Cuando opinamos acerca de nuestras preferencias por Lula o Bolsonaro, sabemos de una manera, a veces certera, a veces confusa, que estamos opinando acerca de nuestras preferencias locales. Nada para alarmarse. En política existe una suerte de Internacional imaginaria alrededor de la cual nos alineamos de acuerdo con valores o culturas. Si en España un argentino expresara simpatías por Podemos, nadie debería extrañarse de que en la Argentina simpatice con más o menos entusiasmo por el kirchnerismo, del mismo modo que una adhesión al Partido Popular podría provenir de algún votante de Pro. Esto es así en términos generales, pero lo que importa es observar los matices que incluyen estos alineamientos.
Reiterando con el ejemplo de Brasil, pareciera que en principio el populismo argentino simpatizaría con Lula, mientras que la “derecha neoliberal” cerraría filas detrás de Bolsonaro. Dicho de una manera simplificadora, Lula es Cristina; Bolsonaro es Macri. ¿Es tan así? En homenaje a la verdad, o a la búsqueda de la verdad, me esforzaría por complejizar un tanto este alineamiento automático. Diría que, sin desconocer las preferencias de los kirchneristas por el Partido de los Trabajadores o las de más de un votante de Pro por Bolsonaro, Lula no es Cristina, como Macri no es Bolsonaro.
Postulo que Cristina no es necesariamente Lula porque, más allá de las apariencias, carece de esa trayectoria política que distingue al caudillo brasileño y que constituye su más íntima identidad. Con Lula se puede estar de acuerdo o no, pero hay dos cuestiones que incluso a sus adversarios más enconados les resulta difícil desconocer: su capacidad para representar desde hace cuatro décadas las esperanzas de millones de brasileños y en particular las de sus sectores más postergados, un logro que se honra de una trayectoria forjada en el llano y en el despliegue de un compromiso que, a juzgar por los recientes resultados electorales, se mantiene vigente en el corazón de millones de brasileños; la otra certeza difícil de desconocer es que el balance de sus dos presidencias en su momento fue reconocido por instituciones insospechables de izquierdismo, como es el caso del Foro de Davos y el Banco Mundial, para no mencionar las aprobaciones de los principales jefes de Estado de Occidente, empezando por Obama.
Estas aprobaciones nunca alcanzaron a Cristina. ¿O es necesario recordar una vez más que mientras Lula recorría los estados de Brasil con su prédica social redentora, los Kirchner se dedicaban a enriquecerse con las leyes financieras de la dictadura militar?
Sin embargo, hay un punto en el que Lula y Cristina coinciden, un punto real, práctico y contable: la corrupción, una corrupción que en el caso del Partido de los Trabajadores se extendió a sus principales dirigentes, aunque podría admitirse que, si bien el régimen “petista” de Brasil pudo haberse corrompido, no lo hizo en la escala en que lo hicieron los Kirchner.
No se trata de suavizar las felonías políticas del PT y la manifiesta inclinación de muchos de sus dirigentes a enriquecerse a costo de los recursos públicos. El caso de José Dirceu, para muchos el dirigente del PT más carismático después de Lula, pone en evidencia que la corrupción en este partido no fue una anécdota menor, la distracción de algún funcionario codicioso, pero además nos persuade acerca de una hipótesis un tanto desoladora acerca de la condición humana: dirigentes que fueron capaces de soportar las inclemencias de la clandestinidad y los tormentos de las torturas de la dictadura militar brasileña fueron desconsoladamente débiles para resistir las tentaciones de enriquecerse y de disfrutar de los privilegios de un régimen al que se habían comprometido a derrotar. Digamos, a modo de conclusión parcial, que Cristina se parece a Lula no tanto por sus virtudes como por sus visibles capitulaciones.
¿Y Macri es Bolsonaro? Muchos votantes de Macri, si pudieran votar en Brasil, lo harían por Bolsonaro. Sin embargo, si los discursos políticos tienen alguna importancia en la construcción de las identidades, el discurso de Macri no es el de Bolsonaro. Expresado de una manera simplificada, pero no banal, diría que la diferencia entre Macri y Bolsonaro es la diferencia existente entre la derecha y la ultraderecha. Dicho de una manera más práctica, puede ser la diferencia entre Macron y Le Pen o entre Isabel Díaz Ayuso y Santiago Abascal, el líder de Vox. Muy bien podría admitirse que las diferencias entre ellos no son antagónicas, pero si la cultura, los imaginarios alrededor de los valores de la modernidad y la ilustración, poseen alguna gravitación en la política y la vida cotidiana, las diferencias son marcadas y en algún punto profundas.
Por supuesto, las coincidencias son visibles; por lo menos para un sector del electorado que votó por Macri, así lo es. Pro no es un partido político homogéneo y las expectativas y preferencias de sus votantes tampoco lo son. Esa diversidad de preferencias, esa suerte de “incoherencia”, es uno de los rasgos distintivos del actual pluralismo político. Sus manifestaciones nos podrán gustar o disgustar, pero nada se gana con desconocerlas.
Por otra parte, las diferencias de liderazgos entre Macri y Bolsonaro son evidentes. Hay frases que Macri jamás pronunciaría y, a la inversa, hay conceptos de Macri que Bolsonaro jamás compartiría. Si en Pro, muchos de sus votantes simpatizan con Bolsonaro, aunque más no sea por rechazo al supuesto comunismo de Lula o a la manifiesta simpatía que Cristina expresa por él, en Juntos por el Cambio esas preferencias no parecen ser tan evidentes. Al respecto, resulta difícil imaginar a un radical alfonsinista o a un seguidor de Lilita Carrió votando por Bolsonaro.
Por último, una coincidencia importa distinguir entre los dos caudillos políticos de Brasil, una coincidencia que responde al signo de los tiempos y que merece atenderse. Me refiero a la identidad populista de Lula y Bolsonaro. Populismo de derecha y de izquierda, pero populismo al fin. No son lo mismo, pero hay una visión de “pueblo” y una visión de líder y de Estado que parecen compartir. Ese contexto no impide situaciones paradójicas, tal vez porque uno de los atributos de la actividad política sea precisamente la paradoja.
Lula en estas semanas realiza agotadores esfuerzos para ganar los votos de centro y de derecha y en particular el disputado voto evangélico. Como para probar que para la obtención de ese logro está decidido a no detenerse en “minucias” o en consignas o causas que para su electorado suelen ser importantes, en estos días se las ha ingeniado para expresar su crítica al aborto, crítica que nadie cree que haya nacido de la sinceridad, sino de la necesidad, de la necesidad de ganar votos, se entiende. Por su parte, Bolsonaro, el titular del partido que se denomina liberal, recorre las ciudades de Brasil prometiendo más planes sociales, y lo hace con un entusiasmo y una convicción tales que transforma a nuestros dirigentes piqueteros y nuestros punteros del conurbano en severos, exigentes y ortodoxos neoliberales.