Puede que la palabra “grieta” sea un lugar común de la política argentina, pero una certeza nos está permitido alentar: vive, es real. Y una duda nos domina: no sabemos cómo superarla. La imagen que me acecha es el “Duelo a garrotazos”, la pintura de Goya: dos campesinos golpeándose sin compasión y sin respetar reglas. En la circunstancia, lo más grave no es la impiedad de los rivales como el hecho cierto de que ambos, como consecuencia de la riña, se están enterrando en el barro. ¿Una imagen, una metáfora de nuestro posible destino nacional?
La historia enseña que las grietas se cierran cuando una de las partes derrota a la otra, o cuando las partes deponen sus antagonismos. Los ejemplos históricos abundan en un caso y en el otro, aunque al respecto me permitiría decir que en los tiempos modernos la aniquilación de una de las partes solo fue posible a través de un acto de violencia que en más de un caso se expresó a través de la guerra civil.
La otra posibilidad es el acuerdo. Fácil decirlo, difícil hacerlo, entre otras cosas porque, si estamos interrogándonos sobre esta posibilidad, es porque en términos prácticos ese acuerdo o no es posible o su realización reclama de cambios de escenarios históricos. ¿No hay otra posibilidad que el antagonismo irreductible o el acuerdo? La hay. Por lo menos la experiencia histórica así lo enseña. Entre el blanco y el negro abundan los diversos tonos de grises. En la historia argentina las contradicciones absolutas abundaron o por lo menos así lo creyeron quienes vivieron ese tiempo.
El ejemplo más a mano es el de unitarios y federales. Pues bien, la resolución no fue la desaparición de una de las partes, sino una integración, tal vez desprolija, tal vez discrecional, pero integración al fin. Caseros fue la batalla que derrotó a Rosas, pero no fue una victoria exclusivamente unitaria; tampoco exclusivamente federal.
La Constitución de 1853 intentó ser una síntesis de estas contradicciones. Se presentaron nuevos problemas, pero una etapa histórica fue superada. La síntesis incluyó y excluyó. Incluyó a unitarios y federales, pero Rosas, con toda la gravitación que tuvo durante casi veinticinco años, fue excluido del escenario histórico. La denominada organización nacional sumó todo lo que era posible sumar, pero hubo derrotados: Rosas fue la expresión de esa derrota.
Desconozco el desenlace que la intervención de los hombres y la injerencia del azar le asignarán a la Argentina. Disponemos de algunas certezas, pero me temo que las dudas son mayores y tal vez más inquietantes.
Alguna vez se dijo que estamos condenados a vivir solo en el presente, porque el pasado ya es recuerdo y el futuro es siempre una incógnita. Hay algo de verdad en esta afirmación tal vez melancólica, tal vez fatalista, pero admitamos también que el presente está impregnado de ese pasado y que la tentación de adivinar el futuro es irresistible porque, además, es necesaria, en tanto la vida cotidiana sería imposible sin un mínimo de previsibilidad acerca del futuro inmediato.
Para que ese futuro no adquiera el tono de un páramo desolado o nos veamos obligados a asistir a una lenta y dolorosa disolución, es necesario un acuerdo que va más allá de una reunión en un salón o un guiño de picardía criolla.
El acuerdo lo diseña la propia dinámica histórica y en ese marco a los hombres nos está dada la posibilidad de intervenir, sabiendo de antemano que nuestro saber siempre será incompleto y que cada uno de nuestros actos, incluidos los más racionales, suelen provocar consecuencias no queridas.
Los pormenores del futuro es un secreto que le pertenece a Dios, si es que existe, aunque ese secreto Dios no se lo revela a los mortales siempre “condenados” a debatirse entre las nieblas de la incertidumbre y la aspiración de ese rayo de luz que ilumina el futuro.
Raymond Aron hablaba de nuestro modesto saber siempre incompleto, pero al mismo tiempo insiste en que si bien la duda es necesaria, la política exige actuar como si no se dudara. Daniel Bell lo expresa con descarnado realismo y exquisita ironía: “El futuro es de las masas, o de quien sepa explicárselo”.
¿Hay motivos para ser optimistas en esta Argentina de fines de 2022? Yo diría en nombre de la corrección política, que debemos apostar a que los haya pesar de todo. A los argentinos nos toca vivir una coyuntura difícil, pero no es ni más ni menos trágica que la que les tocó vivir a otras generaciones. En nombre de la fe religiosa o de la fe en la condición humana, debemos suponer que con más o menos costos vamos a saber estar a la altura de los desafíos que nos imponen los tiempos.
Tenemos derecho a proyectar para nuestros hijos y nietos un orden social y político que haga posible aquello que los clásicos calificaron como la “buena vida”, sin necesidad de vender el alma o pactar con el diablo. El acuerdo o el entendimiento entre argentinos es necesario. Ese acuerdo incluye y excluye. ¿Quién ocupará el lugar de Rosas en estos tiempos? No lo sé, pero lo sospecho. Esa sospecha supongo que la compartimos muchos argentinos.