I
Goebbels y Heinrich dieron la orden; Goering levantó el pulgar y Hitler asintió con la cabeza. Y las hordas de las SS, los SA y las juventudes hitlerianas salieron a la calle a incendiar, apedrear vidrieras y romper cabezas. A la fiesta negra se sumaron los alemanes «silenciosos», los que se presentaban como «buena gente» pero se paseaban orgullosos con la cruz esvástica en la camisa, cantaban himnos arios, adoraban a su Führer y digerían sin culpas y hasta con cierto estremecimiento de placer el antisemitismo nazi y creían a pies juntillas que los judíos eran los responsables de la derrota militar de 1918 y de la hiperinflación de los años veinte. La noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 se celebró la bacanal de sangre, muerte y destrucción. Las principales ciudades de Alemania y Austria padecieron el siniestro operativo. El festín duró toda la noche. El 10 de noviembre el balance era elocuente: más de 200 muertos, cerca de mil sinagogas incendiadas, alrededor de siete mil comercios destruidos. El operativo contra los judíos incluyó sus escuelas, sus cementerios, sus bibliotecas y sus editoriales. La policía se limitó a contemplar poéticamente el resplandor de las llamas y los bomberos nunca llegaron. Las instrucciones de Goebbels eran escrupulosas: quemar sinagogas, pero prestar atención de que el fuego no avance sobre las casas de los arios puros. A los judíos, por supuesto, le negaron el pan y el agua. No solo que los locales asegurados no pudieron cobrar, sino que además los judíos debieron hacerse cargo de los daños que la chusma produjo en la ciudad. Escrupuloso y piadoso, Heinrich recomendó que quemen y rompan, pero traten de no matar tantos judíos. Un alma bella y pura.
II
Toda la Alemania nazi fue responsable de los Kristallnacht. Soldados, políticos nazis y el populacho. A decir verdad, el operativo no fue un rayo flamígero caído sorpresivamente del cielo. Desde hacía por lo menos cuatro años los nazis avanzaban contra los judíos. Para 1938 ya los habían despojado de derechos individuales y políticos. Los judíos no podían acceder a los cargos estatales y sus hijos tenían vedado el ingreso a las escuelas públicas. Alemania se pensaba como una nación unida por el vínculo de sangre de la raza superior y los judíos eran la peste. Asombra el poder de la publicidad y la ideología. Y asombra la disponibilidad de la supuesta buena gente que consumió esa albóndiga infecta sin culpas y en más de un caso con una sonrisa complaciente. Los judíos en Alemania, los imputados de intoxicar a la nación con su raza impura eran el 0,76 por ciento de la población. En muchas regiones del país había alemanes que en su vida habían visto a un judío, pero eso no les privaba de asegurar con fe de fanáticos que los judíos eran los culpables de la desgracias de Alemania. «La Noche de los cristales rotos», concluyó con la detención de mas de treinta mil judíos, la mayoría de ellos trasladados a los campos de concentración de Dachau y Buchenwald, La Kristallnatcht fue el anticipo del Holocausto, el anticipo de lo que Hitler ya había escrito de puño y letra en «Mein Kampf». Muchas cosas podemos reprocharle a Hitler, menos que haya mentido. Por lo menos, en el tema de los judíos, en el tema del exterminio de los judíos, siempre fue claro, muy claro. Como también dispuso de una trágica e impiadosa lucidez cuando asediado por los Aliados, escondido como una rata en el Bunker y al borde del suicidio, le dijo a sus colaboradores que le solicitaban que considerara la rendición del tercer Reich para evitar sufrimientos al pueblo alemán: «Los alemanes sabían muy bien cuando me votaron que éste podía ser uno de los desenlaces, por lo que…». El final, lo sabemos, fue digno de Wagner y Nietzsche. Todas o casi todas las ciudades alemanas destruidas por las bombas de los aliados, sus jóvenes y sus oficiales muertos en los campos de batallas y sus mujeres violadas por la soldadesca del Ejército Rojo.
III
Importa insistir en la popularidad de Hitler. La inmensa mayoría de los alemanes lo adoraban. Era el Führer, el líder. Era el jefe de la causa nacional-socialista. Nacionalismo, conquistas sociales, orgullo racial y enemigos declarados a exterminar. El sueño populista hecho realidad. El pueblo, el Volk, era la causa sagrada. Por supuesto, hubo miles de alemanes que advirtieron sobre la pesadilla que se avecinaba. O fueron asesinados o debieron exiliarse. No era necesario ser un oráculo para saber qué les auguraba a los alemanes y al mundo con la llegada de Hitler al poder. Sin ir más lejos, Natalio Botana, el director del diario Crítica, ordenó que el día que Hitler ganó las elecciones, la tapa del diario saliera con el siguiente título: «Un loco acaba de llegar al poder en Alemania; peligra la paz del mundo». Loco, siniestro demoníaco o como quieran llamarlo, lo que sorprende no es Hitler como biografía, lo que sorprende es que el país evaluado como el más culto de Europa haya caído rendido a los pies de semejante demente. Lo que sorprende es la barbarie, la barbarie practicada por un partido y un estado mayor integrado en más de un ochenta por ciento por universitarios.
IV
La «Noche de los cristales rotos» necesitó de un pretexto para hacerse realidad. Así como el incendio del Reichstag le otorgó a Hitler poderes extraordinarios, el acto desesperado de un adolescente judío en París, el acto de un trastornado por la tragedia vivida por sus padres, trasladados como reses a la frontera con Polonia y que lo motivó para ingresar armado a la embajada de Alemania en Francia y matar a un funcionario diplomático. Herschel Grynszpan se llamaba el joven judío: y Ernst vom Rath, el nazi. Enterados en Alemania, Goebbels en el acto habló de lo que más le gustaba: la conspiración judía mundial. Había que ajustar cuentas antes de que sea demasiado tarde. La elite nazi estaba reunida en Múnich celebrando un nuevo aniversario del fracasado Putsch dirigido por Hitler en 1923. Digamos que los muchachos estaban inspirados. Dos días les alcanzaron para organizar la bacanal. Les gustaba, lo disfrutaban y sabían hacerlo. Además ¡qué placer! Quemar sinagogas, apedrear negocios y matar judíos. Los diarios del mundo condenaron lo sucedido, pero la mayoría de los jefes de estados del mundo miraron para otro lado.
V
Conviene hacer un poco de memoria. Contextualizar, como se dice. Unos meses antes de «La noche de los cristales rotos», se reunieron en el coqueto balneario francés de Evian los representantes de 32 naciones, Argentina, incluida. Hubo lamentos por la situación de los judíos, puede que se haya derramado alguna lágrima piadosa, pero a la hora de abrir las frontera para recibir a los judíos, la inmensa mayoría se opuso, inventó excusas y hasta llegaron a sugerir que los judíos «algo habrán hecho» para que les suceda lo que les estaba sucediendo. «Uno ya es mucho», exclamó el jefe de estado de una nación democrática. Nueve días duró la Conferencia de Evian. Los delegados pasearon, compartieron reuniones, disfrutaron de alguna que otra fiesta, pero de los judíos casi ni se acordaron. Por esas paradojas de la historia, el único país que admitió recibir judíos fue Santo Domingo, gobernada entonces por el sátrapa de Trujillo. Anonadado y agobiado por semejante realidad, un líder judío pronunció una frase reveladora y trágica: «El mundo está dividido en dos partes: la primera, es donde los judíos no pueden vivir; la segunda, es donde los judíos no pueden entrar». El círculo se cerraba, el dogal nazi empezaba a apretar sin misericordia. De la Kristallnacht de 1938 a la Solución Final ordenada en 1943 en Wannsee hay un hilo o una huella que conduce en línea recta al Holocausto. Aquella funesta noche del 9 de noviembre no solo se rompieron cristales, esa noche se quebraron valores, normas, principios morales que abrían espacio a la barbarie populista del partido Nacional- socialista alemán.