I
La asonada fascista perpetrada por los seguidores de Jair Bolsonaro en Brasilia puede que haya concluido, pero sus consecuencias políticas continuarán gravitando en la política brasileña. En particular en la flamante gestión de Lula, quien a la semana de asumir el poder experimentó, sin anestesia, lo que están dispuestos a llegar a hacer, no sé si todos los votantes de Bolsonaro pero sí un sector activo que nunca ha disimulado sus afanes golpistas, sus nostalgias por las dictaduras militares y su fanatismo cultural y político, además de una significativa cuota de imbecilidad política. Se dice que Bolsonaro desde su ocasional residencia en Estados Unidos reprobó lo sucedido con palabras (dicho sea de paso) de una singular delicadeza en un hombre que no suele distinguirse por el uso exquisito del lenguaje, pero sinceramente, no le creo o, en el más suave de los casos, estimo que son frases oportunistas arrancadas por el repudio nacional e internacional a las depredaciones cometidas por los mastines que él, con sus palabras en algunos casos, y con el silencio en otros, se preocupó en azuzar. Como su admirado Trump, pero en general en la línea que distingue a los populistas de toda laya, de derecha o de izquierda, Bolsonaro advirtió meses antes de las elecciones que si las perdía sería por fraude, y entusiasmado por su retórica llegó a insinuar que no solo el pueblo de Brasil lo amaba, sino que además disponía del cariño incondicional de Dios. Con semejantes padrinos, está claro que la derrota electoral lo desencajó, alentó sus perfiles más mesiánicos, agresivos y brutales y, como broche de oro, recordando a una ex presidente argentina, decidió no entregar los atributos del mando, decisión que traducido de la política a los hechos significa que sus seguidores están autorizados a hacer lo que sea o no sea necesario para poner las cosas en su lugar.
II
Bolsonaro no puede desentenderse o hacerse el distraído por lo sucedido en Brasilia. Un brote de violencia salvaje que se veía venir, sobre todo entre los acampantes que merodeaban alrededor de los cuarteles militares reclamándoles a los soldados que hagan algo parecido a lo que hicieron en 1964. Una sola palabra de Bolsonaro, un gesto de su parte, por ejemplo, entregar los atributos del mando, y nada de lo que sucedió hubiera sucedido. No lo hizo, no solo porque tal vez no controle a los sectores más extremistas de su coalición política, sino porque con esos sectores siempre ha mantenido una visible complicidad. La asonada fracasó en toda la línea, convencidos o no, los militares brasileños saben que una intervención suya merecería la condena del mundo, y en particular la condena explícita de más de la mitad de Brasil porque, importa advertir, muchos de los votantes de Bolsonaro, serán conservadores, anticomunistas, aborrecerán a Lula, pero no son fascistas y mucho menos golpistas. Lo sucedido en Brasil ha sido grave por la audacia de los protagonistas y la tolerancia cuando no el aliento de Bolsonaro, pero la situación ha sido controlada y en principio, y sin menoscabo de las complicaciones políticas que tendrá Lula para ejercer su presidencia, queda claro que se ha fortalecido y Bolsonaro ha sido desenmascarado, incluso ante una fracción no menor de sus propios votantes. Es verdad que la fuerza política que él lidera suma a gobernadores y legisladores, pero no es menos cierto que en la política brasileña, y en particular en la coalición de Bolsonaro, la traición o la tranfugueada política está a la orden del día, una situación que un político astuto y algo inescrupuloso como Lula no desconoce. De todos modos, al actual presidente de Brasil no le envidio ni el cargo ni los días que le aguardan. Lo que en la Argentina conocemos como «grieta», en Brasil merecería el nombre de foso, zanjón, cuando no, trinchera. La macroeconomía del país está mucho más ordenada que en el nuestro, pero su violencia interna, su conflictividad social y la obscena corrupción de su clase dirigente, incluyendo a varios caciques del PT, es muy superior a la nuestra, lo cual no es poco decir.
III
Algunos de los familiares de los rugbiers que hace tres años asesinaron en Villa Gesell a Fernando Báez Sosa, se quejan por la labor de periodistas que han ejercido sobre esa ternurita de Dios que son sus hijos una suerte de linchamiento mediático. Las declaraciones de estos caballeros, que ni siquiera han tenido la dignidad o el humanismo, o, aunque más no sea, la hipocresía de pedir disculpas en nombre de sus hijos a los padres del muchacho asesinado, me recuerdan a las declaraciones de los familiares de los asesinos de Soledad Morales: linchamiento mediático. Esa era la frase empleada por los Saadi y su clan. ¿Será así? ¿La prensa y sus periodistas aves de presa se ensañan contra unos pobres muchachos que, en el peor de los casos, protagonizaron una inocente escena pugilística, una inofensiva riña, con un desenlace no querido? Yo no voy a hacer una defensa corporativa del periodismo y de mis colegas, entre otras cosas porque no la necesitan, pero en los casos como el que menciono (Soledad Morales) fue esa intervención periodística la que permitió que crímenes cometidos por los poderosos no queden impunes o protegidos por las redes del poder. Nunca me olvido de esa escena en Catamarca, cuando las cámaras registran que en el aeropuerto de esa ciudad descienden de un avión una multitud de periodistas de diferentes medios y puntos del país. «Ahora sí los Saadi están liquidados», comentó un político catamarqueño, comentario oportuno porque precisamente la nacionalización de lo sucedido rompió el cerco de impunidad tendido por el poder del clan peronista e instaló ante la opinión pública nacional e internacional la certeza de quiénes fueron los asesinos materiales e intelectuales de la desdichada adolescente. Por supuesto que la llegada de los periodistas del país estuvo precedida de las marchas de silencio y el coraje civil de los padres de María Soledad, pero el remate a esa movilización justiciera lo produjeron los periodistas, no porque fuesen santos o ángeles justicieros, sino porque en circunstancias trágicas de este tipo la labor del periodismo ilumina la oscuridad del crimen y hace visibles los rostros del poder.
IV
Por supuesto que hoy la inmensa mayoría de los periodistas son solidarios objetivamente con la víctima, es decir, con Fernando Báez Sosa, y críticos de los criminales. ¿Qué esperaban? ¿Que nos coloquemos del lado de los pateadores de cabezas? ¿Que vayamos con los Pertossi, o los Thomsen, o los Cinalli a compartir copas en algún local nocturno? ¿Que felicitemos a los muchachitos por su eficacia para patear cabezas, o que nos dediquemos a hacer conjugaciones verbales con la palabra «caducó»? A los asesinos de Báez Sosa los deberán juzgar los jueces y ellos deberán disponer de todas las garantías que no fueron capaces de darle a su víctima, pero el periodismo perdería su razón de ser, renegaría de sus mejores tradiciones, deshonraría su profesión, si callara el crimen y protegiera por acción u omisión a los asesinos.