Salman Rushdie. Escritor nacido en la India, de ciudadanía británica y estadounidense. Escribió muchos libros que merecieron el reconocimiento de lectores y crítica, pero para bien o para mal -sospecho que para mal- es muy probable que sea recordado por su novela «Los versos satánicos», pero sobre todo por la condena a muerte lanzada por el ayatola Ruhollah Jomeini, acusándolo de blasfemo. Dos fechas merecen tenerse presente: febrero de 1989 y agosto de 2022. En 1989 la fatwa del ayatola, y en 2022 el atentado criminal perpetrado en una pequeña ciudad cercana a Nueva York donde Rushdie iba a dar una conferencia. Pasaron más de treinta años, pero el castigo contra el hereje se cumplió. Como dijera en su momento, el ayatola Alí Jamenei, sucesor de Jomeini, «una fatwa es una bala disparada que no descansará hasta impactar en su objetivo». No fue una bala, pero fue un puñal; un puñal manejado por un energúmeno de 24 años, es decir por alguien que cuando se dictó la fatwa no había nacido, pero se sintió designado para cumplir en el nombre de Alá el objetivo establecido por una de las máximas autoridades del Islam.
II
El pecado mortal de Rushdie fue haber escrito un libro, que a mi criterio no es el mejor de su obra pero posee dignidad literaria. A un ayatola fanático e investido del poder de decidir quién vive y quién muere se le ocurre que le faltó el respeto a Mahoma y al Corán, y actúa en consecuencia. No todo es beatífica inspiración religiosa. Al momento de la fatwa, Irán concluía una guerra demencial con Irak. Jomeini contra Saddam Hussein; el vicio y el fanatismo; el cruzado y el déspota, enfrentados para dirimir quién es más consecuente con sus patologías. Ocho años duró esa guerra entre chiitas y sunnitas. Dos islas estuvieron presentes en el conflicto. Ocho años de guerra y más de doscientos mil muertos por bando. Dos canallas decididos a exterminarse, cuando en realidad a los que exterminaban eran a sus propios pueblos. El ayatola enviaba al frente a niños de diez y doce años con sonajeros en el cuello. El sonajero incluía una dispensa para ganar el paraíso. La guerra concluyó con un acuerdo que fue un desastre para Irak e Irán. El ayatola necesitaba algún enemigo donde volcar la furia y la impotencia de un pueblo que se preguntaba sobre los motivos de haberse enredado en una guerra de ocho años. Y allí esta sanguijuela religiosa halló el pretexto salvador: «Los versos satánicos», de Salman Rushdie. El enemigo, el culpable, el enviado de Satanás era el escritor. Todas las furias de Alá contra él.
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III
En sus memorias, tituladas «Josep Anton» (un homenaje a Conrad y Chejov), Rushdie comenta sus impresiones cuando en Londres se entera de la fatwa. «Soy hombre muerto», se dijo. Y no exageraba. Un estado teocrático y terrorista lo condenaba a muerte y habilitaba a todos los musulmanes del mundo para que se encarguen de la faena. Por las dudas, una recompensa que en su momento superó los dos millones de dólares, cosa que hasta el sicario más laico se sintiera dominado por una inspirada sed de justicia religiosa. Estados Unidos y el Reino Unido lo protegieron. Pero durante diez años la vida de Rushdie fue un calvario. Otras miserias lo acompañaron: la empresas de aviones se negaban a venderle pasajes; lo mismo pasaba con los trenes y colectivos. Abundaron más canalladas. Sectores de la izquierda y religiosos de diferentes credos consideraron que el culpable de todo era Rushdie. No faltaron quienes dijeron que Rushdie se merecía lo sucedido por pretender ganar fama literaria escribiendo deliberadamente un libro provocador. Para estos objetores importa recordarles que al momento de la fatwa Rushdie ya era famoso.
IV
Quienes lo conocen a Rushdie coinciden en destacar su carácter pacífico, su cordialidad y su exquisito sentido del humor. Más de una vez ironizó sobre su propia suerte y sobre su posible destino. En todos los casos, la pasó mal, muy mal. Pidió disculpas a los musulmanes por haberlos ofendido, pero todo en vano. La fatwa pide sangre. Para fines del siglo XX, y atendiendo a las sanciones económicas, los políticos de Irán deciden conversar sobre el tema con Estados Unidos e Inglaterra. Una vez más el ejercicio de la perfidia diplomática que los argentinos conocemos por parte de nuestros verdugos en la AMIA. Le aseguran a Estados Unidos que la fatwa es cosa del pasado y que el gobierno de Irán considera que la ofensa fue superada. Por supuesto, mentían. De la boca para afuera dijeron una cosa que ellos sabían que era falsa. Y lo era, porque a una fatwa solo la puede anular la decisión de una autoridad religiosa parecida a la que la dictó. Esa decisión religiosa no existe, por lo que la condena a muerte para los integristas sigue vigente. Y lo sucedido la semana pasada en Nueva York así lo confirma.
V
Rushdie está luchando por su vida. Hay indicios de que los islamofascistas no se saldrán con la suya, pero las heridas infligidas a un hombre de 75 años dejarán sus huellas. Por lo pronto, el gobierno de Irán se hizo el desentendido, pero sus diarios y sus voceros festejaron el atentado criminal. Como uno de los ojos de Rushdie corre peligro, a un periodista iraní no se le ocurrió algo más espiritual que escribir «Se ha cegado a uno de los ojos de Satanás». Chicos dulces, piadosos y encantadores. Pero dejemos por un rato a los seguidores de Alá y volvamos a Occidente. La pregunta ya se hizo cuando el atentado criminal contra los editores de la revista Charlie Hebdo: ¿Acaso no es justo castigar a quienes se burlan de sentimientos religiosos profundos? Nuestro Papa dijo que si insultan a mi madre tengo derecho a perdonarla con los puños. Cierta izquierda también se dio sus gustos. Como el enemigo es el imperialismo anglosajón, todo lo que vaya en contra del moderno Satanás está bien, incluido las variantes más feroces y reaccionarias del oscurantismo religioso. A veces establecen algunas mediaciones en su discurso, pero son prisioneros de una ideología alienada que niega valores constitutivos de una tradición de izquierda que alguna vez pretendió ser ilustrada.
VI
Para quienes en nombre de su fe, e incluso de su buena fe, estiman que no es justo burlarse de esos sentimientos religiosos, les pregunto si esas ironías o burlas justifican el crimen. Añado además: ¿qué tipo de burla consideraríamos que merece la pena de muerte? ¿Dónde pongo el límite a la ironía, el chiste, el humor y la burla? ¿En qué momento consideraríamos que un chiste contra un sacerdote, un clérigo o un rabino justifican la pena de muerte? Admitamos, además, que estos interrogantes en el mundo occidental en general están superados. Conozco chistes de buen y mal gusto contra las religiones cristianas, pero no sé de algún obispo o pastor que hayan condenado a muerte al burlador. Admitamos que esos lujos solo se los dan los musulmanes integristas. ¿Todos los musulmanes? Por supuesto que no, pero admitamos que no son pocos. Y en particular no son pocos los clérigos del Islam decididos a acumular leños, encender hogueras, apedrear herejes o decapitarlos por una diferencia con un renglón de sus sagradas escrituras. Salman Rushdie no es una excepción. Él adquirió notoriedad porque es un escritor reconocido y porque la humanidad recuerda con un estremecimiento el hábito de fanáticos de quemar libros y quemar personas, pero no olvidar que la fatwa contra el autor de «Los versos satánicos», asesinó hasta la fecha 43 personas. No fue tan ineficaz como se reprochan algunos integristas. La condena a muerte se extendió a traductores, impresores, libreros y lectores. En ese contexto, ¿puede haber lugar para que religiosos o izquierdistas consideren que a los cruzados les asiste algo de razón por reaccionar así porque Charlie Hebdo hizo un chiste o Rushdie escribió un libro? ¿Y si mañana además del chiste te condenan a muerte porque uno piensa que tiene disidencias con esa religión? ¿Por qué no? Si ejecutamos a un humorista o un escritor, ¿por qué no ejecutar a quien escribe que disiente con el Islam?