I
Advierto que la historia que les voy a contar es triste. Seguramente trágica. Por lo menos así lo vivimos quienes de una manera u otra estuvimos relacionados con ese episodio. Como la mayoría, prefiero la alegría y la felicidad, pero estas virtudes no existen sin sus contrapartidas: la tristeza y el dolor. Esta es la sensación que me provocan los recuerdos que quiero compartir con ustedes. Ocurrió en Santa Fe en el año 1989, en la segunda quincena de marzo. Por razones de pudor, seré breve con los detalles y algunos apenas estarán sugeridos. Los personajes centrales son dos. Él se llama A y ella se llama G. Son jóvenes, alrededor de veinticinco años, están de novios desde hace un tiempo, la pareja está atravesando por una de las crisis que suelen sacudir a las parejas. Esto es por lo menos lo que van a decir los amigos de A y G. Nada nuevo bajo el sol, después de todo. ¿Qué pareja de jovencitos no atraviesan por problemas? ¿Cuántas parejas de jóvenes se inician y cuántas terminan? «Hoy un juramento, mañana una traición…», escribe Le Pera. A y G en ese sentido no parecen ser diferentes a tantas parejas que conocimos y conoceremos. No lo son ni por la edad, ni por sus gustos, ni por su aspiración a ser felices, pero los resultados o el desenlace de esa pareja será singular. O, para ser más preciso: trágico. G va a matar a A en su casa. Acto seguido se matará ella.
II
Esto ocurrió, si no me equivoco, un sábado a la mañana. G fue a la casa de A, a la casa donde A vivía con sus padres. Barrio Candioti. Nada sorprendente. A esta visita ella la hacía con frecuencia. A está solo porque su madre salió, supongamos a hacer las compras en el supermercado. El padre tampoco está. Hasta acá llegan los detalles conocidos. A la hace pasar a G a su escritorio. Cuando ingresan al cuarto, ella saca de la cartera una pistola y le dispara en la cabeza. No hay palabras, no hay discusión, no hay reproches. Esto es lo que presumimos, porque testigos no hay. A demora unos minutos en morir. G se dispara en la boca y muere en el acto. Crimen pasional se dice en estos casos. Pero no por ello menos deliberado. G esa mañana compró la pistola en una conocida armería del centro de la ciudad. La pistola y las balas. Parece que esperó que la madre de A saliera a hacer las compras. Entonces entró a la casa. Puede que el pretexto de la visita haya sido un disco, porque al momento de morir, G estaba poniendo un disco en el aparato de música. Lo cierto es que cuando la madre de A regresa a su casa se encuentra con la escena. En principio supone que están ensayando una obra de teatro, algo que solían hacer. Después se entera de que no se trata de un ensayo y mucho menos de una ficción. Por razones de discreción resulta innecesario imaginar o describir la reacción de la madre. Innecesario y redundante. Conozco a la madre y al padre de A. Buena gente. Ella y él. Vivieron esta tragedia atravesados por el dolor, pero con singular estoicismo. Sus amigos los acompañaron hasta donde pudieron, porque en tragedias de este tipo las compañías solidarias importan pero no alcanzan. En la tragedia, ante el dolor, uno está solo. Y no hace falta decir que no hay consuelo para la muerte de un hijo o de una hija. Y no hay luto que alcance ni velos negros que agreguen más oscuridad a la oscuridad de esa ausencia.
III
¿Qué pasó entre A y G? Me refiero a si hubo señales, indicios, que adelanten la tragedia. Sus amigos íntimos reiteran que conocían algunos problemas de pareja, la insistencia de A por dar terminada la relación y la insistente negativa de ella acompañada de algunos desequilibrios. ¿Tan desequilibrada? Para nada. Se enojaba con él, es probable que hayan corrido algunas lágrimas, no aceptaba que la relación había concluido, de alguna manera lo acosaba, pero nada hacía pensar en un desenlace de ese tipo. Un amigo íntimo de G me dijo, sin embargo, que unos meses antes le había dicho: «Cortá esa relación porque esta chica está totalmente loca». G lo escuchó y no dijo nada. Yo conocí a A y a G. A él mucho más que a ella. Los veía en Cine Club, en el bar Las Cuartetas, en algunas peñas estudiantiles de aquellos años. Cuando esto ocurrió yo estaba en Santa Fe y al otro día viajé a Buenos Aires. No sé por qué motivos pero estaba allí. A la noticia me la dio un amigo por teléfono; después comentamos los desolados pormenores en Las Cuartetas. A era diez o doce años menor que yo. La diferencia de años a esa edad se nota, pero ello no impedía que conversáramos y compartiéramos lugares comunes. Era un tipo tranquilo, amable. Inteligente, culto, pero sobre todo, buen tipo. No era conflictivo, mucho menos agresivo. Por temperamento, por elección cultural, era lo opuesto a un machista. El destino lo puso al lado de una mujer que provocaría la desgracia. De ella sé menos, pero pertenecía al ambiente de estudiantes de entonces que girábamos por lugares comunes: cines, salas de teatro, bares. Ella creo que estudiaba literatura y trabajaba en una casa de música. Más no sé. Ocurrida la tragedia, algunos amigos dijeron que ella era evidentemente desequilibrada. «Una psicópata», recuerdo que me dijo un médico muy amigo del padre de A. Otro amigo, me confirmó que desde hacía tiempo estaba atendida por un conocido psiquiatra. Como sucede en estos casos, todos teníamos alguna opinión que dar, pero ya se sabe que con el diario del lunes todos suelen dar con el diagnóstico justo.
IV
Decía que yo viajé a Buenos Aires al otro día. En un «diario» que llevo desde hace más de cuarenta años escribí con fecha 26 de marzo: «Una muerte absurda…tal vez la muerte de todo chico joven tenga algo de eso, pero ninguna reflexión satisface ni consuela cuando los hechos están allí: mudos, inmodificables y definitivos. Con A sería exagerado decir que fuimos íntimos amigos, los doce años que nos llevábamos expresaban experiencias, temperamentos, modos diversos de vida que establecen sus propias distancias. Sin embargo, yo lo apreciaba y creo que él a mí también, tal vez porque presentíamos que en aquellos años teníamos más cosas en común que las que expresábamos. Tal vez, llegado el momento, pensaba, nos encontraríamos en un punto o en un lugar, cada uno con su historia y sus diferencias. Después de todo, una amistad puede ser pensada como un camino a realizarse en algún lugar de encuentro. Lamentablemente nada de eso podrá ser porque ahora A está muerto. Seguramente otros lo llorarán más que yo, pero esa muerte a mí también me «tocó» y soy parte del cortejo que lo acompaña.
V
El 27 de marzo, desde una mesa del bar La Paz de la muy porteña calle Corrientes escribí lo siguiente: «Hace un rato le conté a N lo de A. Creo que le arruiné el día. Hablamos de A y de G. Él -santafesino residente en Buenos Aires- conocía a G y me dice que era muy desequilibrada y la relación con A la había desequilibrado más, no porque A fuera una mala persona o algo parecido, sino porque desde el vamos su estabilidad emocional era muy frágil. Por supuesto que mi amigo N no preveía la tragedia, pero anticipaba que ella tenía desde hacía años asistencia psicológica. Después hablamos de A. Y los recuerdos eran felices. Yo estaba en Nicaragua en 1985 cuando A llegó. Recuerdo que lo fuimos a esperar al aeropuerto y recuerdo algunos momentos en los que compartimos copas y tertulias en la Managua nocturna e izquierdista de entonces. Ironías de la vida. Cuando llegué a Santa Fe, después de mi estadía «sandinista» en Nicaragua («locuras juveniles, la falta de consejos» diría Cadícamo) la madre de A me preguntó por su hijo que estaba cosechando café en Nicaragua. Como toda madre temía por la seguridad, por la vida de su hijo viviendo a miles de kilómetros de distancia y en el clima guerrero de los años ochenta en Centroamérica. Ironías de la vida repito. La muerte a su hijo no lo acechaba en Nicaragua, sino en su propia casa. También recordamos con N algunas reuniones con vino y guitarra en una casa de calle Gobernador Candioti, a la altura de Vélez Sarsfield. Entonces, A llegaba con G como si fueran la pareja más feliz del mundo. Quién lo hubiera dicho. Esa parejita feliz, esa parejita que se reía y hablaba de las cosas que todos nosotros hablábamos entonces -una película, un libro, una obra de teatro, un manifiesto político-, estaba destinada a una muerte cercana y trágica; una verdad que entonces ignorábamos, aunque, como bien se sabe, en esta vida raras veces sabemos lo que nos aguarda en el futuro.