I
Sin ánimo de ser solemne o trágico, podría permitirme decir que la muerte de Isabel II es la despedida definitiva del siglo XX. Con ella se va un tiempo, con ella muere una época. Isabel fue coronada en 1953 y su primer ministro se llamaba Winston Churchill; se retiró de la escena en 2022, con un Boris Johnson que ya se estaba despidiendo del poder, luego de una gestión de la que lo más liviano que se puede decir es que fue deplorable. Para los inicios de la década del cincuenta los hombres de estado honraban ese rango. Pienso en Churchill, pero también en Adenauer, De Gaulle, De Gasperi o Willy Brandt. Visto en perspectiva histórica, estaría tentado a decir que a la reina le tocó reinar en un período de decadencia de lo que fuera un gran imperio. La afirmación merece ser matizada porque los procesos de descolonización se habían iniciado en tiempos de su padre y de su abuelo. Al mismo tiempo, este retroceso merece ser relativizado, porque el Reino Unido nunca dejó de ser una gran potencia y esa gran potencia se expresaba simbólicamente a través de su reina, una mujer que más allá de las opiniones que podamos tener sobre las monarquías supo ejercer con dignidad la responsabilidad que el destino y el azar le asignaron. Al respecto, no está de más recordar que si a su tío, al rey Eduardo VIII, no se le hubiera ocurrido enamorarse de Wallis Simpson y no se hubiera empecinado en casarse, la biografía de Isabel habría sido muy diferente. Pero lo cierto es que las cosas fueron como fueron: Eduardo abdicó y la abdicación incluyó probablemente la renuncia de un sector de la aristocracia inglesa a aliarse con los nazis. La corona fue para Jorge VI y a partir de ese momento Isabel quedó primera en la línea sucesoria. Jorge VI murió en 1952 y meses después fue coronada Isabel y a esa corona no se la sacó de la cabeza durante setenta años,
II
A los argentinos, y a mí en particular, nos cuesta entender la vigencia de las monarquías. Toda América, salvo Brasil, abona a una tradición republicana. Quienes simpatizamos con las ideas de la ilustración y el iluminismo y consideramos que la igualdad y la libertad son valores dignos de defenderse, las monarquías se nos presentan como lo antagónico a esos valores. ¿Cómo se puede invocar la legitimidad de un poder fundado en la tradición de la sangre y la herencia? Pero sin embargo, en países de Europa, algunos de ellos con sociedades prósperas, las monarquías no solo parecen ser necesarias sino que además son creíbles. Los ingleses aman a su reina. La afirmación podría relativizarse, pero todos acuerdan que una amplia mayoría del pueblo veneró a su reina. Hay voces republicanas en Inglaterra que protestan por la vigencia de la monarquía, pero hasta el momento no han dejado de ser una minoría, respetable pero minoría al fin. Los ingleses parecen estar cómodos con sus reyes, aunque se abre un signo de interrogación acerca de cómo convivirán con Carlos III, porque importa saberlo, si bien los reyes asumen ese cargo a través del «derecho de cuna», en las sociedades contemporáneas esa legitimidad de sangre la deben consolidar en el ejercicio digno de su función. Un rey disoluto, puede pasar rápidamente a integrar la larga lista de testas sin coronas.
III
Isabel supo ser una reina digna y absolutamente consciente del poder que representaba Esa conciencia le valió ser considerada la reina de las reinas. Se dice que alguna vez ese rey corrupto y venal que fue Faruk, dijo que en el futuro solo quedarán las reinas del mazo de cartas y la reina de Inglaterra. Faruk no se equivocaba: Isabel fue la reina por antonomasia y las primeras en reconocerlo fueron las reinas y consortes reales de otras monarquías. Cuando la muerte del rey Balduino de Bélgica, decidió excepcionalmente asistir al sepelio. Pero ella no se sumó al cortejo; lo esperó en la catedral. Sola. Saludó a Fabiola y se retiró con la misma discreción con la que había llegado. Nosotros estamos familiarizados con las peripecias de su vida gracias a la serie The Crowne, que si bien no es el documento que un historiador admitiría, en sus trazos gruesos los hechos son respetados. En setenta años, Isabel lidió con quince ministros, siete papas y trece presidentes de Estados Unidos. Atravesó por los desasosiegos de la guerra fría y las guerras locales entre las que merecen destacarse la de Suez, Malvinas e Irán. Y todo esto en el contexto de los nuevos desafíos del capitalismo globalizado y el derrumbe del comunismo. Monarca constitucional, no absoluta, pero jefa militar, jefa religiosa y jefa de la nación. Los que la conocieron ponderan a una mujer austera, discreta, muy consciente de su rol. Lejos de arrebatos feministas, políticamente se supo ganar el respeto de jefes de Estado que en aquellos tiempos no solían ser tan concesivos con las mujeres. Conservadora, como corresponde a una reina, supo mantener una interesante relación con el socialista Harold Wilson y, curiosamente, su relación con Margaret Thatcher estuvo lejos de ser amigable.
IV
Los problemas más serios los tuvo con su familia. Con su marido estuvo casada más de setenta años. Se dice que estuvo muy enamorada de Felipe, pero también se habla de las reiteradas infidelidades de él. Cuando alguien de su intimidad le sugirió ese «detalle», respondió como debe responder una reina: «A mi marido le exijo lealtad, no fidelidad». Felipe fue el padre de sus cuatro hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo. Todos le dieron sus correspondientes dolores de cabeza, pero de esos contratiempos pareciera que ningún padre, real o plebeyo, está liberado. El último escándalo fue grave y tuvo como protagonista a Andrés, el más mimado, según los cronistas reales. Las imputaciones no eran menores: abuso sexual, sodomía y fiestas negras organizadas por quien parece haber sido uno de sus amigos preferidos, Jeffrey Epstein. Andrés tuvo que pagar las cuentas. Perdió sueldos, títulos y reconocimientos. Andrés para los argentinos no es un desconocido. Se trata del «principito» que en 1982 desembarcó en las islas Malvinas. Opuesta al divorcio, Isabel debió consentir que tres de sus hijos se divorciaran, además de su hermana Margarita, casada con un fotógrafo irreverente como protesta a su negativa a que se casara con un militar cuya única falta era ser, precisamente, divorciado. Con Carlos la relación nunca fue del todo buena. Ignoro cómo habrá sido en la intimidad la relación entre madre e hijo, pero por lo que se pudo apreciar públicamente, ella jamás compartió las decisiones afectivas de su hijo, decisiones cuyas consecuencias públicas eran insoslayables. Isabel nunca digirió a su actual esposa, Camille Parker Bowles, y mucho menos toleró a Diana Spencer. Pero Isabel no será ni la primera ni la última madre a la que el hijo no le lleve el apunte, o a la que sus nueras hagan lo que se les ocurra.
V
Es probable que el tiempo de Isabel II sea reconocido como una «era isabelina» en homenaje a su ilustre antecesora Isabel I. Esperemos asimismo que el destino de Carlos no sea el de sus pares, Carlos I que murió en el cadalso y su hijo, Carlos II, cuya muerte hasta el día de hoy se discute si fue un trastorno de salud o un envenenamiento. Por lo pronto, ahora nos aguardan las ceremonias reales del velorio. El traslado de los restos desde el palacio escocés de Balmoral a Buckingham, luego al parlamento, después a la abadía de Westminster donde el arzobispo de Canterbury dirá la correspondiente oración y finalmente la capilla de San George en Windsor. La ceremonia se extenderá por diez días. Desde hace setenta años los ingleses no participan de algo parecido, incluso se sabe que para el ochenta y tres por ciento de los ingleses la única reina que conocieron fue Isabel. Carlos mientras tanto ya es Carlos III. «La reina ha muerto viva el rey», más que una consigna es la convicción de que el cuerpo real no muere. ¿Queda en el mundo alguna reina de esa estirpe? Me temo que la profecía de Faruk se cumplió de la peor manera. Para Jaime Peñafiel, cronista «experto» en casas reales, terminantemente no. Y cuando le preguntan si Leticia en España, a la que no puede ni ver, estaría a esa altura, responde con su habitual desenfado: «Ya quisiera el gato comer en ese plato».