No me consta que el kirchnerismo esté decidido a devaluar la moneda, pero estoy en condiciones de afirmar que está dispuesto a devaluar los mitos que sostienen al peronismo, tarea que inició desde su llegada al poder.
Un filósofo nacido en Tréveris alguna vez escribió que los grandes hechos y personajes se presentan dos veces: como tragedia y luego como comedia. La cita fue mencionada hasta la monotonía, pero sigue siendo válida a la hora de percibir cómo “la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
La política vivida a través de imágenes: la sonrisa luminosa de Perón y sus brazos abiertos como conteniendo al pueblo en su pecho; la voz enronquecida de Evita convocando a una épica justiciera; el pueblo vibrando en la plaza y el líder en el balcón, son imágenes instaladas en el imaginario colectivo y hacen efectiva la constitución del mito, la pretensión de otorgarle a la política el tono de lo sagrado a través, precisamente de un relato.
Ese relato recuperado por el kirchnerismo y progresivamente devaluado hasta reducirlo a una caricatura de sí mismo. Ocurre que a pesar de la fábula populista, al mito como insumo político le está negada la pretensión de eternidad.
Desde Maquiavelo a la fecha sabemos que la política es secular y si bien las emociones con sus arrebatos están presentes, aquellos momentos fundacionales de inspiración sagrada tienden a desvanecerse. El mito liberado a su propio despliegue deviene en publicidad, en consigna o en relato en sus versiones más consumistas.
El kirchnerismo se ha ocupado de verificar generosamente estas hipótesis. Las pasiones que supo despertar Perón están muy lejos de las modestas adhesiones que ganó Néstor Kirchner; la mística que suscitó Evita no tiene nada que ver con las simpatías que intenta despertar la abogada exitosa.
De 1945 a 2022 el mundo, la vida, la humanidad han cambiado hasta a ser en algunos aspectos irreconocibles. El problema no lo presenta el carácter inevitable del devenir sino la pretensión de sostener “relatos” irrepetibles.
Esa insistencia del kirchnerismo y del peronismo en general, de pensar la política en términos míticos y suponer que cada líder reencarna a Perón o a Evita, y que cada tumulto es un nuevo 17 de octubre, y que toda pretensión de discutirlo es la reedición de las pesadillas de junio o septiembre de 1955, cuando no las impiadosas escenas -dignas de una pintura de Goya- de los fusilamientos en los basurales de León Suárez.
Aunque el kirchnerismo se resista a admitirlo, la denominada “realidad” es una implacable e indiferente gesta de desencantos. Si la política se justifica en la historia es, por el contrario, por su capacidad para forjar lo real.
A diferencia de los mitos, su territorio preferido no es el pasado sino el futuro o, para ser más preciso, su capacidad para registrar en las grietas del presente las palpitaciones del futuro. Se sabe que el pasado es el campo de la reflexión histórica, pero la política no se forja con los rescoldos de las viejas fogatas.
Pretender hacerlo es anacronismo cuando no alienación o burda maniobra manipulatoria. Guste o no a los populistas criollos, las imágenes fundacionales del pasado a la inmensa mayoría de la población le resultan indiferentes cuando no ajenas.
En política, el “eterno retorno” no tiene lugar, y pretender lo contrario es un signo de decadencia, de incomprensión o el esfuerzo vano del farsante por pretender vender por nueva mercadería ajada.
Si para todos resulta una verdad de Perogrullo que Néstor no es Juan Domingo y Cristina no es Evita, hay que preguntarse por qué la insistencia del populismo por recaer en el mismo error.
En 1983, recuerdo, el peronismo insistía que votar por ellos significaba que Perón nos seguiría gobernando desde el cielo. La consigna dio lugar a que Alfonsín, en uno de sus actos más masivos, mencionara la consigna “celestial” y luego se limitara a preguntar quién gobernaría todos los días en la Argentina. A esa pregunta el peronismo de 1983 no tenía respuesta porque todas sus energías estaban cosificadas en un Perón fallecido hacía una década, o en la fantasía de que ese lugar sería ocupado por Isabel quien después de todo, y esto importaba para el mito, era Perón.
A la realidad le suelen resultar gratas las vueltas de tuerca. Cristina no solo está muy lejos de despertar las pasiones de Evita porque su épica, su tragedia es irrepetible, sino que además está muy lejos de representar una pasión mayoritaria. La pasión que despierta se reduce a sus seguidores, una minoría social que adquiere una singular intensidad no tanto por sus delirios y rituales como por el control de las palancas reales de poder.
El relato kirchnerista no seduce a mayorías, pero curiosamente fascina a sus propios portadores. Los fascina y los aliena. Y al respecto importa advertir, a modo de conclusión, que una minoría intensa, como efectivamente es el kirchnerismo, en momentos de crisis puede precipitar desgracias superiores a su poder efectivo, del mismo modo que la devaluación del mito y su persistencia en sostenerse como mascarada recrea las condiciones de aquello que Wilhem Reich para explicar al fascismo denominaba como “peste emocional”.