I
No me sorprende que en Irán asesinen mujeres o las atormenten a través de los recursos más sádicos y brutales. Está escrito en sus leyes y en sus costumbres. Es la línea «pastoral» de sus ayatolas. El asesinato de una joven de 22 años, Mahsa Amini, es la consecuencia de la lógica del poder del régimen respecto de las mujeres. Escenas de machos islámicos azotando a mujeres en la calle suele ser un espectáculo habitual. En Arabia Saudita no es diferente y mucho menos lo es en Afganistán con los talibanes. No estoy descubriendo la pólvora. Todos lo sabemos, aunque muchos y muchas lo callan. Sin embargo, admito mi asombro ante la movilización de mujeres de Irán contra sus déspotas. Su coraje, su desenfado, su indignación, me reconcilian con la condición humana. Mujeres en la calle, mujeres con los cabellos al viento, mujeres reclamando libertad. Hermosas. Mi satisfacción sería plena si las feministas del mundo, y en particular de la Argentina, salieran a las avenidas, a las plazas, a los parques en solidaridad con esas mujeres de Irán. Me gustaría ver una amplia movilización de hombres y mujeres frente a la embajada de Irán protestando por los vejámenes del régimen de los ayatolas, la infame teocracia y su rigor machista, la misma embajada que aún no dio respuestas respecto del atentado terrorista contra la Amia.
II
La causa de las mujeres de Irán es una causa de toda la humanidad: de mujeres y de hombres. Esta causa no tiene fronteras. El rostro de Mahsa Amini debe ser el rostro de todas las mujeres del mundo. Si algunos y algunas progresistas suponen que condenar la barbarie de un régimen troglodita es hacerle el juego a los yanquis, desde ya les digo que en el mejor de los casos están equivocados; o son tontos o son canallas cómplices de los asesinos de Mahsa Amini. En situaciones como estas no hay lugar para la neutralidad o el silencio. Mucho menos la neutralidad o el silencio de mujeres que dicen defender la causa del feminismo. Mientras escribo, tengo en mi escritorio el libro de Azar Nafisi: «Leer Lolita en Teherán». Azar Nafisi es iraní, profesora de Literatura inglesa y desde hace un par de décadas vive en Estados Unidos porque los ayatolas consideraron que enseñar en clase las novelas de Nabokov, Henry James, Jane Austen y Scott Fitzgerald, es propiciar escritos satánicos escritos por verdaderos hijos de Satán, según calificaron los clérigos de Irán y sus alcahuetes académicos. Nafisi fue expulsada de la universidad de Teherán por enseñar lo que no debe, pero además fue expulsada por negarse a usar el velo. Vade retro. Y pensar que progresistas de occidente, incluida Argentina, defienden el velo en nombre del respeto a la identidad nacional, una identidad que incluye el sometimiento, la humillación, cuando no el exterminio de las mujeres; una identidad que considera a la mujer una enviada del demonio para extraviar a los hombres con la lujuria; una identidad que estima que los cabellos de una mujer son el símbolo de ese pecado mortal. Y a ese acto de barbarie, de discriminación, de atropello a la libertad lo denominan «identidad nacional». Y lo más patético es que cierta izquierda se suma a ese coro que transforma a los inquisidores de la edad media en ejemplos de tolerancia.
III
En Ucrania, en sus ciudades, en sus llanuras, en sus caseríos, se puede estar jugando el destino de la humanidad. Ucrania, el pueblo de Ucrania, resiste con coraje y orgullo la invasión ordenada por el déspota y el psicópata del Kremlin forjado en las tradiciones de la barbarie asiática y en las perversiones y el sadismo auspiciado por los servicios de inteligencia del régimen comunista, la venerable escuela en la que se educaron los actuales zares de Moscú. ¿Recurrirá Putin a las armas atómicas? Esa es la inquietante pregunta que nos hacemos todos. ¿Pondrá en juego el destino de la humanidad este alienado por el poder con sus cuotas de delirios y alucinaciones? Difícil responder a estas preguntas, pero creemos, o queremos creer, que la iniciativa de apretar el «botón rojo» no depende exclusivamente de él. Suponemos que decisiones de este tipo, incluso en un régimen despótico, disponen de sus propios sistemas de autodefensa. No es un secreto para nadie saber que hasta en los regímenes más tiránicos existen círculos de poder que en algún punto ponen límites a la locura. Ojalá así sea, pero no está escrito en ninguna parte que este principio deba cumplirse como una ley natural. Si por Hitler hubiera sido, Alemania y el mundo se deberían haber hundido con él. Historiadores y ensayistas siempre merodearon alrededor de esta pregunta: ¿Qué hubiera sido de la humanidad si Hitler hubiese dispuesto de bombas atómicas, bombas que, dicho sea de paso, estuvo a punto de obtener? Alguien dirá que Hitler no es lo mismo que Putin. Por supuesto que los contextos históricos no son los mismos y, además, los biógrafos podrían registrar diferencias importantes entre una personalidad y la otra. Pero más allá de esas diferencias me temo que hay algo en común entre ellos, y ese «algo» lo otorga la locura del poder. Ni la aristocracia prusiana, ni los distinguidos oficiales del ejército alemán pudieron ponerle límites al Führer, porque, entre otras cosas, cuando se les ocurrió hacerlo ya era tarde. ¿Podrá la burocracia del Kremlin, sus viscosos servicios secretos, sus generales anacrónicos y taimados, ponerle límites al heredero de Stalin? No lo sabemos. Precisamente Stalin, recomendaba para resolver situaciones parecidas recurrir al efectivo expediente del puñal o el veneno. ¿Podrán hacerlo? ¿Se animarán a hacerlo? Vaya uno a saberlo. ¿Y el pueblo ruso? Hace lo que puede. Los jóvenes tratan de desertar de una causa que los convoca a morir en el extranjero. No son muchos, pero cada vez son más. Final abierto.