Alfredo Bravo

Era afectivo, chinchudo, inflexible y apasionado. Le gustaba el tango, era capaz de trenzarse en una discusión para defender a River, le encantaba compartir la mesa de un bar con los amigos y cuando se lo proponía podía llegar a ser encantador con las mujeres.

Sin embargo, su pasión excluyente fue la política, que para él tenía un nombre y apellido propio: socialismo democrático, un ideal de lucha, una definición de vida y una tradición a valorizar en un mundo difícil, complejo y muchas veces injusto.

Yo lo conocí en una reunión de la APDH celebrada en un colegio religioso de Buenos Aires. Entonces militaba en la Confederación Socialista, una interna del viejo tronco partidario liderada por Alicia Moreau de Justo. Recuerdo que esa noche estaban allí Oscar Alende, Raúl Alfonsín, Andrés Framini, Héctor Agosti y monseñor Jaime de Nevares.

Alfredo Bravo me impresionó como un tipo vital y un político a horario completo que reía, hacía chistes y no se privaba de criticar a sus adversarios. Podía hablar con la misma autoridad de Alfredo Palacios, Julián Centeya, Carlitos Chaplin y Domingo Faustino Sarmiento.

Después tuve la oportunidad de tratarlo cuando vino a Santa Fe para inaugurar la filial de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos. Lo fui a saludar al hotel y después almorzamos con un grupo de amigos en la parrillada del Club Rivadavia Juniors. La reunión se prolongó casi hasta las cinco de la tarde. Llovía, hacía frío, estábamos gobernados por una dictadura que a través de la policía vigilaba todos nuestros pasos, pero nosotros seguíamos hablando como si viviéramos en el mejor de los mundos.

Si tuviera que definirlo con una palabra diría que por sobre todas las cosas fue un maestro. Cuando esa noche el improvisado jefe de ceremonias lo presentó como ‘el profesor Bravo’, lo corrigió en seguida y aclaró que aceptaba la distinción de profesor, pero que él nunca había dejado de ser un maestro de escuela.

Su universo estaba modelado en los ideales de ese socialismo laico, progresista y democrático que representa una de nuestras más honrosas tradiciones republicanas. También representaba esa honradez insobornable de quienes abrazaron la política motivados por ideales de lucha y solidaridad social.

Una anécdota, una situación, lo pinta de cuerpo de entero. Me refiero a la noche en que los sicarios de Camps lo arrancaron de la escuela nocturna en donde estaba dando clases. Bravo era entonces uno de los fundadores de la APDH y el presidente de CTERA, uno de los gremios más grandes de la Argentina. Sin embargo, cuando lo fueron a secuestrar ‘al peligroso dirigente de los maestros’, él no estaba tomando sol en un country como Jorge Triaca, ni jugando al golf como Cavalieri, ni se había borrado como Casildo Herrera, sino que estaba dando clases en un grado, con su entrañable guardapolvo blanco y la tiza en la mano.




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