I
Soy de los que sostiene que el kirchnerismo es la versión real del peronismo en lo que va del siglo XXI. Se sabe que hay muchas maneras de ser peronista y que se puede ser peronista sin necesidad de ser kirchnerista, pero hecha esta disquisición hay que señalar en primer lugar que el peronismo históricamente ha tenido liderazgos fuertes. Dicho esto, es posible postular que el kirchnerismo, y Cristina en particular, es el peronismo real, como ayer lo fue Néstor y antes de ayer lo fue Carlos Saúl. Por lo menos, todas las instituciones simbólicas y materiales que identifican al peronismo se subordinaron alegres y dóciles a esos liderazgos. En 1992, es decir, hace treinta años, escribí en este diario que al peronismo hay que entenderlo como un dispositivo de poder arrullado por una crasa mitología. Ni socialismo nacional, ni Argentina potencia, ni patria libre justa y soberana. Poder. Y de ser posible, poder absoluto. Desde sus inicios el peronismo se ha dado el gusto de ser de derecha o de izquierda, estatista o liberal, católico o anticatólico, pacifista o violento, pero en todas las circunstancias lo que lo ha distinguido es la sed de poder; y en algunos casos, la voracidad de poder. Se diría que este es un requisito de cualquier fuerza política, lo cual es relativamente cierto, pero la diferencia que califica al peronismo es que esa vocación de poder está despojada de cualquier otra consideración ideológica, política e incluso ética. A esa «ligereza» para adaptarse a ideas y modas, en la jerga peronista se la denomina pragmatismo y en un plano más elevado se la titula como «Conducción política».
II
Cuando el señor Cuervo Larroque proclama que no hay peronismo sin Cristina, no está diciendo nada extravagante para la tribu. Y hay que admitir, además, que para la lógica interna del peronismo, la razón está de su lado. Hoy por lo menos, y desde hace veinte años, los rasgos del peronismo están trazados por Néstor y Cristina. ¿O alguien, peronista o no peronista, puede poner en duda que la única líder con alcance nacional, capaz, como se dice en estos tiempos procelosos, de escribir la agenda política, la única que cuando habla convoca la atención de seguidores y adversarios internos, es Cristina? ¡Nómbrenme a alguien en el peronismo que esté a su altura! Se dirá que hay peronistas disconformes con Cristina. Puede ser, pero la disconformidad o el fastidio no alcanzan para constituir un nuevo liderazgo. Guste o no, no hay en el peronismo un dirigente que esté cerca o más o menos lejos de ella. No sé si los argentinos nos merecemos ese liderazgo (quisiera creer que no), pero de lo que no me cabe ninguna duda es que los peronistas lo merecen. Por vicio o por virtud. Porque es lo que desean o porque es lo que no pueden evitar. Conclusión: puede que haya peronistas que no son cristinistas, pero no hay peronismo sin Cristina. Los peronistas lo saben y los opositores también. Puede que en el futuro esta relación cambie. Nada nuevo bajo el sol. En el futuro todo es posible, incluido, como le gustaba decir a Keynes con su humor sombrío, que en ese futuro lo más probable es que todos estemos muertos.
III
«Y sin peronismo no hay Argentina», concluye el señor Cuervo. Y también debo admitir que alguna pizca de razonabilidad tiene esa afirmación. Una razonabilidad peronista, claro está. La sentencia del aguerrido militante camporista se alimenta de algunos de los mitos distintivos de la tradición populista: la Argentina peronista, la Argentina en la que el pueblo es por mandato histórico -y también mandato divino- peronista. ¿Y el argentino que no es peronista? Sencillo, cortito y al pie: no es argentino y si lo fuera, repta en las madrigueras del antipueblo o sencillamente es un redomado gorila. El peronismo como movimiento nacional; esa categoría parida en la usinas del fascismo europeo, un andrajoso anacronismo que solo en la Argentina mantiene cierta vigencia porque en España, por ejemplo, hasta los seguidores más leales y nostálgicos de Franco han archivado la categoría de «movimiento» en el rincón de los trastos viejos. De hecho, los rigores de la realidad han obligado a muchos peronistas a admitir que no tienen la exclusividad de la patria o de la nación, y que existen partidos políticos y corrientes de pensamiento que no son peronistas que no por ello dejan de ser argentinos. Lo aceptan, a regañadientes pero lo aceptan, aunque periódicamente emergen los viejos mitos, los antiguos fantasmas, las vetustas leyendas, algunas de las cuales constituyen algo así como el ADN de la identidad peronista. ¿Ejemplos? Sus recelos a una justicia independiente, su ansia de liderazgos que se eternicen en el poder, su desconfianza a la libertad de expresión y en particular a la libertad de prensa y su aspiración a sumergir al individuo en la ciénaga de la comunidad organizada. Pueden soportarlo, pueden adaptarse, pueden incluso resignarse, pero las virtudes cívicas clásicas de la tradición republicana, democrática y liberal los fastidia, les cuesta asimilarlas, en más de un caso los ponen fuera de sí.
IV
El kirchnerismo con sus teorías del lawfare, sus invectivas contra las corporaciones mediáticas, sus recelos a las libertades individuales es en ese sentido leal a la más rancia y distinguida tradición peronista. También lo es esa suerte de pulsión erótica hacia sus líderes. Erotismo, magia, idolatría o como lo quieran denominar. Hace muchos años (cuarenta y me quedo corto), discutía con un amigo peronista sobre Eva o Evita. Y en algún momento me dijo: «Nunca lo vas a entender…lo mío es un sentimiento que tu racionalidad gorila nunca podrá captar». Digamos que para entender a Evita había que disponer de una sensibilidad muy parecida a la devoción religiosa, a la fe, o a la mística. Y en todos los casos, esa suerte de revelación o iluminación espiritual a mí me estaba negada por mi hermética y helada racionalidad. Hace unos años, una ex alumna me dijo más o menos lo mismo, pero el personaje no era Evita sino Cristina: «Nunca lo va a entender profe; Cristina es el amor, es lo más». Queda claro que una discusión planteada en esos términos no deja mucho margen para seguir avanzando. O estás dotado de las virtudes de la fe o serás condenado a ser pasto de las llamas del infierno, del infierno gorila. Sin ánimo de cometer la herejía de incursionar en el Olimpo de los dioses y diosas del peronismo, sospecho que de todos modos hay algunas diferencias visibles entre Evita y Cristina, diferencias que de todos modos no alcanzan a disimular esa disponibilidad cultural, espiritual, religiosa o pagana acerca de los líderes y las jefas espirituales de la nación.
V
Retornando a novedades más cotidianas, a nadie se le escapa que existen muchas posibilidades de que el fiscal pida para Cristina una pena de cárcel. En homenaje al realismo, no creo que vaya presa porque en este tema Cristina es una menemista auténtica y ella y sus seguidores se las ingeniarán para apelar, demorar, patear la pelota al córner y dejar que los años transcurran impávidos y ajenos. Pero lo cierto es que, cárcel o no, públicamente adquirirá certeza jurídica aquello que todos los argentinos sabemos, incluso los propios peronistas, y que lo expresó con oronda franqueza populista la señora Bielsa: «Robamos muchachos, robamos». Es evidente, es obvio y es flagrante. De todos modos, lo interesante es la respuesta del peronismo a una posible condena judicial: «Si la tocan a Cristina qué quilombo se va a armar». A las diosas no se las toca, ni siquiera se las roza con el pétalo más suave de la sospecha. Y quien se atreva a hacerlo que se atenga a las consecuencias. «Que quilombo se va armar», en clave populista me recuerda a las más limpias y castas tradiciones de los renacuajos de la Alianza Libertadora Nacionalista, a los cachiporreros bien rentados de la CGU o a las patotas de Tacuara, Montoneros o Tres A, hábiles en el manejo de cadenas, manoplas y cachiporras.