es jurídicamente impecable y, al mismo tiempo, conmovedor. Pero el fallo del jurado confirma la infamia. El negro es declarado culpable. En la sala solo queda Atticus. Su soledad nos abruma. También su entereza. Atticus guarda sus papeles en el portafolio y se retira. Camina algo agobiado, pero digno, entero. Y ese instante que registra la cámara, el instante en que los negros en «el gallinero» se ponen de pie para rendirle honores. No hacen falta las palabras. Mucho menos las exclamaciones. Un sobrio silencio y un negro anciano, le dice a la hija de Finch, una niña de seis años que mira la escena sentada: «Señorita, póngase de pie, Atticus Finch está pasando». Solo Harper Lee puede escribir esa escena; solo Mulligan puede filmarla y solo Gregory Peck puede interpretarla.
II
Halaga al corazón, satisface los reclamos del espíritu, nos reconcilia con las causas justas de la vida y de la historia, oír estas voces. No deja de ser estimulante para la salud espiritual, para las exigencias de la conciencia cívica, para nuestra propia reconciliación con la condición humana que la semana se inicie con el alegato del fiscal Diego Luciani, cuya voz en estos momentos es la voz de la Argentina decente que no está dispuesta a consentir la corrupción y mucho menos la corrupción de los poderosos protegidos por la impunidad. Insisto en la voz de Luciani, porque su eco, sus reverberaciones, su ritmo me recuerda aquellas voces que en la historia supieron defender aquellas grandes causas gracias a las cuales la humanidad pudo sostener los valores más dignos, aquellos que la justifican en la historia, aquellos que se rebelaron a la sombría pesadilla de que la historia debe ser una sucesión ininterrumpida de canalladas.
III
La voz de Luciani tiene el eco, las reverberaciones, el ritmo que tuvo la voz de Emile Zola denunciando la infamia contra Dreyfus, proclamando su «Yo acuso». Los motivos puede que no sean los mismos, tampoco las circunstancias históricas, pero más allá de diferencias previsibles lo que persiste, o lo que interesa destacar, es el efecto que produce en una nación una voz que revela una exigencia de verdad que a veces los tumultos de la vida cotidiana, pero muy en particular las intrigas del poder, nos hacen perder de vista. Me importa recordar aquel coraje civil de Zola, poniendo nombres y apellidos a la suma de infamias perpetradas por una casta militar y política con la complicidad de los prejuicios, fobias y cobardías de franjas sociales resignadas a la cobardía moral, el silencio y la más indigna judeofobia. Me importa retornar a Zola, porque la misma hidalguía, el mismo coraje civil es el que ahora emplea Luciani para dar los nombres y apellidos de la asociación ilícita cuyos jefes fueron Néstor y Cristina Kirchner, acompañados por una pandilla de truhanes, ladrones y malandras que ejercieron cargos de ministros y secretarios de estado. No se me escapan las diferencias pero, situado en un tiempo histórico preciso, Luciani también está lanzando a la sociedad argentina su «Yo acuso», sobre la base de pruebas que «no hablan, gritan».
IV
Las referencias históricas me resultan inevitables. La voz de Luciani posee las vibraciones, el registro, de la voz de Lisandro de la Torre ventilando los negociados de las carnes en un Congreso donde acechaba el crimen. Indignación cívica, coraje civil y la presunción de que si continuamos persistiendo en los hábitos del fraude y la capitulación, ya ni siquiera estaríamos a la altura de aquellas frases premonitorias de nuestro Himno Nacional: «Al gran pueblo argentino, salud». O la voz del fiscal Julio Strassera, condenando los crímenes de lesa humanidad perpetrados por militares felones. Dice Strassera, y sus palabras merecen registrarse en el bronce: «A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última. Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más». De eso se trata. Nunca más el crimen con su séquito de asesinos protegidos por la maquinaria criminal del estado, dijo Strassera en 1985. Con el mismo tono y la misma convicción podemos permitirnos decir ahora: nunca más al saqueo de los recursos nacionales, perpetrado desde el poder y desde la impunidad que suele brindar el poder.
V
La voz del fiscal Luciani posee el temple de la voz de aquel fiscal íntegro y valiente que se llamó Alberto Nisman, la voz de un hombre que solo pudo ser acallada a través del crimen. Luciani me recuerda a Nisman, pero para mi desasosiego también hay otras evocaciones. Leo en un diario: «Nisman y Luciani tienen en común atacar a Cristina con argumentos falsos». ¿Qué quieren decir? Y sobre todo: ¿Qué callan? No me consta si la frase queda en puntos suspensivos, pero nada nos cuesta imaginarlos, porque la frase sugiere que Luciani, precisamente por «atacar» a Cristina, también puede tener en común ese lúgubre destino que todos conocemos. Por denunciar con nombre y apellidos un acto de traición a la patria, Nisman fue asesinado. Cuidemos a Luciani. No vaya ser cosa que a él también súbitamente se le despierte una tendencia suicidógena como le atribuyeron a Nisman. No olvidar, nunca dejar de tener presente: la voz del fiscal Nisman acallada con sangre y muerte, tal vez por el mismo poder que ahora denuncia Luciani sin vacilaciones.
VI
Este lunes 1 de agosto de 2022 es posible que se constituya en una fecha histórica. Los argentinos nos merecíamos esta reparación, nos merecíamos que después de tantos años de desdicha, después de tantos años de soportar impotentes la convivencia con forajidos expertos en desfalcos, revoleos de bolsos, saqueos de recursos públicos, la voz de la justicia instale sus propios fueros, sus legítimos reclamos y su justa indignación. La voz de Luciani repara, pero al mismo tiempo agita, remueve, inquieta y sobre todo arroja a la luz en la oscuridad. Si los militares tenían las manos sucias de sangre, los cleptócratas las tienen sucia de dólares, salpicadas con estiércol y, por qué no, algunas gotas de sangre. Lo hecho por la cleptocracia, hecho está. Las pruebas de la infamia también están. Robaron y saquearon y a la faena le otorgaron la condición de éxtasis. Y ahora está la voz que pone nombre y apellido a las festivas y lúdicas felonías populistas.